viernes, 29 de junio de 2012

Dios y la autoridad

Bakunin, en Dios y el Estado, atribuía la creencia en un ser supremo abiertamente a la ignorancia; la imposición del trabajo, la falta de ocio y de medios intelectuales conducen a la aceptación acrítica de las tradiciones religiosas. Sacerdotes y gobernantes, para el anarquista ruso, son los que mantienen artificialmente esa dependencia mental y moral, de tal manera que resulta a menudo más poderosa que el buen sentido natural. Existe otro motivo para explicar la creencias absurdas del pueblo y Bakunin, en la línea de Marx, la atribuye en gran medida a las penosas condiciones económicas a las que se ve condenado. Solo existe un medio no ilusorio para salir del estado de necesidad material y es la revolución social, la cual acabará con todo rastro de hábitos y creencias absurdos. Bakunin considera que opresores y explotadores de la humanidad, aunque no sean verdaderos creyentes en su fuero interno, necesitan que el pueblo se aferre a una religión; hacen buena, así, la máxima de Voltaire: "Si Dios no existe, habría que inventarlo". Además, el filósofo anarquista señala otro tipo de creyentes, aquellos intelectualmente incapaces de aceptar los dogmas, pero que dejan intacto el absurdo máximo de la religión: se aferran a la existencia de Dios; no es ya el ser omnipotente y brutal de la teología clásica, pero siguen creyendo en un ser supremo, nebuloso e ilusorio, hasta tal punto que es plenamente identificable con la nada.

Bakunin todavía señala a otro tipo de personas, entre los cuales se encuentran autores ilustres. Son aquellos que tratan de legitimar las creencias en base a su antigüedad y universalidad; sin embargo, nada hay tan inicuo y antiguo como lo absurdo. Bakunin se muestra aquí de una actualidad innegable al señalar valores como la verdad y la justicia como menos universales y más jóvenes. Las tradiciones hay que observarlas como fenómenos históricos construidas desde el momento en que el ser humano avanza dejando atrás su animalidad; desde ese punto de vista, la esclavitud divina seria un estado intermedio entre la bestialidad y la humanidad del hombre, el cual debe seguir marchando en pos de la realización de la libertad. Así, Bakunin considera que altas metas como la fraternidad no se encuentran al principio de la historia, sino al final; hay que mirar hacia adelante y el pasado solo es válido para comprobar lo que se ha sido, creído y pensado y lo que no debemos ser, creer ni pensar ya más. Respecto a la universalidad de una creencia, Bakunin considera que lo que demuestra es la similitud de toda la especie humana hasta el punto de convertir un error en históricamente necesario. Se reclama aquí la comprensión sobre cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural y divino para luego desenvolverse en la historia y en la conciencia humana, precisamente para, no solo señalarla como absurda, sino también destruirla definitivamente. En otras palabras, hay que ir a la raíz de los absurdos que atormentan al mundo para acabar con ellos y que no generen nuevos problemas. El anarquista ruso explica así la caída, una y otra vez, en el absurdo religioso.

Bakunin recoge la herencia del gran Feuerbach al decir que el paraíso ultraterreno no es más que un reflejo idealizado y magnificado de la propia existencia del hombre. A lo largo de la historia, cada vez que el ser humano descubría una fuerza, cualidad o defecto lo atribuía a seres sobrenaturales. Así, el cielo cada vez se fue enriqueciendo más en perjuicio de la existencia terrenal hasta el punto que Dios acabó siendo la causa, razón, árbitro y dispensador absoluto de todas las cosas: el hombre se convirtió en nada ante Dios, su propia creación. Para Bakunin, el cristianismo representa la esencia de todo sistema religioso: "el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad". Dios supone la abdicación de la razón humana y de la justicia, la negación de la libertad a todos los niveles. El desafío que lanza el filósofo ruso a la creencia religiosa es el siguiente: "Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y debe ser libre: por consiguiente, Dios no existe". La crítica de Bakunin es feroz y no deja títere con cabeza entre idealistas y metafísicos, por muy sinceros que se muestren: el Dios positivo de la tradición deja paso al ser supremo de Robespierre y Rousseau, al Dios panteísta de Spinoza o al Dios inmanente y confuso de Hegel. Todos esos autores se muestran cautos a la hora de otorgar una condición positiva a su Dios, simplemente lo nombran como una abstracción que simbolice lo grande, lo bueno y lo noble en la humanidad. Para Bakunin, la contradicción está en separar la idea de Dios de la humanidad, algo que supone su destrucción mutua. Si se quiere salvar la existencia de Dios en nombre de aspiraciones como la libertad humana es porque se coloca otra palabra junto a ella: la autoridad. Al referirnos a la autoridad no hablamos de las leyes naturales manifestadas en la sucesión de fenómenos, tanto en el mundo natural como social; frente a esas leyes, la rebeldía resulta imposible, ya que constituye la base misma de la existencia humana.

Tal y como lo observa Bakunin, la sumisión a esas leyes naturales no es ninguna degradación, ya que forman parte del ser humano, le son inherentes y, puede decirse, constituyen nuestro ser. De hecho, el conocimiento y aceptación de esas leyes, y no la imposición por parte de una fuerza externa, son parte del camino hacia la emancipación humana. Por lo tanto, el rechazo a la autoridad se produce solo en la medida en que supone una imposición, por parte de los hombres o de la divinidad; desde este punto de vista, la sumisión a la autoridad externa es una pérdida de libertad y de dignidad. Por otra parte, en el mundo humano no existe tampoco una autoridad fija e inmutable, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación mutuas, temporales y, sobre todo, voluntarias. Aunque Bakunin reconoce la autoridad de la ciencia, a priori de forma absoluta, pasa a continuación a matizar que se rechaza la infabilidad y universalización de los que la ejercen; frente a los que observan la perfección como un ideal abstracto, se considera aquí la perfectabilidad continua de la acción humana sin llegar nunca a la realización absoluta. En otras palabras, la ciencia entendida como reproducción exacta del universo y como el sistema o coordinación de todas las leyes naturales no se realizará nunca de manera plena; así, Dios no se substituirá por la ciencia y la libertad humana no se compromete en absoluto.

martes, 26 de junio de 2012

Deseo de creer

Jean Bricmont dijo lo siguiente:
La existencia de Dios, de los ángeles, del cielo y del infierno, o la eficacia de la oración son aserciones de hecho; y si las retiramos de veras, es decir, si admitimos que son falsas, entonces no sé lo que queda del discurso religioso:¿cómo crear, por ejemplo, sentido o valores diferentes a los de los ateos partiendo de la misma base factual? (…) Supongamos que retiramos de la religion la literalidad de la Biblia, la eficacia de la oración y las demás cosas de las que podría surgir el conflicto con la ciencia (en la esfera de los hechos) ¿qué nos queda? O bien aserciones puramente metafísicas que no interesan a casi nadie, o bien aserciones puramente morales.
 Pero ¿en qué diferirá esta moral de una moral no religiosa si abandonamos todos las aserciones de hechos, los castigos divinos aquí y en el más allá, el interés de Dios por sus criaturas y demás?
A propósito de estas palabras, Fernando Savater en su obra La vida eterna considera que este planteamiento de Bricmont, no solo no simplifica el problema, sino todo lo contrario, se enfrenta con ello a esa complejidad de planteamientos que pretender arrojar ambigüedad para evitar la crítica. Lo que tal vez sea una simplificación excesiva es considerar que la religión es un mero fraude por parte de los clérigos para mantener su poder sobre los creyentes, aunque no está nada mal tener ese factor siempre presente. El problema religioso supone una mayor complejidad e interés al tener que preguntarse acerca de la condición humana. Desde la perspectiva actual, no basta considerar solo los engaños y charlatanerías para explicar la persistencia de la religión. Y esto lo digo desde un ateísmo combativo y, en la medida que me es posible, desde una escepticismo ferozmente crítico acerca de todo lo que obstaculiza el progreso. Las "creencias", incluso en personas cultas y racionalistas, existen, por lo que hay que tener en cuenta los múltiples factores que conducen a las mismas (o, como dijo, Gianni Vattimo a "la creencia en la creencia"). Los creyentes, con todas las dudas y críticas que se quiera, están convencidos de que los postulados de su religión son más auténticos que cualquier otra visión naturalista. William James, con el que no estaremos por supuesto nada de acuerdo en su justificación de la creencia, lo expresó del siguiente modo: "estimo que la hipótesis religiosa da al universo una expresión que determina en nosotros reacciones específicas, reacciones muy diferentes de las que serían provocadas por una creencia de forma puramente naturalista". La creencia religiosa supone una perspectiva privilegiada que revela la verdad, de una forma bien diferenciada de otras formas de conocimiento, por lo que en ningún caso puede considerársela otra forma de interpretación diferenciada de lo ofrecido por la ciencia (como se han empecinado algunos autores). Volvamos a William James: "la creencia religiosa de un hombre -sean cuales fueren los puntos especiales de doctrina que implica- representa esencialmente para mí la creencia en algún orden invisible en el cual los enigmas del orden natural encontrarían explicación"; además, añade James que junto a esa creencia se produce la convicción de que hay un interés efectivo en practicar esa fe. Según esta perspectiva, la creencia religiosa permitiría entender mejor la vida en su contexto, vivirla mejor y abriría la posibilidad de algo mejor que la propia vida.

Creencias tenemos todos y, en la mayor parte de los casos, queremos pensar que están justificadas. Bernard Williams explica que "una creencia justificada es aquélla a la que se llega a través de un método, o que está respaldada por consideraciones que la favorecen no sólo porque la hagan más atractiva o algo por el estilo, sino en el sentido específico de que proporcionan razones para creer que es verdadera". El deseo, de forma obvia, alimenta la creencia hasta el punto de aceptarla incluso sabiendo en el fondo que no es verdadera. De una u otra forma, porque somos humanos, cultivamos creencias más o menos infundadas, falsamente esperanzadoras y finalmente decepcionantes. Por supuesto, solemos considerar que los parámetros científicos son el mejor acceso a creencias justificadas; sin embargo, siguen siendo muchas las personas que persisten en creencias paranormales: cuando la educación rebaja considerablemente la influencia religiosa, las creencias a veces se desvían a otros fenómenos igualmente considerables. Es precisamente William James, en La voluntad de creer, el que apuesta por la fe como forma de fundar las creencias adecuadamente; estamos hablando de uno de los fundadores del pragmatismo filosófico, por lo que no se cuestiona de dónde provienen las creencias, sino a dónde conducen en la práctica. Según James, la fe originada en el deseo de hacer o conseguir algo es, no solo legítima, también indispensable. Sin embargo, Pío Baroja en El árbol de la ciencia responde adecuadamente a James: la fe puede ser útil para una acción dada, pero dentro de lo natural, siempre que se utilice dentro del radio de acción de lo posible; así, lo que se llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza, la cual existe siempre, se quiera o no se quiera, a diferencia de una fe fundada en lo imposible. La fe es muy peligrosa cuando pasa de lo útil, cómodo y eficaz a lo meramente arbitrario. Otro autor, Donald Davidson, también refuta a William James al recordar que existe una salvaguarda crítica sobre los deseos que conducen a las creencias: la veracidad y honradez en lo que creemos, algo que no deja de ser un deseo más fuerte. El famoso aserto de Los hermanos Karamazov, "Si Dios no existe, todo está permitido" (cambiemos, iguamente, a Dios por cualquier creencia sobrenatural sin la cual nada tendría sentido), no solo no demuestra la veracidad de una creencia, sino que más bien constata una urgencia patética que debería hacernos dudar. Lo único que se demuestra cierto con un deseo que empuja a creer es el propio deseo, por lo que en lugar de abandonarnos a él deberíamos tratar de comprender los mecanismos que nos han llevado hasta ese punto.

Se dice que las religiones cumplen (o han cumplido) determinadas labores sociales en las que pueden buscarse la justificación de su origen (cohesión social, explicación cosmogónica, obligaciones y tabúes, legitimación de una autoridad...), aunque existen otros factores para explicar las creencias religiosas individuales y, lo que resulta aún más sorprendente, algo tan aparentemente disparatado como el respeto a la clase sacerdotal. Por supuesto, en gran parte de los casos la creencia religiosa se produce por mímesis social: en circunstancias habituales, el ser humano hace, piensa y venera lo que ve hacer, pensar y venerar. Las sociedades modernas son heterogéneas, por lo que la oferta de creencias es dispar y los devotos y creyentes, parte al menos, pueden ser sinceros en su fuero interno. Algunos autores se han esforzado en considerar la creencia religiosa originada en alguna experiencia o conmoción subjetiva; por supuesto, es lógico considerar lo contrario, dicho fenómeno es resultado de la creencia y no al revés. En cualquier caso, los deseos como fundamento de las creencias es el factor más digno de ser atendido. Tal y como señala Fernando Savater en la obra citada, la mayor parte de nuestros deseos más urgentes están dirigidos a evitar o aplazar la muerte. Las religiones se habrían convertido así en tecnologías de la salvación, según las cuales los deseos humanos son satisfechos por trucos mitológicos con la exigencia de creer en algo sobrenatural; estamos hablando, con toda la sofisticación que se quiera, de un simple "efecto placebo". La creencia religiosa, para desgracia de los librepensadores que anunciaban su fin hace tiempo, depende más de lo que apetece que de lo que se sabe o se piensa. También, depende de lo que se teme y así hay que recordarlo para seguir combatiendo la religión y apostando por un mayor horizonte humano. Sorprende igualmente la cantidad de personas incrédulas que muestra respeto hacia las creencias religiosas (no hacia los creyentes, que por supuesto son objeto del mayor de los respetos) y hacia la gran cantidad de doctrinas y dogmas sencillamente intolerables. Desgraciadamente, los responsables de las religiones suelen invocar lo contrario, piden un respeto, que resulta imposible desde la honestidad intelectual, y señalan lo que consideran que es una carencia al no haber abrazado una fe, la cual está fundada en cuestiones muy humanas. La "voluntad de creer", tal y como lo expresó William James, surge de debilidades y angustias humanas que resultan muy comprensibles (y que habría que ser cauto a la hora de condenar sin más), pero es infinitamente más aceptable la incredulidad fundada en el esfuerzo por buscar la verdad sin engaños y una moral fraterna sin excusas sobrenaturales y trascendentes.

sábado, 23 de junio de 2012

Fraternidad y cosmopolitismo

El término fraternidad parece hoy, al menos en el lenguaje vulgar, anacrónico. Si bien se alude, al menos en la teoría política, constantemente a la libertad y a la igualdad, la tercera parte del gran proyecto de la modernidad queda relegada al olvido. Trataremos en este texto, al igual que hemos hecho previamente con la solidaridad (que, por otra parte, es un concepto muy relacionado con el que nos ocupa) de vincularlo estrechamente a los otros dos grandes conceptos: libertad implica necesariamente igualdad y fraternidad. Frente a cualquier nexo y vinculo social tradicional, la fraternidad trata de imponerse, al menos desde la Revolución francesa, como la gran alternativa revolucionaria. Esta novedad radical de la fraternidad tiene sus precedentes, no tanto en la fraternidad religiosa, como en la estoica de la Antigua Grecia: la natural sociabilidad del ser humano como base para una aspiración cosmopolita. La Revolución francesa, o al menos una corriente dentro de ella, posee esas aspiraciones claramente universales, no una simple emancipación de una pólis o nación, sino el comienzo de la liberación del conjunto de la humanidad. Sin embargo, la posterior evolución política reducirá notablemente el concepto fraternal en beneficio del Estado/nación, aunque tantas veces sea presentado como un ideal republicano-democrático. Se abandona la idea de la fraternidad universal como aspiración estrechamente vinculada a la de la virtud ciudadana como nexo social, algo que debería considerarse como un poderoso motor ético. Ese sentimiento fraternal y cívico se considera endógeno al individuo, con posibilidades de ser potenciado gracias a la educación pública. Sin embargo, tal y como ocurrió históricamente a partir de la gran revolución, cuando se considera que ese mismo sentimiento es exógeno, proviene de una instancia externa y trascendente al ser humano, se abre la puerta al autoritarismo.



A comienzos del siglo XXI, es más reivindicable que nunca la fraternidad revolucionaria. El concepto de libertad desarrollado en Occidente ha conllevado la idea que no existe obligación positiva hacia nuestros semejantes. Individualismo insolidario, y el constante peligro de resurgimiento nacionalista, son los rasgos principales de las sociedades avanzadas. Por ello, un replanteamiento de la fraternidad universal, entendida como una de las dimensiones de la ética pública, es más necesario que nunca. Nuestra responsabilidad con las generaciones futuras, afianzando valores mucho más extensos y sólidos, hace que así sea. Precisamente, si se renuncia a la fuerza y a la coacción políticas, es decir, a cualquier instrumento exógeno al ser humano y a la sociedad, una de las soluciones es la propia universabilidad de los derechos humanos y sociales. Esa tensión cosmopolita tiene una fuerza ética por sí misma, nos permite pensar en el otro como una forma de complementarnos a nosotros mismos, no le vemos ya como un objeto. Es el gran desafío de una innovadora ética que resuelve la aparente antinomia entre un respeto a la diferencia y un establecimiento de normas válidas universalmente. Es entonces la fraternidad el principio que puede lograr el restablecimiento de la justicia social cada vez que trata de imponerse un individualismo insolidario. Hablamos así, no solo de un enriquecimiento de la vida social, también de conferirle un sentido que puede doblegar la tendencia del ser humano a abandonarse a fuerzas externas y disquisiciones metafísicas.

Hay que recordar el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros". Sin embargo, las bellas declaraciones van acompañadas tantas veces de un profundo olvido en la realidad; las ideas solo cobran sentido en una auténtica praxis social y política. La sicología social considera que en la relación fraterna está el germen del pensar, así como del desarollo de la capacidad para compartir y ser solidario. Erich Fromm, un hombre con una visión admirablemente amplia sobre el ser humano, consideró que la fraternidad universal se encuentra íntimamente asociada con las necesidades radicales del hombre de amor, justicia y libertad. Conocer esas necesidades solo pasa por comprender la realidad material, social y sicológica de las personas. La fraternidad universal es, sobre todo, una idea ética y el mundo actual requiere muchas respuestas en ese sentido, las cuales se ven obstaculizadas por todo lo que artificialmente hemos construido y se acepta como dogma: naciones, Estados, religiones... Curiosamente, solo el insaciable capital ha podido traspasar las fronteras políticas, aunque haya establecido otros obstáculos, igualmente alienantes, que impiden materializar los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. La fraternidad universal recupera una vieja tradición antidogmática, la eliminación de las fronteras no es únicamente física y política, también intelectual y moral. Si indagamos, encontramos una encomiable tradición contemporánea de defensa de la fraternidad expresada de una manera u otra: es un ejemplo Albert Camus y su invitación a la acción para establecer derechos propios y ajenos, una manera de entender lo fraternal. Tal y como empecé este texto, deseo recordar el vínculo que existe entre los tres conceptos: si actúas fraternalmente es porque te preocupa también la libertad y la igualdad, dos conceptos que siempre deben tener en cuenta al otro, a nuestros semejantes.

miércoles, 20 de junio de 2012

Actualidad del anarquismo

Tomás Ibáñez ya ha sido en varias ocasiones citado en este blog. Este libro, Actualidad del anarquismo, es una recopilación de textos publicados en diferentes medios europeos; la edición es de 2007, en los Libros Anarres dentro de la colección Utopía Libertaria. Ibáñez es un autor que reivindica un anarquismo permanentemente en movimiento, enemigo de todo dogma y en constante vigilancia ante todo proceso de institucionalización. Provocativamente, confiesa haberse sentido atraido por el anarquismo al ser terriblemente egoísta, ya que no desea ser obligado a seguir una pauta de conducta y adoptar unos principios ajenos a su propio sentir. Así, el ideal ácrata es el único que no fuerza a nadie a aceptar sus presupuestos, que lucha permanentemente contra toda imposición por la fuerza. Los libertarios, al contrario que cualquier otra corriente ideológica, quieren que se les deje vivir su vida en total libertad de expresión y de indagación. Resulta intolerable que se imponga una manera de pensar o de actuar, y que se sacrifique la individualidad a entidades abstractas o a inciertos futuros fundados en determinados intereses. Aunque se difiere a la hora de plantear una posible sociedad anarquista, lo que une a los libertarios son esos rasgos de no imposición a los demás y de no ser impuesto. Por muy seguro que se esté de lo que es apropiado para el prójimo, nada más lejos de la intención anarquista de hacerle comulgar con unas ideas e imponerles un modo de vida. En el momento en que se adopte la coacción por la fuerza, se estaría traicionando desde el anarquismo aquello que se ha criticado en todo tipo de dominación. Tal y como lo expresa Tomás Ibáñez en su adscripción al anarquismo, el objetivo será siempre luchar contra la autoridad y, si las circunstancias lo permiten, llevar a cabo una revolución para crear una sociedad en la que cada persona pueda elegir libremente.

En estos textos de Ibáñez, el lector encontrará unas fundamentales reflexiones para el movimiento libertario. Se hace, por ejemplo, una defensa del espacio utópico desde la construcción de un discurso que incida en la realidad y contribuya a la lucha por la emancipación social. Desde este punto de vista, Ibáñez demanda la elaboración de producciones discursivas radicalmente utópicas, la apertura de espacios de discusión donde tengan cabida la retórica y la argumentación. Es una reivindicación del lenguaje y de su potencial subversivo, frente al control del discurso que asegura el mantenimiento del orden social. En cuanto al concepto del poder, Ibáñez reclama una revisión del mismo al tratarse de un término con una profunda carga política. Así, en una primera acepción, poder es sinónimo de capacidad y desde ese punto de vista no existe ningún ser desprovisto de poder. En una segunda acepción, la palabra poder alude a un determinado tipo de relación entre agentes sociales, mientras que en una tercera estaríamos hablando ya de una estructura social de gran envergadura y de sus mecanismos de control o regulación. Lo que Ibáñez nos señala es que no es posible una sociedad sin poder, ya que la propia sociedad implica la existencia de un conjunto de relaciones entre diversos elementos; el sistema social que fuere implica unas relaciones de poder sobre sus elementos constitutivos e, igualmente, entre esos mismos elementos. Una cosa son las relaciones de poder, inherentes a la sociedad, y otra las relaciones de dominación. Del mismo modo, no puede establecerse una oposición simple entre libertad y las relaciones de poder, que pueden doblegar al individuo, pero también hacerlo más libre. Desde esta perspectiva, hay que volver a la bella concepción anarquista según la cual "mi libertad no se detiene donde comienza la de los demás, sino que se enriquece y se amplía con la libertad de éstos". Necesitamos de la libertad del otro para poder ser, ya que en un mundo de esclavos nos encontraríamos considerablemente limitados en nuestro deseo de ser libres. Por lo tanto, no puede decirse que los anarquistas estén en contra de las relaciones de poder y sí, de forma más exacta, con los sistemas de dominación. No tiene problemas Ibáñez en hablar de un poder libertario y, más concretamente en su intención herética, de un poder político libertario, ya que ello supone ser partidario de un modo de funcionamiento libertario (sin Estado) de esas relaciones de poder inherentes a la sociedad.

Así, los anarquistas pueden impulsar cambios en dirección a una libertarización del poder político si una parte considerable de la población considera atractivos esos cambios y acaba actuando en ese sentido. Ibáñez reclama de nuevo un discurso libertario radical y efectivo, tal vez episódico y de una coherencia relativa, pero no sacrificado por una ambición maximalista del todo o nada. El discurso anarquista debe ser creíble para una gran cantidad de gente y eficaz en sus planteamientos, en el sentido de impulsar un cambio alcanzable en un plazo razonable y con la intención de que acabe resultando motivador. Tomás Ibáñez escribió estas líneas acerca de un movimiento de masas, que recoja rasgos libertarios, pero que no resulta total y necesariamente anarquista, años antes de que un esperanzador movimiento en España naciera en mayo de 2011. Algunos conceptos clásicos del anarquismo pueden ser relativizados en este tipo de movimiento, aunque no se trata ni mucho menos de apostar por una vía exclusivamente reformista. Hay que revisar igualmente esa oposición simplista entre reformismo y radicalismo, dos conceptos que se alimentan y complementan mutuamente; el radicalismo puede llevar a consecuencias abiertamente radicales, lo mismo que el radicalismo puede dar lugar a regresiones o reformas. La acción radical puede ser aislacionista si no se fertiliza antes el terreno donde se ejerce, algo que Ibáñez califica como esfera de influencia. El movimiento 15-M nos ha demostrado que una sociedad es un sistema lo suficientemente abierto y complejo, lejos por lo tanto del equilibro, como para que una acción radical influya en algún punto del tejido social. Volvemos a encontrar en esta razonamiento una defensa del discurso radical para la conquista de espacios utópicos. No obstante, la acción radical es siempre un arma de doble filo, ya que las disfunciones que introduce suponen una mayor adaptabilidad del sistema instituido y una mayor resistencia frente a amenazas de desestabilización. Sectores duros y radicales conviven con otros débiles e ideológicamente inseguros, algo que puede acabar propiciando profundas transformaciones sociales a pesar de que aparentemente resulte una dialéctica problemática. Es necesaria la vigilancia permanente para impedir que la cosa se desborde hacia el lado reformista, lo mismo que hay que impedir que un exceso de radicalismo impida transformaciones efectivas. Ibáñez señala, al pedir que lo lógico es que radicales y reformistas conviven y se acepten mutuamente, la complejidad irreducible de las realidades precisamente para enfrentarlas con éxito.

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lunes, 18 de junio de 2012

Libertad como solidaridad

En el anarquismo, y en abierta contradicción con el liberalismo (el cual solo reconoce la libertad individual), la libertad tiene un carácter social. Ya Bakunin consideraba que el hombre solo se humaniza y se emancipa en el seno de la sociedad, la cual sería anterior a su pensamiento, su palabra y su voluntad. Esa emancipación no puede realizar más que por los esfuerzos de todos sus miembros, pasados y presentes. Se deduce de ahí el conocido aserto de Bakunin, según el cual la realización de la libertad individual, así como la personalidad, se completa con todos los individuos que la rodean. Es decir, solo somos libres en la medida en que lo son todos los que nos rodean. Llegamos así a un concepto de la libertad, fundamentado en la sociabilidad del ser humano, que implica el de la solidaridad. Tantas veces, hemos dicho que los anarquistas son los liberales dentro del socialismo o que el anarquismo es la gran síntesis entre esas dos grandes corrientes: socialismo y liberalismo. A pesar de ello, hay que distinguir entre esas dos concepciones de la libertad, ya que para el liberalismo es un don que precede a la existencia social, según lo cual el hombre viene a ser un ser absoluto y entero al margen de la vida social e histórica. Tal y como dice Bakunin, los liberales se aferran a un supuesto contrato social que realizan los individuos como un dogma religioso. Se establece así en el liberalismo, base de la producción capitalista, una sociedad dividida en dos ámbitos: el de lo público y el de lo privado Así, el individualismo y la privacidad serían la justificación moral de la sociedad, mientras que el mercado sería el principio organizativo; el pluralismo social solo se entiende, dentro del liberalismo, como fragmentación. La gran diferencia es que el anarquismo, el cual defiende igualmente el principio de individuación, solo lo acepta como proceso; cada personalidad es irrepetible y se constituye en relación con los demás mediante elementos universales y comunes. Para Bakunin, la concepción liberal de la libertad es metafísica, sería una especie de don divino semejante al alma inmortal de tal manera que el hombre aislado de la sociedad sería un ser completo y absoluto.

La libertad no puede ser anterior a la sociedad, ya que de esa manera se convierte en una abstracción que se ve limitada por otras libertades en su intento de expansión. Es por eso que el anarquismo clásico se opone a las teorías del contrato social, según las cuales el hombre cede parte de su libertad para fundar el sistema político. Llegamos así a una concepción en el anarquismo de la libertad como solidaridad, de la cual depende su humanización y su desarrollo. Por lo tanto, se niega una libertad absoluta que se considera vacía y formal, mientras que se considera real una libertad sujeta a tradiciones, perteneciente a comunidades, a campos fenoménicos ya intepretados y organizados, ya que la existencia humana se produce en ámbitos descentralizados, abiertos y plurales. La libertad en el anarquismo supone dirigir nuestras vidas sin que se nos manipule, con respeto a los demás, de modo social, solidario y sin dogmatismo ni intenciones de dominio ni de imposición. La conciencia de libertad fuera del ámbito social carece de sentido, solo lo adquiere como conquista social, mientras que vivir humanamente significa ser solidario. Aceptar que la vida es cambio constante es negar cualquier dogma, por lo que no existe sistema o doctrina social que pueda abarcar todos los aspectos de la vida; desde este punto de vista, el anarquismo supone discurrir por infinidad de caminos múltiples.

El concepto de libertad manejado por el anarquismo pivota sobre la autonomía personal, la cual se dirige a la transformación social y acaba convirtiéndose en solidaridad mutua. Son dos conceptos que pueden parecer antagónicos, el de la autonomía individual y el de la solidaridad colectiva, pero todo el esfuerzo del anarquismo se dirige a armonizar, tensar y equilibrarlos. De esa manera, encontraremos siempre en la teoría ácrata una reivindicación total de la libertad (de pensamiento, de acción, de pacto...), la cual solo se resuelve socialmente en las más complejas condiciones de igualdad. Es el federalismo, entendido como conjunto de pactos de cooperación entre grupos, y éstos a su vez asociados por voluntades soberanas, la que resuelve la antinomía. Es una aportaciónl esencia del anarquismo, la de la comprensión de la libertad como un concepto compuesto y múltiple, el cual acaba equiparándose a la igualdad hasta el punto de no poder entenderlos por separado. La libertad sin igualdad conduce a un mundo de privilegio en el que los débiles nunca serán libres, mientras que la igualdad sin libertad supone el reino del totalitarismo en el que todos somos esclavos. Frente a una libertad meramente negativa, el anarquismo aporta toda una concepción positiva que hunde sus raíces en lo social fundamentándose en la cooperación, la solidaridad y el apoyo mutuo. La libertad como solidaridad es la condición indispensable para una igualdad efectiva de todos los seres humanos. Por supuesto, esa igualdad real no implica la anulación de la diversas capacidades; todo lo contrario, esas diferencias entre individuos son la auténtica riqueza de la humanidad. Lo que se demanda es una sociedad en que cada persona encuentre unos medios adecuados de desarrollo, un contexto en el que la pluralidad humana sea el componente principal sobre una base de solidaridad, igualdad e innovación permanente.

sábado, 16 de junio de 2012

El principio de solidaridad en las relaciones sociales

La posibilidad de una cultura de la solidaridad que posibilite el cambio social es un desafío con cada vez más base gracias a la sicología social. Cuando hablamos de solidaridad, nos referimos al interés por otras personas, por lo que hay que hablar de causas comunes, de una comunidad de intereses y responsabilidades. Por supuesto, la solidaridad no es simplemente una idea, sino una práctica social, solo adquiere verdadero sentido en la realidad. Estamos hablando de una sociedad que fomente la cooperación, el apoyo mutuo, la complementariedad, factores a su vez primordiales para el desarrollo individual. Precisamente, la raíz de la palabra está en "sólido", por lo que podemos referirnos con el concepto a crear una base fuerte para la convivencia y el bienestar. La solidaridad surge de la imposibilidad del individuo para actuar de forma aislada, por su interés o necesidad en buscar modos de cooperar con los demás. Por lo tanto, no hay que confundir la solidaridad con el altruismo o la generosidad, rasgos particulares, ya que la primera forma parte de la vida social en mayor o en menor medida. Nos encontramos ante un concepto tantas veces ambiguo y con múltiples interpretaciones, muchas de ellas banales y casi carentes de significado en beneficio de diversos intereses y del poder instituido. Muy al contrario, con una visión amplia, la solidaridad tiene que ser un hilo conductor esencial para conceptualizar y construir políticas sociales, ya que nos encontramos ante un elemento clave en la relación entre el individuo y el conjunto de la sociedad. Si acudimos a diferentes expertos, encontraremos diversas definiciones de lo que se entiende por solidaridad, pero es posible encontrar unas rasgos comunes para una visión lo más amplia posible. De ese modo, y huyendo de todo reduccionismo, hay que entender la solidaridad estrechamente vinculada al sentimiento de identidad personal, ya que el compromiso con los demás es una base para nuestro propio reconocimiento. Gracias a la solidaridad, basada en el compromiso y en la relación con los otros, podemos afirmarnos en nuestra identidad personal. Hablamos de participación en formas de movilización colectiva, en movimientos sociales, en todo tipo de innovaciones culturales, en acciones voluntarias que reconozcan causas comunes, todo en ello en aras del desarrollo individual (de la identidad individual, si se quiera llamar así), pero de ningún modo de una identidad colectiva que sacrifique a las partes por un todo (nación, Estado, religión...). Es decir, hablamos de otorgar un horizonte lo más amplio posible al desarrollo de un individuo estrechamente vinculado a la sociedad, rechazando tanto el aislamiento como el totalitarismo. Como es evidente, nos encontramos de nuevo con la legitimidad de las ideas libertarias: libertad e igualdad son dos conceptos íntimamente vinculados. No es posible sacrificar una en beneficio de la otra.

Así es, la igualdad es un elemento clave dentro de la solidaridad, es decir, la pertenencia a una determinada colectividad. Por supuesto, es rechazable tanto la sociedad dividida en clases como todo visión comunitaria estrecha y reduccionista, por lo que la solidaridad es ampliable al conjunto de la humanidad y, al mismo tiempo, se incrementa la perspectiva de desarrollo individual. Insistiremos en la diferencia entre la solidaridad y sentimientos personales como la generosidad, el amor o el altruismo. La solidaridad se origina en la imposibilidad del individuo para actuar aisladamente y en el interés para buscar formas de cooperación, puede entenderse como una concepción particular de las relaciones sociales. Tal y como se entiende en el anarquismo, la solidaridad es un elemento de cohesión social y esas particulares relaciones sociales solo pueden ser llevadas a cabo por la propia sociedad civil y no por ningún administrador externo a ella. Indaguemos ahora en las diferentes representaciones que los sujetos tienen acerca de este concepto que nos ocupa. Cierta visión, que podríamos calificar de conservadora e inmovilista, insiste en un proceso atributivo por el que se considera al individuo responsable de todo lo que le ocurre (las penurías serían también responsabilidad suya). En el caso opuesto, habría que utilizar las atribuciones de carácter situacional para comprender que las dificultades son, tantas veces, producto de las circunstancias que la sociedad genera. De esa manera, en la primera visión conservadora la acción solidaria no sería  necesaria, ya que las propias leyes que regulan la sociedad son suficientes para garantizar a cada individuo el éxito o el fracaso según su propio esfuerzo. En el segundo caso, al que podemos definir como progresista, la ayuda y la cooperación se muestran claramente necesarias para proteger a los miembros más débiles de la sociedad. Encontramos aquí una primera visión de la solidaridad muy relacionado con lo que entendemos que es la sociedad. Si creemos que la sociedad es un conjunto único, coherente y consensuado de individuos (algo consustancial a lo que se llama nación, a nuestro modo de ver, impuesto una y otra vez desde arriba) también tendremos una visión más homogénea de sus miembros; del mismo modo, es muy posible que este tipo de personas tenga una consideración mucho más débil del principio de solidaridad, del nivel de ayuda que hay que prestar a determinados individuos. Esta visión, por decirlo de modo simple, es de una complejidad mínima y muy tranquilizadora para el sujeto que la tenga. Muy al contrario, cuando se comprende que la sociedad suele estar llena de divisiones, desigualdades y conflictos, la representación de la misma se tornará compleja y, con ella, la visión de la solidaridad irá cambiando con una nueva valoración del apoyo que hay que dar a los más desafortunados.


Hemos hecho una diferenciación entre dos visiones, de un modo extremo, por lo que hay que buscar siempre los matices y los grados intermedios que se quiera, pero comprender que un determinado sistema fomenta en mayor medida uno de los dos polos. Esta última consideración ya nos sitúa en una visión compleja de lo social, que trata de comprender las diversas circunstancias y buscar siempre relaciones de cooperación y de apoyo mutuo para los que están en dificultades, ya que esas situaciones no pueden ser atribuidas a ellos mismos ni suelen ser momentáneas. En el caso contrario, la creencia en que nuestro pensamiento y nuestro comportamiento está dirigidos por principios de orden superior conduce a una visión homogénea de la sociedad y a la creencia en que todos pertenecemos al mismo mundo, así como en que cada uno será recompensado o sancionado según sus méritos (algo digno de ser estudiado a nivel histórico-cultural); en suma, es una aceptación del orden instituido, una visión inmutable y reduccionista. En cambio, si comprendemos la complejidad de las relaciones sociales, los conflictos inherentes a la propia convivencia social, estaremos fomentando una intervención solidaria en favor de los más desfavorecidos; incluso, aunque consideremos en gran parte responsables a las personas de determinadas situaciones, podemos considerar el apoyo mutuo necesario al considerar que las desigualdades son siempre inaceptables. Hay que insistir en el hecho, tal y como demuestran muchos estudios, de que la representación que cada persona tiene de la solidaridad depende de la imagen que tengan de la propia sociedad; del mismo modo, otro factor importante en esa visión (estrecha o no) es el sentimiento de pertenencia a un grupo. Cuando observamos a la otra persona como un prójimo (es decir, un sujeto considerado bajo el concepto de la solidaridad humana), somos conscientes del apoyo que podemos darle. Esta consideración nos lleva a otra diferenciación y es la solidaridad establecida entre iguales (horizontal) y la que se produce entre grupos diferentes (vertical), de mayor dificultad. Aunque por la terminología puede parecer otra cosa, no estamos refiriéndonos a una sociedad jerarquizada (en este texto ya se ha insinuado, al menos, lo pernicioso de ello en las relaciones sociales) ni a una seudosolidaridad que adopta la forma de la caridad, ya que todo ello forma parte de esa aceptación de un orden instituido con la imposibilidad de una auténtica justicia en las relaciones sociales. Cuando hablamos de solidaridad horizontal, nos referimos a la facilidad de ejercer el apoyo mutuo entre miembros de una misma comunidad, y de la necesidad de extender ese principio a los individuos de otros grupos (es lo que entendemos como solidaridad vertical, sería un concepto positivo que eleva el apoyo mutuo a categoría universal). Nos encontramos aquí con los nobles conceptos de cosmopolitismo y fraternidad universal, llámenseles como se quiera (derechos humanos universales, por ejemplo, tan mencionados y tan poco practicados), los cuales solo adquieren sentido en una práctica social ajena a todo visión estrecha e inmovilista, que hemos visto que está relacionada con la creencia en un principio superior que rige nuestras vidas y en la aceptación de un orden instituido.

martes, 12 de junio de 2012

Ateísmo y nihilismo

A estas alturas de la historia, todavía parece haber personas que identifican ateísmo con ausencia de moral. El ateísmo, a priori, no implica gran cosa sobre la moral, tampoco rechazarla. Se dice que hay ateos que son nihilistas en sentido peyorativo, en su sentido más pobre, es decir, un nihilismo meramente negativo, conservador o más bien reaccionario, ya que se remonta a Hobbes y su concepción de un estado natural en el que no existen nociones de lo bueno y lo malo, y en el que los seres humanos vendríamos a ser bestias egoístas en guerra unos con otros. Por supuesto, me atrevo a decir que es un minoría de ateos la que piensa de este modo y es más bien una mayoría de "creyentes", del tipo que fuere, la que acepta un mundo político y económico basado en esos presupuestos hobbesianos. Empleo entonces el término creyentes, simplemente como sinónimo de "conservadores", es decir, los que aceptan el mundo tal y como lo colocan ante sus ojos, por muy injusto e irracional que se muestre. Es una terminología tal vez muy suave cuando hablamos de reducir al ser humano al nivel de la bestia, incapaz de transformar el medio, condicionado entonces por fuerzas externas y preocupado solo por su propia supervivencia. Precisamente, lo que nos diferencia de las bestias es la capacidad de elección, de proporcionar contenido a la moral, y no empleo este término de manera restrictiva, sino todo lo contrario. Los ateos, una mayoría al menos de los que conozco, consideramos que la moral no deriva de ninguna fuerza externa al ser humano y a las sociedades que ha creado, sino que surge de su propia potencialidad, de la capacidad que poseemos para transformar nuestro mundo con la única limitación de las leyes naturales (en las que, obviamente, no existe ninguna condición humana determinante previa).

Por supuesto, existirán muchos creyentes religiosos que compartan esa misma visión de la moral. De hecho, a poco que indaguemos, veremos que la moral no deja de ser, no solo independiente e incluso tantas veces contraria a los preceptos de la religión, también ajena a las propias creencias de cada persona. Es decir, el comportamiento moral está mucho más influenciado por los rasgos inherentes al ser humano y, sobre todo, por el medio en que habita, que por obligaciones morales de la naturaleza que fuere. Decir lo contrario es admitir que, tal y como dijo Einstein, el hombre no vale gran cosa si la cultura que ha creado se basa, simplemente, en el castigo y la recompensa. Esta es la herencia cultural que nos ha legado la religión, totalmente vigente hoy en día en el mundo político y económico, y esa misma moralidad es la que tienen los creyentes que solo admiten un buen comportamiento en base al miedo al castigo o a una retribución material o ultraterrena. Pero no solo los creyentes, los ateos que niegan cualquier contenido a la moral (negarla en sí es, simplemente, un despropósito) no dejan de tener la misma visión que los creyentes más cerrados y dogmáticos. Negar la posibilidad que una acción sea buena o mala, es tanto como decir que el bien y el mal deriva de algo tan arbitrario como una entidad sobrenatural. Por supuesto, la moral es independiente de cualquier creencia sobrenatural, pero hay que ir más allá, ya que la posibilidad de otorgarle un contenido lo más amplio depende del propio ser humano y su capacidad para transformar su entorno. Ateísmo, tal y como yo lo entiendo, y tal y como lo hace la mayoría de ateos que conozco, consiste en la posibilidad de otorgar una mayor dignidad y moralidad al horizonte humano. Ateísmo no es sinónimo de un nihilismo negativo, pobre y falaz, que no es más que la otra cara del dogmatismo religioso. Ateísmo, si se quiere ver así, es un nihilismo combativo y positivo, capaz de generar un mundo nuevo ajeno a los dogmas y de otorgar sentido a la existencia humana.

sábado, 9 de junio de 2012

Sociología del anarquismo hispánico (y 2)

En la entrada anterior, vimos la refutación que Juan Gómez Casas hace a dos hipótesis sobre el anarquismo hispánico: la ruralista y la religiosa. Vamos ahora con la tercera, la que alude a la idiosincrasia: fuero e historia. Esto es, las razones aportadas para descifrar el fenómeno del anarquismo en España desde las hipótesis de ciertas características raciales o del carácter autóctono. Tal y como decía Ortega y Gasset en España invertebrada, no es fácil hablar de un carácter hispánico definido, aunque otros autores insistan en ciertos rasgos: particularismo, independencia, igualitarismo, justicia y quijotismo, individualismo... Si apartamos todos estos caracteres de cualquier relación histórica, es posible que los veamos como parte del anarquismo, tanto filosófico como práctico. Al fuerte individualismo en la idiosincrasia del hombre hispánico, se uniría el comunitarismo, la pertenencia a una comunidad, región o estrato social. Por supuesto, Gómez Casas comparte las reservas de Órtega, ya que los rasgos idiosincráticos están profundamente relativizados por la diversidad geográfica y del clima, por la diferencia de clase social y por las instituciones de distinta índole. El ser humano ve sus rasgos de carácter relativizados por los grandes hechos de la historia, por las revoluciones y las grandes transformaciones. Por el contrario, los regímenes absolutos de gobierno, que suspendieron fueros y libertades populares condujeron a la inhibición de las prerrogativas individuales y a la sumisión a fuerzas poderosas. Historiadores, como Rudolf Rocker, han considerado que el recuerdo de ciertas manifestaciones populares, como es el caso de los municipios libres, no se había borrado del todo en España. Sin embargo, Gómez Casas insiste en que la interrupción violenta y prolongada de ciertas libertadas han llevado a la afasia ante la presión de los nuevos tiempos. Hay que estar de acuerdo con él, cuando las generaciones posteriores a la Guerra Civil Española, después de décadas de dictadura, no poseen memoria alguna sobre el gran movimiento autogestionario iniciado en 1936. Por otra parte, sí hay que darle la razón a Rocker en que toda auténtica manifestación popular revolucionaria tiene rasgos inequívocamente libertarios. El movimiento anarquista, al margen de cierto espontaneísmo, no tuvo que improvisar al inicio de la revolución al existir una dilatada tradición obrerista en España. Los primeros esquemas de reestructuración social nacieron en el primer congreso de Barcelona, en 1870 (constitución de la Federación Regional Española), y se transmitieron sin interrupción hasta 1936. Es decir, existían criterios preconcebidos y estudiados durante décadas, los cuales descansaban sobre la sólida base de las ideas libertarias, desde la histórica llegada de Fanelli a España en 1869. No obstante, y aunque hay que tener en cuenta los condicionamiento de las circunstancias históricas, Gómez Casas considera que sí puede considerarse al anarquismo continuador de las más puras tradiciones fueristas y municipalistas de la historia de España. Es el caso, por ejemplo, de los municipios libres medievales, pero enriquecidos por la modernidad con los contenidos del socialismo y del anarquismo. Fueron momentos históricos con ciertos rasgos libertarios, pero se rechaza una memoria histórica como justificación del fenómeno anarquista, tesis defendida por ciertos historiadores.

En Sociología del anarquismo hispánico, se analiza también el anarquismo como acto decisivo de militancia revolucionaria y también el marco histórico que distintas circunstancias nacionales habían preparado de manera óptima para su desarrollo. La realidad es que, mientras en España se desarrollaba el internacionalismo anarquista, en otros países de Europa decrecía notablemente; la explicación de ese declive en el resto de Europa la coloca Gómez Casas en dos factores: la experiencia parlamentaria desarrollada por la socialdemocracia alemana, especialmente después de la Comuna de París, y la marea creciente del nacionalismo-imperialismo. En una Europa que se prepara para la guerra, el anarquismo organizado es una contracorriente que parece inviable. Por el contrario, en España es explicable el fenómeno anarquista por varios factores: el voluntarismo revolucionario, las peculiaridades políticas de la época y cierta marginación del país de las corrientes europeas dominantes. Las ideas de Bakunin ganaron la partida a las de Marx en España, ya que en el anarquismo es el hombre el que desencadena los procesos históricos frente a una concepción marxista que observa fundamentalmente el desarrollo de las fuerzas productivas. Las ideas liberarias se desarrollarán sobre el mantillo ya creado por las de Proudhon, por Ramón de la Sagra y por el republicanismo federal. Éste, es superado por un anarquismo que aspira a acabar con todo poder político. Frente a la declaración marxista "el primer deber del proletariado es la conquista del poder político", el anarquista "la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado". Los libertarios son fieles a la convicción de adecuar medios a fines, de tal manera que si el objetivo es la sociedad sin Estado y sin clases la estructura de las organizaciones anarquistas reflejará esa meta. Así, se anticipa la sociedad del povernir con estructuras federalistas y democráticas, en las cuales los dirigentes son substituidos por una base social activa con igual potestad para todos sus miembros. Si ciertas estructuras de partidos, centralizadas y jerárquicas, favorecen la creación del dirigente, las secciones libertarias dan lugar a la figura del militante, artífice de la prefiguración antes mencionada. El militante no acepta influencia externa alguna y, desde la base de su organización, construye y dirige su acción cotidiana elevándose desde lo concreto a lo abstracto. Frente al fatalismo producto de supuestas leyes de desarrollo histórico, la acción cotidiana y la proyección revolucionaria es el resultado de la acción concertada y corresponsable de todos los militantes libertarios. Es esta concepción, que supone el rechazo al Estado y a la lucha parlamentaria, la que confiere al anarquismo español una superioridad y coherencia sobre cualquier otra corriente izquierdista hasta 1936. Desgraciadamente, muchos autores han interpretado como un error este triunfo del anarquismo en España, pero la perspectiva que nos da una visión amplia pone las cosas en su sitio.

Gómez Casas nos introduce en las peculiaridades políticas de la época. Así, tras el golpe de Pavía y la Restauración, la Internacional para a ser clandestina hasta 1881. Hasta ese momento, el movimiento se mostraba cauto y trataba de organizar a los trabajadores sin apresuramiento. Cuando Sagasta inaugura en la fecha señalada un nuevo periodo de garantías constitucionales, ya están vigentes los partidos dinásticos que se suceden en el gobierno; el caciquismo oligárquico será el rasgo fundamental, estrechamente vinculado a los gobernantes de Madrid. Solo cuando los partidos modernos, como los republicanos y el socialista, van creando pequeños enclaves autónomos será posible el sufragio universal. El otro factor señalado influyente en la configuración del movimiento obrero español, de predominancia ácrata, es la inexistencia casi absoluta de presión nacionalista y, aún menos, imperialista. El desastre colonial deja apartada a España de la pugna entre las potencias europeas por adquirir mercados y territorios, tanto ultramarinos como colindantes. Así, no se da tampoco una centralización y regimentación sobre la conciencia nacional, que sí llega a contagiar al movimiento obrero en ciertos países. El anarquismo, a pesar de ser reprimido y relegado a la clandestinidad con frecuencia, conserva su pureza inicial y no se corrompe ni se disgrega volviendo, una y otra vez, a brotar con fuerza. Eso también explica que el socialismo en España no se integre en la lucha parlamentaria hasta mucho después que en el resto de Europa, debido al caciquismo que supone una centralización y tribalización del poder. El obrerismo, especialmente en las zonas rurales, se convence de la inutilidad de la lucha electoral y, al mismo tiempo, confía en la posibilidad del cambio revolucionario al comprobar que el poder es algo tangible y próximo sin necesidad de grandes aparatos burocráticos. Grosso modo, este es el repaso que da Gómez Casas a la vicisitud histórica, con muchos antecedentes claro está, del primer proletariado español organizado, militante y consciente de sus obligaciones y derechos.

Puede decirse que el anarquismo es una filosofía, sobre todo, de la persona, de su desarrollo integral y basada, por lo tanto, en una ética de la responsabilidad personal. Después de eso, sería una teoría revolucionaria y transformadora de la sociedad. Frente a la simple concepción economicista de la historia, los anarquistas se han esforzado en mostrar también la alienación producto de lo cultural, lo político y lo religioso, no subordinadas necesariamente a la económica. Los portadores del conocimiento científico y político en el seno de las poblaciones primitivas inauguraron el comienzo de la alienación para generar enseguida privilegios económicos y políticos. Es esta fuerza primaria la que da lugar al principio de autoridad, la que configura el mundo antiguo, cuyos valores han prevalecido. La originalidad el anarquismo está, entre otras muchas aportaciones, en haber visto esta perpetuación de toda forma de estatismo. Para lograr una nueva sociedad, en lugar de esa sumisión a supuestas leyes históricas y a condiciones objetivas, el anarquismo insiste en adecuar medios a fines, en crear las propias condiciones para caminar hacia la utopía. Así, el elemento clave es la racionalidad, ya que se propone la autogestión de todos los sectores económicos y productivos de la actividad humana; esa autogestión supondría la materialización de tres grandes ideas, libertad, democracia y autonomía, a las que puede denominarse anarquía (sociedad sin clases y sin Estado). En la sociedad actual, esas nociones apenas tienen sentido y sirven para encubrir y justificar la irracionalidad de las instituciones y de las estructuras sociales dominantes; es decir, en su verdadero sentido son incompatibles con el capitalismo y con el Estado, con la explotación económica y política. La acción coherente con la filosofía antiautoritaria es el federalismo, el cual no puede entrar en contradicción en cuanto a medios y fines; es sinónimo de pacto libre, alianza libre, acuerdo libre, apoyo mutuo y solidaridad. El medio para acabar con el Estado y con el capitalismo es el federalismo económico y político. En el federalismo libertario, en el cual no hay cabida para ninguna expresión nacionalista (ya que hablar de una cultura de los pueblos, de una identidad colectiva, conlleva el peligro del estatismo), las personas pueden controlar los procesos económicos como elementos concretos de la producción, así como organizar todas las relaciones humanas en general a partir del hábitat donde viven. Es otra forma de entender la política que conduce hacia la anarquía.

viernes, 1 de junio de 2012

Del individualismo ético a la solidaridad

Así se llama una conferencia de Javier Mugüerza, catedrático de Ética en la Uned, cuyo libro Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo es tal vez uno de los más importantes sobre la materia publicado en los últimos años, pronunciada en 1992 y que ahora puede descargarse en el siguiente enlace. Mugüerza considera la solidaridad como heredera de la antigua fraternidad, aunque su suerte fue muy distinta de la de los otros dos pilares de la justicia moderna: libertad e igualdad. Así es, después de las revoluciones liberales se recogerá en las diversas declaraciones que los hombres nacen libres e iguales, pero nada dicen acerca de que deban ser solidarios o fraternos. Eso ha sido así hasta el punto de que se ha entendido que la solidaridad es una cuestión secundaria, un simple complemento de los otros dos fundamentos o virtudes, tan importantes al menos en la teoría. La solidaridad parece que se ha relegado al plano de la sociedad civil o, para ser más precisos, de la comunidad. Si el término comunitarismo resulta más bien ambiguo, difícil de precisar, no lo es menos el individualismo. Lo que propone Mugüerza es un individualismo ético, por lo que la cuestión de la solidaridad no sería asunto del Estado, tampoco de la sociedad civil ni de la comunidad, sino de la capacidad moral de los sujetos. Para ello, se recuerda la importancia que la solidaridad tiene en la tradición anarquista recogido en el nombre del periódico ácrata Solidaridad Obrera. Por cierto, esa cabecera fue secuestrada por el régimen fascista de Franco y transformada en un periódico llamado Solidaridad Nacional.

La solidaridad, no solo es tan importante como los otros dos pilares de la justicia, la libertad y la igualdad, sino puede decirse que cobra un mayor peso al considerarse el fundamento de cualquier otra obligación social. La teoría de la justicia de John Rawles, aparecida en 1971, se consideró un recambio filosófico para legitimar el Estado del bienestar con más perspectivas de éxito del simple utilitarismo. Como es sabido, los utilitaristas buscaban un criterio para decidir la maldad o bondad de nuestros objetos de deseo y creyeron encontrarlo en la utilidad para el mayor número. Por supuesto, y a pesar de que nos encontramos con uno de los factores clave de lo que llamamos sociedades civilizadas, se encuentran grandes dificultades en este criterio. Por ejemplo, la utilidad social de la esclavitud para una gran parte no la haría aparecer como buena bajo ningún concepto. Frente a estas objeciones, los utilitaristas ofrecieron una reformulación del concepto de utilidad, de tal manera que acabarían demostrándose perniciosas ciertas cosas, como es el caso de la esclavitud. Mugüerza habla, confrontado con las tesis utilitaristas, de cierto concepto intuitivo de la justicia que considere perniciosa sin más determinada cuestión. En cualquier caso, se trata de un tema espinoso, en el que se vuelve una y otra vez al hecho de que lo que importa es la justicia y no tanto la utilidad social. Rawls ofrecerá un concepto de la justicia, alejado del utilitarismo, como la principal virtud de las instituciones sociales; para ello, reformulará la teoría del contrato social clásico de Locke, Rousseau y Kant con una hipótesis según la cual unos individuos, considerados agentes racionales que persiguen sus propios intereses, se encuentran reunidos para pactar la constitución de una sociedad bien ordenada (una sociedad justa). La originalidad de Rawls está en la llamada "hipótesis del velo de ignorancia", de acuerdo con la misma los eventuales negociadores del contrato permanecerían cubiertos de ese velo ignorante de su situación particular y de la de sus semejantes; esa ignorancia sería perfectamente compatible con unos conocimientos generales de todo tipo (sociales, políticos, económicos...). El objetivo de esta hipótesis es que nadie, adquiera el rol que adquiera, puede beneficiar sus intereses frente a los de los demás a la hora de instaurar los principios de la justicia. Se trata de una justicia como equidad, distributiva, en la que el símil más elemental es el reparto de un pastel en el que se deja que quien reparte sea el último en escoger su trozo, de tal manera que tratará de ser lo más justo posible por miedo a quedarse con la porción más pequeña.

Para Rawls, los principios de justicia a los que se adherirían los integrantes de su hipótesis sería dos: el principio de libertad, solo restringida por el deseo de proteger la libertad de los demás (es decir, distribución equitativa de la libertad), y el principio de libertad que garantice una oportunidad igual a todos de acceso a los bienes sociales (la desigualdad solo sería tolerable, precisamente, para favorecer a los menos aventajados en el reparto). Rawls es un autor liberal, no socialista, aunque en un sentido cercano al partidario del Estado del bienestar y de un capitalismo de rostro humano, y no de lo que hoy llamamos neoliberalismo. Por supuesto, nos encontramos con la teoría de Rawls con una formulación muy débil de lo que se entiende por los dos principios de la libertad y la igualdad, a pesar de que insiste en primar siempre la libertad por encima incluso del factor distributivo de la igualdad o precisamente por ello, ya que acaba justificando la existencia de desigualdades. La versión neoliberal de las tesis de Rawls hablaría de un Estado mínimo que garantizara el derecho a la propiedad, entendiendo que cualquier intervención económica sobre las personas sería inmoral, dejando la cuestión distributiva a ciertas organizaciones de carácter privado. En cualquier caso, hablemos de un capitalismo salvaje o más o menos humano, nos encontramos ante un evidente desequilibrio entre los dos pilares de la justicia: la libertad y la igualdad.

En ese desequilibrio es donde la solidaridad viene a entrar en juego. Mugüerza cita a otro autor, Habermas, que realiza una crítica al llamado Estado del bienestar. Para Habermas, existiría en el moderno capitalismo un desarrollo tecnocrático y una despolitización de las personas que conducen a una dependencia del Estado y de la democracia electiva. Otro foco de crítica a la teoría de Rawls lo realiza Habermas en el concepto de racionalidad estratégica, según la cual cada uno logra sus intereses en detrimento de los demás o incluso en contra de ellos; en definitiva, Habermas crítica la ausencia de unos verdaderos intereses comunes enfrentando la racionalidad estratégica rawlsiana a una razón práctica. Es cierto que Rawls trata de sacar conclusiones éticas, una sociedad justa, a través de premisas estratégicas basadas en intereses particulares; a pesar de ello, parece que Rawls ha llegado a reconocer que sí existe cierta premisa ética en sus tesis y es el tratar de establecer un diálogo racional frente a la elemental imposición a los demás. Habermas realiza una interesante crítica, tanto al individualismo posesivo del capitalismo como a las restricciones estatalistas en aras de una (supuesta) igualdad, ya que ambas conllevan una restringida concepción de la razón. Habermas apuesta por una comunidad regida por un lenguaje racional, por el diálogo accesible a todos, por lo que saldrían a la luz los verdaderos intereses comunes. Se trata de una ética comunicativa, una razón práctica, que presida auténticamente la praxis humana. Esa ética comunicativa debe descansar en la solidaridad o fraternidad, es decir, en el mutuo reconocimiento de las partes dialogantes; esa visión amplia de la razón nos convertiría en solidarios, además de en libres e iguales. Se trata de una visión anticipatoria, utópica, pero sin la cual ninguna comunidad podría ser verdaderamente humana.

Es la de Habermas una visión ilustrada, propia de una modernidad con sus premisas pendientes a día de hoy. Es precisamente un filósofo posmoderno, Richard Rorty, el que se opone a la tesis de Habermas desde un punto de vista comunitarista, a priori, pero rechazando la solidaridad considerándola como propia de un concepto abstracto y universalista de la humanidad. La visión posmoderna, demasiado especulativa, parece negar la necesidad de extender la fraternidad más allá de una comunidad limitada siempre por unas u otras fronteras. En su propuesta final, Mugüerza habla más de individualismo ético que de comunitarismo, ya que solo los sujetos pueden ser verdaderamente morales. Entramos así en el terreno de lo libertario, en la crítica a todas las instituciones que estrangulen las potencialidades del individuo. El punto de vista libertario desconfía de toda instancia intermedia entre el individuo y su acción efectiva. Solo por la resistencia a todo poder establecido, el individuo puede ser libre y expresarse. Así, el anarquismo instaura unas nuevas relaciones sociales en las que se construye la solidaridad mediante la ruptura de las definiciones tradicionales de la obligación social para dar paso a nuevas concepciones de las relaciones humanas basadas en la individualidad, la espontaneidad y la creatividad. Todo ello puesto al servicio de las necesidades humanas. El anarquismo no es hoy un movimiento de masas, tal vez lo sea mañana, pero su influencia y herencia resultan innegables. Mugüerza identifica el individualismo ético con el anarquismo, con un mundo en el que el liberalismo y el socialismo puedan crecer juntos.