sábado, 28 de julio de 2012

Anselmo Lorenzo y los primeros internacionalistas

Anselmo Lorenzo Asperilla (1841-1914) viene al mundo en la ciudad de Toledo, en el seno de una familia muy humilde, en la misma época en que se crea en España la sociedad obrera de resistencia. Es el año 1840 cuando Juan Munts funda en Barcelona el primer núcleo obrero organizado; hacia ya años que la clase trabajadora española luchaba por el derecho de asociación, en unos tiempos en que la revolución industrial estaba reduciendo a la miseria a los obreros. La patronal y el Estado no tardarían en reaccionar y, en 1855, se ejecuta a José Barceló, presidente de la sociedad de hiladores, acusado injustamente de un crimen. En ese momento, Anselmo Lorenzo ya había sido enviado a Madrid a corta edad, donde acabará trabajando en una imprenta, lo que despierta en él la gran pasión de la lectura. De las obras de Pi y Margall, pasaría a las de Proudhon, el cual fue estudiado y traducido, como es sabido, por el primero. La influencia proudhoniana puede observarse en esta frase de Pi con la que se oponía al centralismo de Castelar: "La economía política es la fatalidad, y el socialismo una rama del derecho. La economía política el sálvese el que pueda erigido en principio de gobierno: el socialismo la síntesis de las antinomias sociales...". Anselmo Lorenzo será un habitual asistente al Fomento de las Artes, centro madrileño donde se reunía la burguesía ilustrada y se impartían clases y conferencias culturales; uno de los oradores favoritos de Lorenzo será José Serrano Oteyza, gracias al cual se convirtió al anarquismo otra figura ilustre: Ricardo Mella.

En 1868, una revolución política derriba la monarquía de Isabel II y se inicia en España el despertar socialista. Como es sabido, en invierno de aquel mismo año llega al país Giuseppe Fanelli, emisario de Bakunin, con el fin de difundir las ideas de la Internacional, que se había fundado en Londres cuatro años antes. Fanelli reúne a un grupo de obreros asistentes al Fomento de las Artes, les expone dichas ideas y nace así el primer grupo internacionalista españo; destacan en él Anselmo Lorenzo, Tomás González Mora y Francisco Mora. Lo mismo realizá Fanelli en el Centro Federal de Sociedades Obreras de Barcelona, y allí destacaron los Pellicer (Rafael Farga Pellicer, Pellicer Peraire y José Pellicer), los cuales se convertirían pronto en corresponsales directos de Bakunin. En enero de 1870, aparece en la capital el primer número de La Solidaridad, dirigido por Anselmo Lorenzo. Ya antes se había publicado en Barcelona La Federación, y en junio de aquel año tuvo lugar el primer congreso obrero nacional en el Teatro Circo barcelonés; para el Consejo Federal fueron elegidos, entre otros, Anselmo Lorenzo, González Morago y Francisco Mora. La guerra franco-prusiana, junto a la represión de la Comuna de París, supondría un golpe terrible para la Internacional; los gobiernos occidentales iniciaron un feroz represión de la clase obrera y el Consejo Federal tuvo que huir a Portugal. Fue imposible celebrar el segundo congreso, programado para 1871, pero Lorenzo fue designado para la conferencia universal de la Asociación Internacional de Trabajadores, que había de celebrarse en Londres. La experiencia para Lorenzo en la conferencia no fue positiva; a pesar de que, a nivel personal, Marx y su familia le causaron una gran impresión, asistió al litigio entre dos concepciones del socialismo irreconciliables: la del propio Marx y la de un ausente Bakunin.


Foto de Grupo 1: Giuseppe Fanelli. 2: Angel Cenagorta. 3: José Rubau Donadeu. 4: Manuel Cano. 5: Francisco Mora. 6: Marcelino López. 7: Antonio Cerrudo. 8: Enrique Borrel. 9: Anselmo Lorenzo. 10: Nicolás Rodríguez. 11: José Posyol. 12: Julio Rubau Donadeu. 13: José Fernández. 14: José Adsuara. 15: Quintín Rodríguez. 16: Miguel Lángara. 17: Antonio Gimeno. 18: Enrique Simancas. 19: Ángel Mora. 20: José Fernández. 21: Benito Rodríguez.
Sobre la crisis en la Internacional, la cual estaba prohibida ya por el gobierno de Sagasta, que provocó la llegada a Madrid de Paul Lafargue, en otoño de 1871, escribió Lorenzo: "Una divergencia doctrinal en su origen que no hubiera tenido consecuencias lamentables si la pasión, falseando los principios, no hubiera acudido a falsearla, dio lugar a que aquella organización, que en poco tiempo llegó a ser poderosa y temible, se viniese abajo". Recordaremos que los internacionalistas españoles se habían considerado, en origen, netamente bakuninianos. En esta querella, Lorenzo tuvo una situación difícil al encontrarse agradecido con la familia Marx por la cálida acogida que había tenido en Londres, aunque se mostró cauto sobre la presencia de Lafargue en Madrid. Veamos cómo nacieron las divergencias en el seno de la Internacional. La Internacional se funda oficialmente en 1864, momento en el que no se tiene contacto con el movimiento obrero español, ni tampoco años después, a pesar de que éste se estaba organizando al menos desde 1840. En el Consejo General de Londres, a nadie se le ocurrió dirigirse a los obreros catalanes, los cuales tenían simpatía el federalismo de Pi y Margall. Tal vez por eso Bakunin se intereso por ellos, pero en cualquier caso puede entenderse que al enviar a Fanelli corrigió un error del Consejo General y del propio Marx. Es cierto que Fanelli era portador, al mismo tiempo que de los estatutos de la Internacional, de los estatutos de la Alianza de la Democracia Socialista, organización secreta internacional creado por Bakunin, la cual fue aceptada por la práctica totalidad de los internacionalistas españoles naciendo así la organización específicamente anarquista; sin embargo, también es verdad que la Alianza había pedido el ingreso en la Internacional, el cual sería aceptado en marzo del año siguiente con la condición de que se disolviera dicha organización. Es por eso que no tiene excesivo fundamento, aunque pudiera parecerlo en una primera impresión, la acusación que harán los marxistas contra Bakunin por haber suplantado la Internacional; se dice incluso que hay documentación que demuestra que el anarquista ruso reprocha a Fanelli que, por error, se cree la sección internacionalista en España con los estatutos de la Alianza; entendía así Bakunin que un enfoque excesivamente ideológico perjudicaría la captación de obreros no determinados políticamente.

En cualquier caso, este conflicto en España no era más que un reflejo del que estaba teniendo lugar en el exterior. Lorenzo, de buena fe, creyó que se trataba de una disputa personal entre dos grandes temperamentos, pero el problema era más profundo. Antes de que la Alianza de Bakunin solicitase el ingreso en la Internacional, muchos aliancistas de varios países formaban ya parte de ella a título personal; el conflicto estalló cuando las federaciones más influenciadas por la Alianza desarrollaron, en contra de la política centralista del Consejo General, su iniciativa federalista y descentralizadora. Lorenzo reprochó a Marx su política autoritaria y tutelar, traicionando así su propio aforismo "la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos"; de Bakunin tuvo una siempre una gran opinión, alabando su coherencia antiautoritaria, aunque reprochó a algunos de sus seguidores no estar a su altura al utilizar ciertas maniobras. En cualquier caso, en España en esos primeros años la Internacional y la Alianza estuvieron mezcladas hasta el paso de Lafargue y la llegada de nuevas querellas. Tras diversas disputas que no puede manejar el Consejo de Zaragoza, del que es miembro Lorenzo, éste dimite de sus cargos y se exilia en el extranjero hasta mayo de 1874 en el que se establecerá en Barcelona; allí, es bien recibido por antiguos compañeros y recobra su iniciativa internacionalista, aunque no tardaron en llegar ciertas reservas por parte de su entorno. La Internacional oficial era un cadaver sin enterrar desde el Congreso de La Haya en 1872, en el que los marxistas tomaron el control, mientras que los anarquistas fundaron una nueva Internacional, la de Saint-Imier, que tampoco correría mejor suerte.

Lo que estaba produciéndose en España, como reflejo de esa situación, era un relajo revolucionario acompañado de una feroz represión. Aunque Lorenzo pasó por alguna etapa en la que creyó que la revolución inmediata era posible, años después escribirá en su obra El proletariado militante considerando que la Alianza de la Democracia Socialista había producido buenos frutos, dedicándose a impulsar la cohesión obrera; sin embargo, también criticó el tratar de llevar la organización por ciertos derroteros, en lugar de proponer "obras de educación y de instrucción encaminadas a obtener acuerdos y soluciones como sumas de voluntades consecuentes". La organización obrera languideció a finales del siglo XIX, pero a cambio se enriqueció la literatura anarquista y entró con vigor una nueva generación ácrata no necesariamente vinculada al movimiento obrero; ellos fueron, entre otros, José Prat, Tarrida del Mármol, Juan Montseny o Ricardo Mella. Esta nueva manifestación nació en torno a dos certámenes socialistas, en 1885 y en 1889, en Reus y Barcelona respectivamente; en el segundo, celebrado en honor de los mártires de Chicago, Anselmo Lorenzo presentó enjundiosos trabajos. La represión de Montjuich llevó a Lorenzo al destierro a París en 1896, tras varios meses de prisión, donde trabó amistad con Jean Grave, Charles Malato y, especialmente, con Francisco Ferrer Guardia. Éste, funda en 1901 en Barcelona la primera Escuela Moderna, que se propone transformar la sociedad mediante una educación racional de los jóvenes, aunque no renuncie al movimiento obrero de carácter revolucionario. Precisamente, Ferrer funda un periódico llamado La huelga general en el que Anselmo Lorenzo tendrá una gran responsabilidad, en él traducirá a los grandes teóricos del sindicalismo francés; también colaborará en la revista Natura, dirigida por José Prat. Es precisamente a Prat a quien escribe Ferrer en 1900 desde París exponiendo su plan para la Escuela Moderna: "Quiero fundar en Barcelona una escuela emancipadora que destierre del cerebro del niño lo que divide a los hombres: religión, propiedad y familia". Prat no pudo ofrecer ayuda a Ferrer, por lo que éste se dirigió a Lorenzo, el cual tradujo para la biblioteca de la Escuela Moderna importantes obras científicas y didácticas, como El hombre y la tierra, de Reclus, o La gran revolución, de Kropotkin.

Los tragicos sucesos de julio de 1909 llevaron a Ferrer a ser acusado de rebelión militar, y a ser finalmente ejecutado, sin que dejaran intervenir en el proceso a testigos de descargo como era el caso de Anselmo Lorenzo. Después de aquello, la situación personal de Lorenzo no fue muy halagüeña; se volcó en su obra El proletariado militante, terminando el segundo tomo sin que pudiera ver la luz nunca el tercero. Saludó con optimismo la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo, en 1910: "Vais a celebrar un pacto destinado a influir en la marcha siempre progresiva de la humanidad. Ante vosotros el libro abierto de la Historia presenta una página en blanco: preparaos a rellenarla con honra para vosotros, con provechos para todos, presentes y futuros". Paradójicamente, la CNT fue clausurada al poco de celebrar su primer congreso y no resurgiría hasta 1914, el año de la muerte de Lorenzo un 30 de noviembre. Antes de eso, desgraciadamente, vivió otro hecho trágico: el estallido de la Primera Guerra Mundial. Como escribió José Peirats, tal vez uno de los últimos ecos que tuvo Lorenzo, fue aquel manifiesto de la Federación Regional Española: "¿Con qué poderoso talismán se arrastra a tantos miles de hombres contra sus propias hermanos, en perjuicio de sus intereses y en defensa de sus tiranos? Con el grito sagrado de la patria. ¡Pues maldita sea la patria! ¡Trabajadores de Prusia y Francia: aún sería tiempo... dandóos un fuerte abrazo y arrojando al Rin esas armas".

Existe un estupendo sitio web donde pueden encontrarse los textos de Anselmo lorenzo y amplia información sobre su figura: http://anselmolorenzo.es/
El proletariado militante online: http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/historia/proletariado/indice.html
Libro primero de El proletariado militante en PDF.
Libro segundo de El proletariado militante en PDF.

martes, 24 de julio de 2012

Dan Barker

Dan Barker es un tipo curioso que pasó de ser un predicador protestante (ya en su adolescencia), músico cristiano (parece que sigue siendo un excelente pianista) y misionero en México a convertirse en un ateo ferozmente combativo con la religión; según ha manifestado, fue la lectura la que le hizo convencerse de los errores del dogma religioso. También es un prolífico escritor, con obras como Quizás sí, quizás no: una guía para el joven escéptico (1990), Perdiendo la fe en la fe: de predicador a ateo (1992) (que puede descargarse aquí) o Quizás correcto, quizás errado: una guía para el joven pensador (1992).  Sus argumentos, sin ser excesivamente originales (lo que quiero decir, es que ya muchos otros en la historia señalaron lo evidente), son diáfanos, valientes y con esa agradecible perspectiva antiautoritaria. En este otro enlace, puede leerse su carta dirigida a los creyentes. Por cierto, cuando en el vídeo le dice a un musulmán, con mucho ingenio, que tienen mucho en común, está parafraseando a Stephen F. Roberts: "Me queda claro que ambos somos ateos. Yo sólo creo en un dios menos que tú. Cuando entiendas porqué tú rechazas todos los otros posibles dioses, entonces entenderás porqué yo rechazo el tuyo".



sábado, 21 de julio de 2012

La explicación mítica o racional

Mientras que la mayoría de los seres vivos solo puede interactuar con su entorno y reaccionar ante la información que reciben de él para sobrevivir, los seres humanos disponemos de la capacidad para reflexionar sobre nuestra realidad. Así, el ser humano puede discurrir sobre sí mismo, su origen y su destino. Es lo que se ha querido definir como capacidad racional en el hombre, a diferencia del resto de seres vivos, que le supone ir avanzando en la búsqueda de conocimiento e ir adquiriendo habilidades para modificar la naturaleza. Por lo tanto, y disquisiciones éticas al margen, la razón es una herramienta poderosa en el ser humano para conocer el mundo con la mayor exactitud posible. El acceso al conocimiento es siempre una experiencia individual, por lo que el concepto de "realidad" está muy condicionado por la subjetividad, aunque es de suponer una tendencia a cierta objetividad (una descripción "razonable" del mundo). Es un tema delicado, en el que no habría que pontificar sobre lo que es real o verificable; de hecho, nuestra propia percepción suele modificar la realidad observada, por lo que es complicado deducir una interpretación "exacta". Las alteraciones perceptivas que sufre una persona son múltiples y no necesariamente producto de ciertas sustancias. En definitiva, puede decirse que toda experiencia es por definición subjetiva, lo que el individuo percibe es una sensación única e intransferible; del mismo modo, las interpretaciones son inevitablemente parciales y sesgadas. Así, a pesar de que la realidad se mantenga imperturbable, el conocimiento está siempre condicionado por la subjetividad; el más variado grupo de personas expuesto a la misma situación ofrecerá interpretaciones muy dispares.

A pesar de ello, se insiste en que no todas las experiencias tienen el mismo valor si lo que queremos es progresar en cuanto al conocimiento. Hay que tener en cuenta siempre los dos mecanismos que posee el ser humano para abordar el conocimiento de la realidad: la captación de información a través de los sentidos y su posterior análisis a través de la razón. La simple observación sensorial de la naturaleza es una información primaria importante, pero no absolutamente fiable debido a la alta influencia de la subjetividad (por la condiciones de observación y por nosotros mismos). El ser humano se muestra condicionado por sus propias estructuras mentales y acaba proyectando sus propias interpretaciones sobre aquello que recibe de la realidad; es eso lo que puede permitir que lo acabe comprendiendo o, por el contrario, que se aleje definitivamente de la realidad. El ser humano no debe nunca conformarse con la información que recibe directamente del mundo, si es fiel a sus propia capacidades; si el objetivo primero de cualquier especie es sobrevivir, la racionalidad del hombre le ha llevado a obtener ventaja gracias al desarrollo de herramientas y habilidades para avanzar en el conocimiento y no limitarse por sus carencias físicas ni por sus propios sentidos.

La información que recibimos es tan dispar, que es inevitable discriminarla y tener el conocimiento de que es fiable, si responde razonablemente a lo que percibimos y en qué medida podemos elaborar a partir de ella construcciones más sólidas para explicar el mundo. A pesar de todos los obstáculos, que acaban llevando al ser humano a dogmas e ideas inmutables, está en nuestra condición el interrogar siempre a la naturaleza y tratar de obtener una respuesta. Uno de nuestros grandes motores es la curiosidad, queremos saber, pero también se encuentra detrás tantas veces las necesidades y los anhelos. El afán de conocer el mundo es encomiable, pero en la mayor parte de las ocasiones no coincidirán nuestros deseos con lo que consideramos que es la realidad y nosotros mismos llevaramos a inducirla. Lo primero que habría que establecer es cómo podemos verificar si la información recibida es correcta.

La versión más común del "argumento de autoridad" hace que se confíe en lo que llega a través de terceros, debido a que se les presupone un conocimiento o "autoridad" superior a la nuestra en alguna disciplina. En el caso de experiencias concretas, este argumento es fiable y necesario para la continuidad y el desarrollo de la vida. Sin embargo, como es el caso de los medios de comunicación, en no pocas ocasiones nuestras creencias comunes no se basan en evidencias ni en hechos comprobados, sino en información cuestionable, intuiciones, imaginación y prejuicios. Las creencias más inmediatas no se basan en argumentos racionales, ya que tienen una mayor influencia de lo emocional. Siempre deberíamos cuestionar aquella información que nos llega de manera indirecta, aunque sí podamos ponderar su grado de verosimilitud. Tal y como se repite constantemente desde el librepensamiento, "afirmaciones extraordinarias requieren respuestas extraordinarias"; el problema es que para la religión, y para otras disciplinas cercanas a ella que utilizan ciertos subterfugios seudocientíficos o especulativos, en las afirmaciones extraordinarias no solo es legítimo, sino imprescindible, creer sin el respaldo de ninguna verificación. Es esa fragilidad de según qué afirmaciones la que les hace protegerse de toda crítica, ya que no resisten los mínimos criterios de análisis racional que se aplican al resto de acontecimientos de nuestra vida diaria.

Mientras que la información que recibamos resulte coherente con nuestra concepción del mundo, la aceptamos sin demasiada dificultad. Los problemas aparecen cuando tenemos cierto interés personal en la información recibida, entonces exigimos una mayor fiabilidad, ya que de ello pueden depender nuestros anhelos, nuestra seguridad o incluso nuestra supervivencia. En cualquier caso, el ser humano parece necesitar explicaciones, ya que eso le otorga seguridad y tranquilidad ayudándole a cierto equilibrio emocional y a continuar con su vida cotidiana. Como germen del pensamiento mítico, puede decirse que el hombre, apoyado en su visión subjetiva del mundo, tiende a proyectar su voluntad sobre la naturaleza y atribuir propósitos a cualquier objeto o proceso. Si no tendemos a tratar de comprender cómo funciona la naturaleza y apartamos cualquier verificación, no tardaremos en elaborar explicaciones míticas muy alejadas de la realidad. No somos perfectos, por supuesto, pero hay que comprender que suele ser la incapacidad para afrontar problemas y para ahondar en las situaciones la que conduce a una interpretación mítica. Si antaño el campo de lo desconocido era muy grande y pudiera ser comprensible la elaboración del mito, hoy resulta innecesaria la explicación religiosa de la naturaleza, ya que es parapetarse en el misterio (algo que también podemos definir como poner nombre a la ignorancia).


miércoles, 18 de julio de 2012

Argumentos sobre lo desconocido

La creencia en Dios alude a un ser con unos rasgos especiales ajenos a la realidad física, el cual de alguna manera el creyente es capaz de conocer, aunque sea de forma indirecta o velada. De hecho, si dicho ser resulta incognoscible nada podría decirse sobre él; sin embargo, el debate se produce precisamente porque se acepta la premisa de que algo puede llegar a saberse o intuirse sobre él. Es la tradición occidental la que presenta a Dios como un ser consciente y personal; en otras culturas, aparece como una forma de energía, un tanto etérea o indefinida, lo cual facilita las cosas desde un punto de vista científico. Como es sabido, la energía y la materia son dos manifestaciones de la misma realidad, y hoy en día existen mecanismos para detestar casi cualquier forma de energía presente en la naturaleza; en cualquier caso, aunque hablásemos de una forma de materia o energía desconocida, todo se mantiene dentro del ámbito de lo natural. Si la energía adopta la forma de la consciencia, posee voluntad propia y es el origen de nuestra existencia, existen dos posibilidades. Una es que forme parte de la misma naturaleza y, por muy extraordinarias que fuesen las causas (piénsese en cualquier hipótesis fantacientífica sobre una raza extraterrestre), seguiríamos en el ámbito de la natural. La otra posibilidad es que la energía tuviese un origen sobrenatural, y ahí estamos en el terreno de la religión y de la creencia en un principio trascendente.

Cuando observamos la historia de la filosofía, y los grandes debates y teorías sobre la existencia de Dios, hay que pensar que en gran parte de los casos han estado motivados más por la creencia que por el afán de indagar en la realidad. Por muchas vueltas que se le dé y por muchos subterfugios que se empleen, la realidad es que la creencia en Dios (y en cualquier otra realidad sobrenatural) no tiene sustento racional alguno. Es por eso que la inexistencia de un ser de esas características no puede demostrarse; tal y como insisten los ateos, la carga de la prueba debe situarse siempre en afirmaciones extraordinarias. Los argumentos que han tratado de demostrar la existencia de Dios se dividen en argumentos a priori, aquellos que no precisan apoyarse en las evidencias del mundo físico, y argumentos a posteriori o aquellos que sacan sus conclusiones de la observación del mundo natural. Veamos cuáles son esos argumentos.

El argumento ontológico, apriorístico, se basa en el conocimiento del ser y quiere demostrar la existencia de Dios sólo a través de la razón. Existen mucha variantes e este argumento, pero parece ser que el primero en proponerlo fue Avicena en su obra El libro de la curación. Sin embargo, la versión más difundida es la de Anselmo de Canterbury, a finales del siglo XII, en su obra Proslogion (que significa algo así como "alocución" o "discurso breve"); lo que se propone este autor es que, mediante la razón y sin experiencia alguna, su fe le ha sido revelada por Dios. No existe rigor lógico y hay exceso de trampa en este argumento, ya que se parte de la existencia de un ser supremo para buscar el mecanismo que lo acabe confirmando. Como es sabido, y de forma absurda vista hoy, el argumento ontológico sostiene que se tiene "la idea de un ser por encima del cual no se puede imaginar ninguna otra cosa mayor"; la conclusión es que ese ser no puede existir solo en nuestro pensamiento, ya que en caso contrario podría pensarse en un ser mayor que él, el cual existiría realmente. Dicho de un modo muy elemental: como se ha concebido con el pensamiento un ser por encima del cual no hay nada, tiene que existir realmente. El afán por justificar lo insostenible mantuvo este argumento en vigencia durante mucho tiempo, pero el asunto hace aguas. El ser humano es capaz de discernir entre aquello que es capaz de concebir y aquello que es capaz de describir; de esa manera, utilizamos el concepto de infinito, e incluso hacemos operaciones con él, pero nadie es capaz de pensar el infinito o la eternidad de forma "real", ya que somos seres con un experiencia limitada. Por eso no podemos concebir realmente un ser como el propuesto por Anselmo, aunque sí podemos formularlo. El argumento ontológico parte de un razonamiento inconsistente. Otra cosa que se ha criticado es que Anselmo emplea el término "mayor" en el sentido de superior y deduce que la existencia de ese ser es mayor o superior que su no existencia. Las cualidades de mayor, superior o más perfecto se realizan siempre en comparación con otros seres, por lo que no tiene sentido afirmar que lo que existe es mayor o más perfecto que lo que no existe. Si no existe, no es nada y no hay más que hablar. La deducción de que algo existe por el simple hecho de pensarlo no merece mayor análisis; se han concebido infinidad de seres mitológicos cuya existencia no es, obviamente, real. Vienen al caso las palabras de Kant en la Crítica de la razón pura: "La necesidad de la existencia nunca puede ser conocida por conceptos, sino siempre sólo por el enlace con aquello que es percibido, según las leyes universales de la experiencia". Es posible que el argumento ontológico tenga su origen en la tradición platónica, tan influyente en el cristianismo posterior, la cual lleva a confundir conceptos con realidades. Si aplicamos el principio ontológico, puede afirmarse la existencia de cualquier cosa por absurda que sea.

Tomás de Aquino fue otro de los autores que mayor esfuerzo hicieron para demostrar de forma racional la existencia de Dios. En su obra Summa Theologica, propone las conocidas cinco vías, argumentos a posteriori, que intentan demostrar la existencia de Dios a partir de los efectos de su actuación en un mundo que habría sido obra suya. La primera vía es la demostración a partir del movimiento: el movimiento de los objetos, que percibimos por los sentidos, pone en marcha una sucesión de motores intermedios sólo interrumpidos cuando llegamos al primer motor (Dios). La segunda vía o demostración a partir de la causa eficiente, muy similar a la anterior, sostiene la sucesión de causas y efectos en el mundo sensible, la cual no puede ser infinita, por lo que apunta a la primera causa (que sería Dios). La tercera vía es el argumento cosmológico, el cual afirma que las cosas son contingentes (podrían no haber existido) y no tienen en sí mismas el principio de la existencia, el cual se remonta a otros hasta encontrar un primer ser necesario. Los tres argumentos citados son muy similares, y muy tramposos, ya que remontan el problema a un primer motor (nada original, ya que esta idea se remonta a Aristóteles) o causa o ser necesario sin resolver nada sobre su existencia. Como en otras ocasiones, Bertrand Russell lo expresa de manera sencilla e irrefutable: "Si todo tiene que tener alguna causa, entonces Dios debe tener una causa. Si puede haber algo sin causa, igual puede ser el mundo que Dios, por lo cual no hay validez en ese argumento". En el contexto que se le quiere dar, sin verificación científica por la leyes causales, el concepto de Dios carece de validez. Las preguntas acerca de origen del universo están habitualmente contaminadas por la visión religiosa de un Dios personal creador, de ahí las respuestas que se da gran parte de la gente. Es cuestionable incluso que el universo haya sido creado o, yendo más lejos, que tenga en realidad un origen; sin embargo, la teoría del big bang, comúnmente aceptada por lo científicos, ha llevado a que los creyentes quieran ver a Dios detrás de ese fenómeno. Lo dicho, la respuesta que se quieren dar las personas están viciadas por la manera de formular la pregunta.

Sigamos con las vías de Tomás de Aquino. La cuarta es la demostración a través de la jerarquía de valores o de la gradación de las cosas: al observar que existen cosas más bellas o perfectas que otras, se quiere deducir la existencia de un ser absoluto en el que tienen su origen, ya que lo perfecto no puede proceder de lo imperfecto; de nuevo se quiere elucubrar sobre un ser, que lo mismo puede ser Dios que lo que uno quiera, sin que sea cierto que tenga que existir un máximo que sirva de referente a todos los casos particulares. No existe un bien máximo, lo mismo que no existe un bien mínimo o mal absoluto; estos conceptos los manejamos los seres humanos de manera referencial para poder dar sentido a la existencia y poder navegar sin perder el rumbo. Si algo demuestra el pensamiento desde la perspectiva actual, es lo absurdo del concepto del absoluto, que es posible que tenga su origen en Platón y haya influido posteriormente sobre las creencias religiosas viciando la historia de la filosofía. La quinta y última vía es el argumento teleológico, el cual presupone que existe una finalidad en todos los seres de la naturaleza establecida por un ser superior; este argumento, con variantes, se utiliza a día de hoy para defender la existencia de Dios. Estamos ante la consabida visión, que tiene su origen de manera obvia en lo emocional, de que la belleza del universo solo puede ser obra de un arquitecto. Ya David Hume, en el siglo XVIII, refutó este argumento al señalar que el orden es observable en muchos fenómenos sin la necesidad de buscar la intervención de ningún propósito. De forma evidente, al tener los seres humanos la capacidad de construir cosas, buscamos una analogía con un ser trascendente; ya Hume sostuvo que se trata de una proyección de la mente humana, la cual tiende a atribuir intenciones allí donde solo existen fenómenos naturales.

Este argumento teleológico, como ya se ha dicho, llega a nuestros días en todas las variantes del diseño inteligente del universo. La conocida "analogía del relojero", creada por William Paley en 1802, es muy simple: si encontramos un reloj y lo observamos con detenimiento, veremos que ninguna de sus piezas ha sido puesta al azar, por lo que concluimos que ha sido diseñado por un ser inteligente; así como el reloj ha sido diseñado por el ser humano, el mundo tiene que haber sido diseñado por una inteligencia superior al ser mucho más complejo. Fue el intento del creacionismo de principios del siglo XIX de conciliar la tradición bíblica con los conocimientos científicos. Poco después, y pasando antes por Lamarck, la cosa estallaría con Darwin y El origen de las especies (1859), mazazo tremendo para el creacionismo y el argumento teleológico. A pesar de ello, la analogía de Dios como relojero o diseñador del universo llega hasta hoy, ya que las imposibilidad de la teoría de la selección natural de explicarlo todo hace que quiera versa una y otra vez la mano de un ser supremo. Fue Richard Dawkins en El relojero ciego, en 1986, el que expuso la razones por las que un auténtico diseñador inteligente no habría consentido tantas imperfecciones en su "obra", así como los "errores" evolutivos que muestra la naturaleza en el desarrollo de los órganos de los seres vivos; también en esa obra, se quiere demostrar que es posible explicar la complejidad observable a partir de una evolución gradual. La evidencia científica va abriéndose paso y reduciendo el ámbito de lo desconocido, por lo que una explicación sobrenatural debe carecer de sentido.

viernes, 13 de julio de 2012

Ateísmo, ética y moral

Aunque no pocas veces las confundimos, "moral" y "ética" no tienen el mismo significado. Moral viene del latín, mos, mores, que significa "costumbre"; es decir, alude a los hábitos y comportamientos de los seres humanos y podría definirse como el conjunto de normas de conducta que se consideran válidas para gran parte de un población. Ética viene del griego ethos, y puede definirse como la reflexión acerca de por qué es válida una moral. De ese modo, la ética es una disciplina filosófica que estudia los fundamentos de la moral. Como he dicho antes, solemos confundir ambos términos y los convertimos en, prácticamente, intercambiables. La moral nace con la vida social, ya que los seres humanos buscaron unas normas uniformes para ajustar sus conductas y convertir la convivencia en más o menos previsible. Si la moralidad alude a la distinción entre el bien y el mal, esta concepción ha cambiado a lo largo de la historia según las aspiraciones y capacidad de una determinada sociedad. Así, el bien coincide con lo que garantiza la estabilidad y el progreso de una sociedad concreta, mientras que lo que genere enfrentamiento e imposibilite la convivencia será considerado malo. En gran medida, la moralidad es un producto de la sociedad y el individuo acaba interiorizando unos determinados valores estimulando su propia conciencia acerca de lo que es bueno o malo. A lo largo de la historia, las concepciones morales se han ido transformando e incluso existen tantas como sociedades se han creado. Uno de los grandes mitos de las religiones es que exista un moral vinculada a la divinidad y que el ser humano posee una naturaleza ahistórica; así, se mantiene la idea de una ética objetiva no afectada por el paso del tiempo. Habitualmente, la idea de una moral universal y permanente suele coincidir con la de las sociedades del momento, algo que busca la estabilidad mediante el conservadurismo y la tranquilidad existencial; es decir, lo mismo que aportan las religiones: fantasía e ilusión. Sin ánimo de ser categórico, ya que la mentalidad humana se muestra tantas veces de una complejidad irreducible, son necesarios los cambios en la estructuras socioeconómicas para que se transformen también los valores y la forma de pensar.

Todas las concepciones de las religiones sobre la moralidad son explicables de un modo muy terrenal y humano. Viene al caso el ejemplo usual de la moral sexual, tan restrictiva y reduccionista para la mayoría de las religiones, aunque con visiones diversas al respecto. Como es lógico, la sexualidad humana ha pivotado a lo largo de la historia entre dos extremos: la necesidad de la reproducción y el principio del placer. Es sabido que el cristianismo ha privilegiado siempre la concepción, mientras que de forma curiosa el islam buscó un equilibrio entre ambos polos, aunque siempre primando la sexualidad femenina frente a la femenina. No hace falta ser demasiado progresista, ni tener excesivo sentido común, para ver la sexualidad como una forma de afectividad o de placer carnal, mientras que la reproducción resulta otra cuestión bien diferenciada. La religión no es el único factor que ha conducido a mentalidades y sociedades represivas, por lo que no es bueno tampoco simplificar y jugar a qué hubiera pasado con otro tipo de evolución histórica. Para bien y para mal, el resultado de la historia se ha producido de esta manera, no sabemos qué hubiera sido de no haber aparecido el cristianismo, por mucho que nos gusten algunos aspectos de la Antigua Grecia. Lo importante es comprender que, en gran medida, somos el resultado de unos determinados roles sociales asignados; la historia se modifica, las sociedades cambian y, por lo tanto, la moralidad es susceptible de perfección. Antes de que se produjeran las revoluciones modernas, las religiones se adaptaban perfectamente a la situación social; existía todo un discurso que justificaba las desigualdades sociales, que coincidía con el statu quo, por lo que parecía muy coherente y lógico para una mayoría de la población. Estamos ante uno de los grandes argumentos contra la religión, su resistencia al cambio u oposición directa en tantos casos. Es lógico que así sea, ya que el último espacio de poder que las iglesias tienen es la conciencia moral de cada uno de sus fieles.


Sin embargo, aunque dicho de un modo elemental, existe un enfrentamiento entre dos concepciones de la moral, la absolutista (propia de las religiones) y la relativista (a la que se suele aludir de manera unidimensional, ya que no se aportan matices ni posibilidad de reflexión), pero la realidad suele ser muy diferente. En la práctica, las visiones religiosas, basadas en dogmas y en verdades reveladas, están llenas de profundas contradicciones. Si en tantos momentos se quiere defender la vida humana, por ser un don divino, en no pocas ocasiones se transgrede ese dogma en carne propia o ajena. El caso de la moral sexual y los absurdos ideales ascéticos es otro ejemplo; la triste experiencia nos demuestra que la castidad no es más que una aberración restrictiva. En la realidad, se confirma que la moralidad posee una naturaleza muy humana y relativa, ya que según las circunstancias se favorece un comportamiento u otro. Es más, son las visiones absolutistas, por mucho que invoquen a la moral, las que dan lugar a más problemas, ya que todo acaba estando permitido en aras de un ideal trascendente. La historia nos da muchos ejemplos al respecto; no han sido únicamente las religiones las que han causado sistemas represivos y toda clase de genocidios, pero en cualquier caso se producen en nombre de doctrinas que trascienden el ámbito humano (por lo que pueden verse también como ideas religiosas secularizadas, y no tanto como ausencia de religiosidad). Los líderes religiosos nos advierten una y otra vez sobre los problemas que ocasiona la falta de fe, cuando la realidad apunta hacia todo lo contrario: es la creencia absurda la que da lugar a numerosos problemas y terribles comportamientos. Existen muchos motivos muy humanos que explican las creencias religiosas, es algo en lo que insistiremos con fuerza; nuestra manera de mostrarnos combativos con ellas, en aras del progreso, es dejándolos en evidencia.

Siendo un hecho la inconsistencia de la moralidad y de las éticas religiosas, no poseen ya mucho que aportar sobre la vida social y el desarrollo del ser humano. Aunque existen otros factores explicativos, la existencia de las estructuras religiosas se comprende también por causas socioeconómicas; resulta cuestionable, en cualquier caso, lo que han aportado a la historia de la moralidad, pero lo más importante es que son ya explícitamente un estorbo para el progreso, el bienestar y la justicia social. Naturalmente, no son el único problema, por lo que se insiste una y otra vez en lo necesarioa de esa moral hipócrita y proteccionista. No existen la moral y la ética religiosas, lo que mismo que resulta francamente cuestionable ponerle otro apelativo, todo nuestro comportamiento se muestra condicionado por la realidad social. Aunque existe gente con la fortaleza intelectual suficiente para escapar a la presión ambiental, tantas veces son fuerzas externas, y no necesariamente coercitivas, las que rigen nuestras vidas. Comprendido esto, hay que insistir siempre en la verificación empírica para interpretar el mundo y la sociedad, siempre en permanente revisión, ya que no existen verdades eternas ni trascendentes. No sé si puede hablarse de una ética atea, tal vez la condición de "anarquista" sea mucho más completa y coherente (no gobernable, basada en la autonomía individual y la solidaridad en la vida social), pero lo que debe estar claro es lo pernicioso de las leyes por encima de la sociedad (políticas o religiosas). En cualquier caso, este texto se ocupaba del ateísmo, una condición positiva que asocio inmediatamente a una visión progresista en todos los ámbitos. Obviamente, habrá ateos de muy diversas condición, pero con coherencia debería ser una postura más proclive a combatir los atrasos económicos, tantas veces caldo de cultivo del dogmatismo, y a favorecer todo lo que sea una vida feliz. Otro asunto son las anhelos, miedos y fantasías que se encuentran detrás de las religiones; al menos decir que una postura atea debería también aceptar la realidad tal y como es, incluida la finitud de la existencia humana o, precisamente por ello, surgen posturas morales muchos más abiertas y comprensibles.

martes, 10 de julio de 2012

La construcción de la identidad personal

La identidad personal, entendida como individualidad (para diferenciarla del individualismo insolidario de las sociedades contemporáneas) supone un proceso dinámico, ya que a lo largo de la vida los elementos que la configuran pueden ir modificándose. Puede parecer paradójico que en ese proceso de construcción de la identidad personal se dé un movimiento hacia la separación (es decir, hacia la independencia y la individuación), pero al mismo tiempo se necesite a los otros. Para que el proceso de individuación sea verdaderamente humanizador y emancipador, es necesario un proyecto educativo en el que el sujeto se implique en la construcción social y cultural de su personalidad moral. Cada persona va construyendo, de forma paulatina, mediante múltiples interacciones con sus semejantes en entornos complejos y plurales lo que denominamos una identidad personal; por supuesto, ese proceso dinámico debería ser estimulado para la constante innovación humanizadora o existe el riesgo de caer en el estatismo o la alienación. En la modernidad, poseer una identidad personal supone tener la capacidad de decidir, de elegir, gracias a una voluntad (supuestamente) libre; en esta etapa histórica, hay que entender un proceso de emancipación y secularización consistente en la evolución histórica y sociocultural de la civilización, lo que ha posibilitado (desgraciadamente, no ha pasado de ser una posibilidad) la liberación del sujeto frente a toda suerte de colectivismos proteccionistas. El fracaso de la modernidad, sin que se renuncie a gran parte de sus postulados, ha llevado a que se considere el proceso de construcción de la identidad personal, no tanto como una esencia individual que conocer, y sí como un diálogo entre el individuo y el resto de miembros de la sociedad. Paulatinamente, el proceso de socialización ha ido adquiriendo mayor importancia en el modo en el que el sujeto se ve a sí mismo y se entiende.

Cada persona es solo relativamente autónoma, ya que depende para su desarrollo de su entorno social y cultural, por lo que la liberación personal solo se consigue auténticamente modificando aquello que lo determina: el conjunto de las instituciones que el ser humano ha creado y que puede constreñir o favorecer su libertad. Estaremos de acuerdo en que no estamos simplemente determinados por nuestra condición biológica, sino que lo que nos define como especie es ser "racionalmente activos", tenemos una disposición a la innovación intelectual y a la capacidad electiva. La actividad del ser humano no solo depende de conductas instintivas, también de su capacidad para ampliar el registro simbólico de posibilidades de acción, lo que conlleva abrir la conducta a lo innovador y lo inédito. Se transgreden así los patrones de conducta establecidos en el pasado, un paso que gran parte de la gente, por mímesis, papanatismo e inhibición de sus capacidades, se muestra incapaz de realizar. Hay que insistir, frente a todo riesgo de dependencia externa, que la moralidad tiene su origen en el cerebro humano, es decir, en nuestra capacidad para conocer, deliberar, evaluar y tomar una decisión. Por otra parte, es la acción lo que nos permite ir creando un mayor horizonte humano y, frente a todo acomodamiento al legado del pasado, hay que esforzarse para ir innovando y refundando la producción cultural. Ese mayor horizonte para el ámbito humano, está determinado por el papel que juegan la libertad y la equidad; tal y como lo definió el anarquista Herbert Read, el progreso se valora por el grado de articulación y diferenciación entre los individuos de una sociedad, lo que permite a la persona desarrollar "una comprensión más amplia y profunda de la existencia humana" y pasar a ser un miembro activo en el proceso.



Si el anarquismo realiza una crítica permanente a las instituciones estatales, basadas en reglas y códigos rígidos e inamovibles, es interesante llevar esa crítica al terreno de la persona y su sique. Así, la "institucionalidad" de los elementos que configuran nuestra identidad personal puede ser un impedimento para diferenciar y elaborar nuestro campo perceptual. El estatismo político y social tiene su analogía en las normas y códigos que podemos construir a nivel personal y que nos llevan igualmente a dificultades, distorsiones y dogmatismos. Algunos expertos han insistido en que las ideas nunca deben ser "institucionalizadas", muy al contrario, deben permanecer en constante revisión y ser reemplazadas para promover nuevas formas de organización. Es una concepción anarquista, es decir, dinámica y cambiante, tanto de la sociedad como de los procesos de construcción personales. El objetivo final de una identidad personal emancipadora es permanecer siempre fresco y abierto, preparado para enfrentar la realidad, en cada momento, con formas nuevas y efectivas, sin vínculos rígidos con reglas preestablecidas. Llegamos aquí a un debate irresuelto en la historia del pensamiento humano: la diferencia entre las convicciones morales (la ética deontológica) y la valoración de las conductas por sus consecuencias (la ética teleológica). Parece ser que, finalmente y frente a todo intento de preceptos y conceptos preestablecidos, son las experiencias de relaciones humanas y la interacción social las que acaban impulsando y orientando el desarrollo moral. Así, los patrones de moralidad se entenderían como construcciones que los individuos realizar para ordenar sus interacciones. Las regulación de las conductas humanas constituyen un complejo conjunto de normas, las cuales abarcan desde las que son indispensables para la convivencia cotidiana hasta los más altos imperativos morales; es por eso que se ha insistido en que esa dicotomía entre hechos y valores, entre el "ser" y el "deber ser", resulta falsa y no puede establecerse una rígida línea de separación entre los dos polos.

En el proceso de construcción de la identidad personal, se busca la autonomía moral y la maximización de las oportunidades de emancipación del sujeto. El objetivo es, a un nivel pedagógico, no solo el desarrollo de habilidades y la ejecución de tareas, también la capacidad de afrontar y comprender las situaciones problemáticas que el sujeto va a encontrar una y otra vez. Más que nunca, es necesaria la formación de un sentido crítico en el sujeto, lo que contribuye a su crecimiento autónomo y al proceso de formación de una identidad auténticamente personal. Desarrollar el sentido crítico y la autonomía es dejar a un lado todas las presiones ambientales de naturaleza sociocultural; se entiende que es una crítica positiva que trata de diferenciar lo que es valioso de lo que no lo es. Por supuesto, esa capacidad crítica del sujeto depende de la calidad de las interacciones con el medio social, de la cultura que se le presenta y de la manera en que se hace. El sujeto crítico busca con su reflexión una posible verdad, pero sabiendo que no existe ninguna absoluta; del mismo modo, se evita la "institucionalización" de una idea inmutable. Por otra parte, el sentido crítico no se construye adecuadamente sin el conocimiento reflexivo de ciertos hechos personales y sociales, los cuales pueden hallarse en polémica desde el punto de vista de los valores y requieren ejercicios prácticos de juicio, de comprensión y de transformación. Una comprensión crítica de la realidad requiere, tanto de un desarrollo de habilidades morales, como de una capacidad de modificarlas en base a la argumentación, el debate y la discusión. Es por eso que el intercambio de ideas y opiniones constante, en aras de llegar a un entendimiento, lleva a la evitación de todo dogmatismo y autoritarismo.

Recapitulemos. No existe propiamente sujeto, identidad personal, sin los otros, los cuales contribuyen de manera decisiva a su propia configuración. De sus relaciones con la comunidad, la persona toma modos de ser y estilos de hacer, desarrolla unas capacidades e inhibe otras, en suma, forma su identidad. Somos animales simbólicos, es decir, seres capaces de innovar y de crear; es por ello que han ido aumentando las posibilidades de acción racional, de los individuos y de la especie, gracias a esas grandes capacidades de aprendizaje. También nos define como humanos nuestra capacidad de actuar, lo cual a veces se manifiesta como incertidumbre o es incluso pernicioso, ya que en no pocas ocasiones las elecciones se realizan en contextos de fatalidad. Así, se ha asumido la complejidad e incertidumbre de los fenómenos humanos o, lo que es lo mismo, del fenómeno moral. La tradicional diferenciación entre una ética de las convicciones y una ética consecuencialista ha dado paso a una especie de síntesis entre ambas, lo que ha apoyado una educación basada en la autonomía moral de la persona y en el desarrollo de su sentido crítico, basado en la capacidad para revisar viejas convicciones, en transgredir todo legado cultural y en buscar nuevas argumentos racionales en un sentido siempre dialógico. Por otra parte, esa preocupación por las actitudes individuales, por la construcción de una identidad personal no erosionada por fuerzas externas ni colectivas, es paralela a una realización de la libertad que exija la moralización de las instituciones, las costumbres y los hábitos sociales.

domingo, 8 de julio de 2012

Se han subido nuevos contenidos a acracia.org, algunos de los cuales ya han sido publicados en este blog. Es el caso de una síntesis de una conferencia del catedrático de Ética Javier Mugüerza llamada "Del individualismo ético a la solidaridad" o del artículo "Fraternidad y cosmopolitismo", en el que insistiremos en esos postulados ácratas frente a toda alienación basada en la identidad colectiva.

Más que una recensión, es una síntesis lo recogido en "Sociología del anarquismo hispánico" referente al título homónimo del escritor y militante anarquista, ya desaparecido, Juan Gómez Casas. Tuvo su origen en dos entradas de este blog, pero también ha sido publicado en el periódico anarquista Tierra y libertad.

Insistiremos también en el librepensamieto con textos como "Fe, deseos y creencias" y "Los problemas que conlleva la idea de Dios". Ambos, utilizan como fuente el libro de Fernando Savater La vida eterna, aunque hay referencias a muchos otros autores.

En el apartado Documentos, correspondiente a textos históricos, se han subido tres contenidos: "Los conquistadores del pan", último artículo publicado de Anselmo Lorenzo (1841-1914), pionero de la lucha por la emancipación social; "Los anarquistas", de Sébastien Faure (1858-1942), miembro de una generación posterior de anarquistas, en el que se muestra muy lúcido sobre el ideal liberatario desmontando falsos tópicos, y los Estatutos de la Federación Anarquista Ibérica de 1937, momento delicado para la Revolución Social que obliga a la organización específica del anarquismo a adoptar la vía legal. Estos artículos, así como los textos de presentación, ya habían sido publicados en el blog laalcarriaobrera.blogspot.com.

También puede encontrarse una recensión del libro de Tomás Ibáñez Actualidad del anarquismo.

Al pensamiento anarquista clásico, más concretamente a Bakunin, corresponde el texto "Dios y la autoridad". También relacionados con la filosofía ácrata, aunque más de actualidad al apoyarse en la sicología social, corresponden los textos "El principio de la solidaridad en las relaciones sociales" y "La libertad como solidaridad".

viernes, 6 de julio de 2012

Comte-Sponville y su espiritualidad atea

Amdré Comte-Sponville (1952) es un filósofo humanista y racionalista que, cuanto menos, invita a la reflexión con sus sugerentes escritos, sencillos, bien escritos y accesibles para todo el mundo. En El alma del ateísmo (Paidós, Barcelona 2006), una obra de provocador título de la que me ocuparé más adelante con mayor atención, asegura a pesar de su ateísmo mantenerse fiel a la tradición judeocristiana. Y ese término de "fidelidad", del mismo origen etimológico que la palabra "fe", la que remarca una y otra vez como compromiso con unos valores humanos de lejana tradición. Comte-Sponville no quiere manifestarse enemigo de la religión, sino más bien a favor de la tolerancia, del laicismo y de la libertad de creencia o de incredulidad. No obstante, y a pesar de que su aceptación de los valores judeocristianos merece ser cuestionada, el filósofo francés es un claro combatiente del oscurantismo, el fanatismo y la superstición. Lo que pretende es algo, por otra parte, obvio, que los ateos pueden estar interesados en la vida "espiritual", palabra al menos tan convertida como la de "alma". La acaparación del lenguaje por la religión pide a gritos que no tengamos miedo los ateos a dar un nuevo sentido a según qué términos; en el caso de "espiritualidad", que reconozco haber borrado de mi vocabulario y es dudoso que pueda recuperarla por temor al equívoco, solo puede referirse a los valores humanos, al fortalecimiento del intelecto y/o de la moral. En el aspecto intelectual, no hay lugar a dudas, los ateos solemos estar orgullosos de nuestra condición racionalista y científica, que consideramos muy superior a la religión, e incluso nos vemos más lúcidos y libres. Sin embargo, en aspectos morales y éticos, la cosa se muestra mucho más ambigua, y de ahí el temor de Comte-Sponville a que la falta de creencia conduzca al nihilismo o falta absoluta de valores, algo que por otra parte no tiene razón de ser en la práctica (al menos no, vinculada a la creencia religiosa). Habría que aclarar, algo este autor no termina de realizar, qué es exactamente el nihilismo, el cual no tiene por qué ser identificable con la barbarie (es decir, tabla rasa respecto a la historia y sus valores, algo que a todos luces es inadmisible), sino como una tensión necesaria para otorgar un mayor horizonte a la razón y abrir paso a una moral revitalizada.

Comte-Sponville no cesa de emplear términos religiosos, la falta de fe lo llama "impiedad" (curiosamente, también podría significar falta de virtud), lo que la diferencia de la ausencia de fidelidad (lo que él llama nihilismo). Donde estamos con este autor plenamente es en algo también obvio, no hay ningún vinculo entre la existencia o ausencia de fe y los más nobles rasgos del ser humano. La moral existe, tiene un valor, pero no existe ningún condicionante sobrenatural en ella. Respecto a la religión, es evidente que su fin no ha sido tan precipitado como se presuponía hace dos siglos y Comte-Sponville insiste en aclarar qué es exactamente lo que entendemos por religión al estar nuestra visión excesivamente contaminada por Occidente (la creencia en un Dios personal y creador). Al respecto, la etimología puede ayudar, aunque se muestre algo dudosa. Religión proviene del latín religio, que se pensó que podía proceder del verbo religare (religar); la aceptación de esta hipótesis conlleva una concepción del hecho religioso: la religión es entonces lo que religa. Se considera que, prácticamente, las palabras "religión" y "vínculo" son sinónimas, algo poco preciso, pero muy utlizado con frecuencia cuando se considera que el hecho religioso sirve de cohesión a una sociedad. Comte-Spomvile alude al término de comunión (ya hablamos de su tendencia a utilizar palabras usualmente religiosas), como algo necesario a una sociedad (no así la religión) cuando hablamos de "comulgar" en determinados valores comunes. Una determinada comunidad está compuesta de individuos que comparten unos valores comunes; naturalmente, frente el hecho religioso está aquí también el nacionalista, lo que nos lleva a eso tan cuestionable que es la "identidad colectiva". Tiene razón Comte-Sponville en que una sociedad no puede prescindir de la cohesión, y tenemos por supuesto que dársela cuando habla que no es necesaria la función para ello de la religión (mucho menos, en su versión occidental); no obstante, apostamos aquí por valores que no implican estrechas visiones identitarias, como es el caso de la solidaridad y la aceptación de la individualidad (una identidad, en este sentido, se forma por referentes múltiples) en aras de la pluralidad.

Pero Comte-Sponville todavía alude a otro posible origen etimológico de la religión. Se trata de relegere, que quiere decir recoger o releer. Aquí, no importa tanto la definición de comunión (lo que religa), como lo que este autor entiende como fidelidad (que recoge y relee unos valores previos). Comte-Sponville no quiere renunciar a esos valores, por mucho que se hayan originado en la religión, y es por eso que substituye la fe (creencia, que ya no tiene) con la fidelidad (la adhesión, el compromiso, el reconocimiento). Es cierto que tenemos una deuda con lo recibido, con la historia y con la civilización, y que en gran medida somos un producto de ello. Sin embargo, hay que preguntarse hasta qué punto debemos conservar según qué valores si confiamos en el progreso. El filósofo francés en algunos momentos parece querer ser fiel a todo el mundo, a los valores tradicionales y al proyecto modernizador de la Ilustración, y entendemos que en muchos momentos hay que tomar partido y, sobre todo, es necesario innovar (no tanto renovar). Si la fraternidad o el cosmopolitismo son valores judeocristianos (por supuesto, también griegos), y es posible que al menos su posibilidad se haya dado en ese contexto, no es tan importante como el hecho de otorgarle un sentido auténtico en la actualidad. Al día de hoy, debe estar claro que la carencia de fe religiosa nada tiene que ver con la ausencia de valores, y lo mismo en el caso contrario, por lo que se puede percibir la grandeza humana en cualquier caso. La famosa frase de Dostoievski, "Si Dios no existe, todo está permitido" no es que sea una falacia, es que es un despropósito; el comportamiento humano, en uno u otro sentido, está condicionado por muchos factores, todos muy terrenales. Muy al contrario, ha sido el librepensamiento, el apartamiento de la religión, el que ha supuesto una visión más amplia, la posibilidad de mejorar los valores, la ética, la existencia individual y la convivencia social, por lo que insistiremos una y otra vez en ello.

miércoles, 4 de julio de 2012

Fe, deseos y creencias

Durante siglos, y hoy en día todavía ocurre de una u otra manera, los que han disentido de los dogmas y prejuicios de la mayoría han sido víctima de todo tipo de maltrato. Si no haces lo que es considerado "normal" en una sociedad, si tienes hambre de cultura, si no te apetece caminar por donde está más transitado (especialmente, si gran parte de la gente se refugia en pobres identidades colectivas) o si simplemente consideras que dejarse llevar por la corriente es contrario a la dignidad y al espíritu, tal vez no seas perseguido en la mayor parte de las sociedades, pero tu comportamiento traerá la sospecha de una forma o de otra. El delito ha sido siempre el mismo: el escepticismo militante enfrentado a las creencias (supuestamente) mayoritarias u, otra forma de llamarlo, la falta de fe. Ya definió Mark Twain la palabra con su agudeza habitual: "La fe es creer en lo que sabemos que no hay". La intransigencia hacia los escépticos no es cosa del pasado, para comprobarlo solo hay que emprender un camino donde nos veamos libres de dogmas. En 1885, lo expresó Jean-Marie Guyau de manera inmejorable: "Durante un tiempo bastante largo se ha acusado a la duda de inmoralidad, pero podría sostenerse también la inmoralidad de la fe dogmática. Creer, es afirmar como real para mí lo que concibo simplemente como posible en sí, a veces incluso como imposible; es pues querer fundar una verdad artificial, una verdad de apariencia, cerrándose al mismo tiempo a la verdad objetiva que se rechaza de antemano sin conocerla. La mayor enemiga del progreso humano es la cuestión previa. Rechazar no las soluciones más o menos dudosas que cada cual pueda aportar sino los problemas mismos es detener de golpe el movimiento que avanza; la fe, en ese punto, se convierte en una pereza espiritual. Incluso la indiferencia es a menudo superior a la fe dogmática. El indiferente dice. no me empeño en saber, pero añade: no quiero creer; en cambio el creyente quiere creer sin saber. El primero permanece por lo menos perfectamente sincero para consigo mismo, mientras que el otro trata de engañarse. Sobre cualquier cuestión, la duda es pues siempre mejor que la afirmación sin vuelta de hoja, esa renuncia a toda iniciativa personal que llamamos fe. Esta especie de suicidio intelectual es inexcusable, y lo más extraño de todo es pretender justificarlo -como suele hacerse habitualmente- invocando razones morales".

No obstante, no es justo hablar de la fe en términos tan generales. El anarquista Erricco Malatesta aludió a un sentido de la fe, no como una creencia ciega hacia el absurdo y la incomprensión, sino como una fortalecida mezcla de voluntad y esperanza en un mundo mejor. No todas nuestras acciones están guiadas por un conocimiento verificable; de hecho, las empresas más arriesgadas y generosas necesitan al menos un componente, por pequeño que sea, de fe. Desde luego, la fe como creencia ciega lleva al suicidio intelectual, al absolutismo o a la persecución de los que no la comparten, pero la ausencia completa de fe lleva, tal vez, a la inacción. Para evitar polémicas, no mencionaremos una fe que tiene una excesiva polisemia, y hablaremos totalmente en contra de la credulidad. Existen tantos factores que conducen a las personas a creer en cosas tan disparatadas, además, en ocasiones en nombre de una abierta imaginación, que la cosa trasciende este espacio. Como dice Fernando Savater, la auténtica imaginación se basa en explorar todos los rincones de lo posible, pero sin salirse nunca de ello; por supuesto, seremos cautos a la hora de expresar lo que es o no posible, aunque el intelecto y el sentido común constituyan siempre unos guías inmejorables. La credulidad es lo que hay combatir por medio de la educación; lo que la caracteriza es su rasgo acrítico y su fondo interesado, por los motivos que sean y aunque acabe siendo nefasto para el creyente. Por supuesto, no estamos reclamando pura y llanamente un objetivismo científico, ya que las experiencia subjetivas pueden y deben aportar mucho a la mera constatación de hechos. Existe una credulidad extrema de índole sobrenatural, lo mismo que puede darse por defecto en los que aceptan un rígido cientifismo reductor al rechazar cualquier tipo de inquietud humana. Lo que se esconde detrás de la creencia religiosa es, en gran medida, el deseo, y así hay que expresarlo; sin embargo, tantas veces se pretende despachar del mismo modo que la fe religiosa otro tipo de inquietudes, como es el caso de las preocupaciones éticas o la búsqueda de un mayor horizonte para las pautas morales. Es un terreno peligroso, ya que el rechazo a las religiones, no solo por sus propuestas sobrenaturales, también por rechazo a las ideas inmutables y por favorecer el libre examen, no puede en ningún caso aliarnos con la razón científica deshumanizada que prevalece en las sociedades desarrolladas.

Precisamente, la falta u olvido de valores en la actualidad hace que algunos aseguren que la fe religiosa resulta importante para la formación ética. Por supuesto, por muy repetida que sea tal cosa, no es un argumento para nada sólido. De hecho, resulta extraño que los que sitúan la moral en una fuerza trascendente al individuo y a la sociedad pretendan dar lecciones de ningún tipo. Respecto al asunto, Bertrand Russell dijo lo siguiente: "Para mí hay algo raro en las valoraciones éticas de los que creen que una deidad omnipotente, omnisciente y benévola, después de preparar el terreno durante muchos millones de años de nebulosa sin vida, puede considerarse justamente recompensada por la aparición final de Hitler, Stalin y la bomba H". Tal y como dice Fernando Savater en La vida eterna, no hay un criterio moral único en ninguna religión, es necesario salirse fuera de la fe y apelar a la razón. Spinoza ya tocó otro punto clave cuando afirmó que lo propio de la religión es fomentar la obediencia, en ningún caso la moral autónoma basada en razones o sentimientos. Si algo hay que quite autoridad moral a un comportamiento es comportarse por mera obediencia, máxime cuando lo que se encuentra también detrás es la búsqueda de una recompensa o el miedo al castigo. No solo es falso que la ética necesita a la religión, sino que es todo lo contrario; se necesitan los planteamientos de una ética humanista y laica, la cual ha sido propiciada por el librepensamiento a lo largo de la historia. Es la religión la que se ha adaptado al desarrollo de las sociedades y a sus pautas morales, la que necesita del apoyo de la ética, no al revés. La ética humanista siempre está abierta al debate, todo lo contrario que el prejuicio religioso plagada de dogmas y dictado desde las (supuestas) alturas. Ni la moral ni la sociedad, ni obviamente la política (los que criticamos al Estado, hablamos de laicismo en sentido amplio), necesitan a la religión. Dicho esto con el deseo de una sociedad con total libertad de conciencia, dediquemos ahora unas breves palabras al ateísmo.

Ser ateo no es estar exento de fe ni falto de inquietudes humanas (aunque los religiosos suelen aludir a la espiritualidad, los valores humanos no tienen por qué estar vinculados a religiosidad alguna). He mencionado antes dos motivos para rechazar la religión, que por sí solos podrían ser suficientes, pero existen muchos más. No todas las creencias religiosas hablan explícitamente de un dios creador y legislador, por lo que no somos justos si generalizamos en nuestra crítica a ellas cuando hablamos del absoluto rechazo a una especie de dictador sobrenatural; ése es un punto para mí clave desde la dignidad antiautoritaria (la cual no concibe ni dominar ni ser dominado). En ese sentido, Feuerbach y Bakunin son de plena actualidad en la crítica a la fe religiosa, se trata de una proyección, originada en el temor y en el deseo, de nuestras potencialidades hacia un plano sobrenatural en detrimento de nuestra vida real. Sin embargo, como humanos que somos, detrás de la falta de creencias sobrenaturales puede encontrarse igualmente algún tipo de anhelo. Thomas Nagel lo expresa del siguiente modo: "Hablo desde la experiencia, ya que yo mismo padezco fuertemente este temor a la religión, no en sus evidentes efectos perversos en este mundo, sino como visión explicativa universal. Quiero que el ateísmo sea verdadero y me incomoda que algunas de las personas más inteligentes y bien informadas que conozco sean creyentes religiosos. No es sólo que no creo en Dios y que, naturalmente, espero estar en lo correcto en mi creencia. ¡Es que ansío que no exista ningún Dios! No quiero que exista un Dios; no quiero que el universo sea así". La evidencia nos demuestra que no existe ningún Dios, ni plano sobrenatural alguno, pero desde un otro ámbito diferente al intelectual o científico, podemos también valorar que la existencia de un ser supremo resulta indeseable.

domingo, 1 de julio de 2012

Los problemas que conlleva la idea de Dios

El muy combativo ateo Michel Onfray declaró una vez que la creencia en Dios se asemeja a la de pensar que Papá Noel o Santa Claus existen. Aunque estas argumentaciones resulten atractivas y escandalicen en según qué contextos, no soy muy amigo de simplificar así la cuestión. Aunque solo sea por la implicaciones que tiene la idea de Dios, no resulta muy apropiado compararla con otras supersticiones y personajes de ficción.

A lo largo de la historia, el asunto de Dios ha preocupado tanto a los filósofos que, al menos, hay que esforzarse un poquito más si consideramos señalar lo absurdo de determinadas creencias. Frente a tanto desvarío en el debate, tanto juicio intimidatorio, tanto exhabrupto y tanto relativismo posmoderno, tal y como pide Fernando Savater en La vida eterna, es bueno acudir a los clásicos de la Ilustración. Veamos qué dice David Hume, en Historia natural de la religión: "El único punto de la teología en el cual hallaremos un casi universal consenso entre los hombres es el que afirma la existencia de un poder invisible e inteligente en el mundo. Pero respecto de si este poder es supremo o subordinado, de si se limita a un ser o se reparte entre varios, de qué atributos, cualidades, conexiones o principios de acción deben atribuirse a estos seres, respecto de todos estos puntos hay la mayor discrepancia en los sistemas populares de teología". Hume señala una primera condición, que el dios es invisible; la divinidad no sería ninguna de las cosas perceptibles de este mundo, sino su fundamento. Según este punto, tener mentalidad religiosa es sustentar lo que nuestros sentidos perciben en algo inverificable, pero que se considera imprescindible para explicar la realidad; se suele pensar que la divinidad interviene en el mundo, pero no se rige ni está obligada por las leyes naturales. Los ateos solemos ser, obviamente, materialistas, negamos un plano "espiritual", pero hay que ser cauto a la hora de forzar nuestros argumentos con peticiones de que la divinidad imperceptible se materialice de algún modo (estamos hablando, en tal caso, de "espiritismo", que deberíamos considerar igualmente absurdo).

Hume señala una segunda condición y es que el dios invisible es también inteligente. Estamos aquí en un punto clave para la mentalidad religiosa, la existencia de una voluntad y un propósito trascendentes al ser humano, que no es obviamente la concurrencia en el universo de efectos y causas, sino un subjetividad que proyecta y decide: el dios no es algo, sino alguien, es personal como lo somos nosotros. Gracias a Hume, podemos comprender la disposición religiosa de la mente humana, anterior a la comprensión científica: "Existe entre los hombres una tendencia general a concebir a todos los seres según su propia imagen y a atribuir a todos los objetos aquellas cualidades que les son más familiares y de las que tienen más íntima conciencia. Descubrimos caras humanas en la luna, ejércitos en las nubes. Y por una natural inclinación, si ésta no es corregida por la experiencia o la reflexión, atribuimos malicia o bondad a todas las cosas que nos lastiman o nos agradan". La sicología evolutiva confirma y aclara lo dicho por Hume, la especie humana es depredadora y, para sobrevivir, es preferible atribuir intencionalidad a lo que no la tiene frente a desconocerla donde se produce. Hay que tener esto en cuenta, en los orígenes atribuir designio voluntario a los fenómenos naturales, a las enfermedades o al universo entero no constituía una estúpida superstición, sino una prudente precaución. La mentalidad religiosa considera que la divinidad invisible es, además, inteligente, obra con intención y motivos y ayuda al creyente a comprender mejor el fundamento real; no es una inteligencia animal, como la de las presas que persigue el ser humano o la de los depredadores que le persiguen, sino antropomórfica: al ser la divinidad personal, el creyente puede mantener una relación privilegiada con ella. Jean-Marie Guyau, en La irreligión del porvenir, señaló que el primer beneficio de la religión era la extensión de las pautas sociales, con mayores o menores modificaciones, al universo entero. Se encuentre donde se encuentre el creyente, puede mantener una reciprocidad con la divinidad inteligente, crea un entorno de seguridad sicológica extendiendo así su hogar al mundo entero.

Savater considera que la divinidad, por mucho que no resulte una compañía social fácil de manejar, resulta preferible a los creyentes frente a la hostil e impersonal necesidad de la naturaleza. Tal vez, algo que forma parte de las religiones, además de la propia creencia en un dios que se necesita es, a la vez, creer que ese dios necesita a sus creyentes. Se intenta conseguir de los dioses una respuesta positiva; a pesar de su excepcionalidad, se considera que pertenece a la comunidad humana lo mismo que los humanos pertenecen a la divina. Es la evolución histórica de las religiones la que da lugar a la sofisticación de esa creencia, se renuncia a los métodos coercitivos y se establece un acuerdo ético y legal entre la divinidad y el hombre: el dios se convierte en garante y legislador de la rectitud moral, los creyentes acatan esas normas y esperan el correspondiente premio o sanción conforme con su conducta en el mundo ultraterreno propio de la divinidad. Por supuesto, ese hecho da lugar a uno de los grandes problemas de los que se ha ocupado la teodicea: la responsabilidad de la divinidad ante los males que se producen en el mundo. Obviamente, hay males para la humanidad que no son más que fenómenos naturales, pero muchos otros son responsabilidad de los hombres ante los que Dios permanece impasible; a estas alturas, no basta con considerar un supuesto castigo para los responsables en el mundo sobrenatural de los creyentes. Uno de los mayores problemas de la religión es la existencia de intermediarios entre la divinidad y los creyentes, los cuales aportan justificaciones absurdas como que Dios no desea estar interviniendo permanentemente con medidas correctoras ante el rumbo que toman las cosas. La creencia en los milagros, los cuales no parecen producirse para solucionar los grandes problemas, conduce ante una de las argucias habituales de los religiosos: la apelación al misterio de la voluntad divina ("ese asilo de toda ignorancia", como dijo Spinoza). A pesar de la evolución obvia de estos problemas de la religión, que hay que considerar, sin que nadie se ofenda, algo pueriles; los creyentes en mayor o en menor medida siguen apelando a la intervención divina. Sin embargo, su ideal de bondad y perfección parece actuar de modo muy arbitrario cuando observamos las grandes catástrofes que afectan a multitud de seres humanos, tanto víctimas como verdugos. Hay religiosos que consideran que su dios respeta la libertad humana, mientras que otro apelan a lo inescrutable del designio divino; lo que pedimos desde este texto es un poco de reflexión sobre los absurdos de la religión.

No obstante, el debate sobre la naturaleza y designios de la divinidad ha dado lugar a una entrega muy entusiasta. Savater, en la obra citada, considera tres actitudes básicas ante la cuestión: en primer lugar, la de quienes simplemente desmontan como inverosímil, inconsistente o falsa de cualquier modo la creencia en uno o varios dioses; en segundo lugar, la de los que consideran que la fe en Dios consiste precisamente en creer en un ser invisible totalmente incomparable en cuanto a su esencia a cuanto conocemos o podemos comprender; en tercer y último lugar, la de quienes aceptan la divinidad como el esbozo todavía impregnado de mitología de un concepto supremo que sirve para pensar el conjunto de la realidad, aunque no tenga los rudos rasgos antropomórficos que habitualmente se le otorgan. Por supuesto, no existe una división rígida entre cada una de las tres posiciones, lo mismo que existen subdivisiones e influencias mutuas en ellas dentro de un debate mantenido desde hace siglos. El primero de los tres órdenes es el de los ateos; ya Jenófanes de Colofón (siglo V a.e.c.) señaló que los dioses se parecen sospechosamente a los humanos que los veneran, mientras que Lucrecio (siglo I a.e.c.) estableció que en el principio fue el temor (a lo desconocido, a lo arbitrario o a la muerte) en que dio lugar a la caterva de dioses. David Hume, a pesar de que nunca hizo profesión de ateísmo tal vez por temor, en su Historia natural de la religión intenta una antropología de la cuestión ofreciendo causas social y sicológicamente plausibles para el paganismo y el monoteísmo, alejándose de justificaciones sobrenaturales oficiales; pero es en su obra Diálogos sobre la religión natural donde refuta, tanto al teísmo como al deísmo, al demostrar que no hay razones para creer que el universo es un reloj que precisa un relojero (ni para fabricarlo ni para garantizar su funcionamiento). Es Feuerbach el que irá más allá de Hume al sostener que la razón sicológica de la creencia en Dios es el conjunto insatisfecho de los deseos humanos; se proyecta hacia el mundo ultraterreno todo lo que se apetece y no alcanza en este mundo, a la vez que sirve de consuelo para los sufrimientos de los seres humanos y se brinda una coartada para no mejorar la situación terrenal. Con Feuerbach, tan influyente en grandes autores posteriores, el ateísmo pasa de ser una mera negación de las creencias religiosas a una denuncia de las mismas y de su función en la vida de los individuos y las sociedades. La posición en la gran obra de Feuerbach, que constituye uno de los puntos clave para el proyecto de la modernidad, trata de ser combatido por teólogos modernos al desprender a Dios de sus rasgos personales: de nuevo, una apelación a lo incomprensible, que esta vez desprende a la divinidad de sus rasgos humanizadores y trae nuevos problemas que contradicen la tradición religiosa. Dios para de ser alguien a ser algo, lo que está ya a punto de convertirse en ser nada. Savater cuenta una divertida anécdota que hemos vivido en todo debate religioso; aquellas personas que, recelosos ya de reconocer sus creencias, afirman algo así como "hombre, yo creo que hay algo"; la respuesta debe ser "vaya, que hay algo es cosa en la que todos estamos de acuerdo, incluso los más incrédulos. De lo que se trata al mencionar a Dios es si creemos o no que hay alguien".