martes, 30 de julio de 2013

Fermín Salvochea, del republicanismo federal al anarquismo

Unos días de vacaciones en Cádiz obligan a rememorar la personalidad singular de Fermín Salvochea. Allí se encuentran, dedicados a su figura, una calle y, no muy lejos de la misma, un busto en la plaza de Argüelles. También tengo oportunidad de hacerme con un buen libro sobre su figura, Fermín Salvochea. República y anarquismo, de Fernando Puelles; se trata de una obra con casi 30 años, no muy fácil de encontrar, y la desaparición de su autor hace más de dos décadas no facilita las cosas para una nueva edición crítica.

Salvochea nació en Cádiz en 1842, en el seno de una familia acomodada de origen navarro. Se educó en un excelente colegio de la capital y, para ampliar su educación, se le envío a Inglaterra a la edad de 15 años. Es de suponer que poco podía imaginar su familia que su hijo Fermín, lejos de apasionarse por las técnicas comerciales, objetivo de su educación, volvería convertido en todo un revolucionario. En tierras británicas, se iniciará su desenvolvimiento intelectual con gran sensibilidad hacia los problemas sociales. Robert Owen, el gran teórico socialista, será una de sus primeras grandes influencias. El ateísmo radical le vino por el apasionamiento laico de Charles Bradlaught, del cual admiró Salvochea su oratoria vigorosa y efectiva, sus audaces planteamientos y su capacidad para la persuasión. Otra gran influencia temprana para el joven Fermín fue Thomas Paine, del que adoptó su conocida frase: "Mi patria es el mundo, mi religión hacer el bien y mi familia la humanidad". Hay que recordar también el vigor intelectual y moral de Paine, cercano a lo libertario, que consideró que cuanto más mejoraba la civilización menos necesario se hacía el gobierno; al conocido aforismo de Benjamin Franklin, "Donde hay libertad, allí está mi patria", solía responder este autor: "Donde no la hay, está la mía". Fermín Salvochea volvería a Cádiz en torno a 1861, cargada ya de ideas revolucionarias.

Hay que recordar que estaba reservado a Cádiz un lugar de preferencia en la marcha política de España. En 1808, es elegida escenario de las Cortes; se encontraba el país en plena guerra de la Independencia. Los ciudadanos de Cádiz habían padecida la funesta administración del absolutismo monárquico, por lo que la ciudad era un buen lugar para acoger la celebración de las Cortes representativas; era un momento en que el liberalismo se presentaba tan atractivo como práctico, opuesto a las viejas formas, mientras que el pueblo y los diputados parecían coincidir en las innovaciones de pensamiento y de sentimientos. Es en este contexto, con la forja de una conciencia nueva, donde aparecerán figuras revolucionarias como Mendizábal, Abrea y el propio Salvochea. Solo desde una mentalidad amplia y liberal, como la que se producía en aquel momento en Cádiz, se podía evolucionar hacia planteamientos sociales y políticos más avanzados. La revolución pacífica que se estaba produciendo quedó anulado con el regreso de Fernando VII de su cautiverio en Francia, por lo que el país retrocedió a formas propias del Antiguo Régimen. No obstante, como dijo alguien, "el corazón liberal de Cádiz latía" y aquella semilla debía aflorar tarde o temprano. Mendizabal, junto a los generales Riego y Quiroga, gracias a una confluencia favorable de circunstancias, proclamaban, de nuevo en Cádiz, la Constitución de 1812.

Uno de los primeros introductores de las ideas socialistas en España fue Joaquín Abreu Orta, natural de la localidad gaditana de Tarifa; fue un apasionado adepto de las ideas de Fourier, al que llegó a conocer personalmente en París. Uno de los discípulos de Abreu, Fernando Garrido, será el fundador en Madrid de La atracción, primer periódico socialista publicado en España. Puede decirse que Abreu introduce el socialismo en España en torno a 1832 y, desde esa fecha hasta 1868, cuando la escuadra de Topete se rebelará contra la monarquía borbónica, se produce la actividad de ciertas figuras que podemos llamar de forma genérica "demócratas"; se estaba preparando el camino para lo que será la Revolución de Septiembre o "Gloriosa". Por otra parte, como hechos sociales relevantes, el campo andaluz en aquellas fechas estaba cargado de inseguridad; entre 1840 y 1861, se producen diversos movimientos de agitación que serán conocidos con el nombre de "espartaquismo agrario", precedentes de lo que luego serán las luchas del campesinado andaluz.Cuando Salvochea regresa a Cádiz, en torno a 1861, tendrá oportunidad de encontrarse y debatir con los compañeros de Abreu y enfrentarse a sus ideas fourieristas, no muy cercanas a sus influencias.

En septiembre de 1868 tiene lugar la conocida como "La Gloriosa", levantamiento revolucionario que supuso el destronamiento de Isabel II. Salvochea participó activamente en esta revolución y es nombrado dirigente de uno de los batallones de los Voluntarios de la Libertad de Cádiz; debido a estos hechos, será encarcelado. Un año después es puesto en libertad y no tarda en organizar partidas armadas contra el gobierno en la Sierra de Cádiz. La amnistía decretada por Amadeo de Saboya hace que puede regresar a Cádiz en 1870. Entre esa fecha y 1873, se suceden en el país diversos acontecimientos políticamente relevantes: el asesinato de Prim, la ascensión al trono de Amadeo de Saboya y la proclamación de la Primera República. En febrero de 1873 se proclama la República en España y un mes más tarde Salvochea es elegido alcalde de Cádiz; se convertirá en uno de los protagonistas indiscutibles del Cantón de Cádiz, finalmente aplastado, por lo que es detenido por las tropas del general Pavía, juzgado en Sevilla y condenado a cadena perpetua.

Después de este fracaso de los cantones, resultado de las políticas del republicanismo federal, Salvochea empezará a evolucionar hacia el anarquismo. No obstante, nuestro protagonista ya había formado parte, antes de aquellas experiencias, de las filas de la Internacional en la región gaditana; si en un primer momento sus ideas son republicanas y federales, se orientará hacia el antiautoritarismo de Bakunin y hacia un decidido internacionalismo. A comienzos de enero de 1872, apareció en Cádiz el periódico La internacional, del cual solo llegarán a publicarse tres números después de la persecución gubernativa. En febrero de aquello año, Anselmo Lorenzo se encuentra viajando por Andalucía organizando grupos internacionalistas, tratando de vencer la ilegalidad proclamada por el gobierno de Sagasta; señalará a Salvochea como una gran figura revolucionaria. A pesar de la dificultades, se produce un gran auge del movimiento socialista gaditano y la clase trabajadora encontrará en el anarquismo unas ideas perfectas para sus medios y fines específicos. No tardará mucho en producirse la inevitable ruptura entre autoritarios y antiautoritarios, en el seno de la Internacional, y las federaciones locales españoles se decantaron casi de forma unánime por los principios anarquistas y federalistas.
Salvochea, antes de decantarse decididamente por el anarquismo, ya poseía cierto espíritu libertario; tal como dirá Federico Urales, "el anarquismo es la evolución lógica del republicanismo federal". En entradas posteriores, nos adentraremos en el pensamiento ácrata de Fermin Salvochea.

jueves, 25 de julio de 2013

Anarquía en acción

Anarquismo... significa... la extensión del ámbito de la acción libre hasta que constituya la mayor parte de nuestro vida en sociedad... la ayuda mutua, o la cooperación voluntaria, constituye un instinto tan poderoso en la vida humana como son la agresividad y el impulso de dominación... El Estado no es algo que pueda ser destruido por una revolución, sino que es una condición, una determinada relación entre los seres humanos, un tipo de comportamiento; podemos destruirlo creando otras relaciones, comportándonos de manera diferente... La gente no tendrá la oportunidad de madurar a menos que lo haga por sí misma, a menos que se involucre activamente en dar forma a su vida en común... La conducta social depende más de la responsabilidad mutua que de la fuerza policial... Por lo tanto, la cuestión de fondo no consiste en decidir si la anarquía es posible o no, sino en saber si podemos ampliar el alcance y la influencia de los métodos libertarios, y que estos se conviertan en los criterios habituales por los que los seres humanos organizan su sociedad. ¿Resulta viable, entones, una sociedad organizada según criterios anarquistas?... Se puede imponer la autoridad pero no la libertad... El anarquismo, en todas sus formas, constituye una afirmación de la dignidad y la responsabilidad de los seres humanos. No es un programa para obtener el cambio político, sino un acto de autodeterminación social.

La anarquía no se refiere a un estado perfecto de cosas en una sociedad futura, sino al método de organización que corre paralelo al mercado y a los métodos estatales, y que, como tal, ya forma parte del funcionamiento de nuestra vida social... La gente toma medidas inmediatas de cooperación que respondan a sus necesidades y ofrezcan una solución a los problemas.

En otras palabras, uno no debería empeñarse en realizar el proyecto de una sociedad anarquista perfecta, que no se dará jamás, sino esforzarse en hacer más anarquistas las sociedades existentes para que las vidas mejoren aquí y ahora...

Un movimiento social no puede vivir en la negación. Los anarquistas deben ser constructivos.

Fragmentos de Anarchy in Action, de Colin Ward.

miércoles, 17 de julio de 2013

El hombre rebelde

El concepto de "rebeldía metafísica" en Albert Camus, sacado de su imprescindible obra El hombre rebelde, haciendo un paralelismo con la rebeldía que efectúa el esclavo contra su amo, puede describirse como el  movimiento por el que el hombre se alza contra la condición en que le ha situado la creación. Contra el principio de injusticia que observa en el mundo, el hombre rebelde reclama el principio de justicia que lleva consigo y niega el poder que lo hace vivir en su condición actual. Tal y como lo expresa Camus, la rebeldía metafísica no se identifica totalmente con el ateísmo, ya que aquella desafía más que niega. No pretende suprimir la divinidad, sino hablarle de igual a igual. Una vez destronado Dios, se instaura el imperio de los hombres, aunque las consecuencias pueden ser terribles si se olvida los principios que habían inspirado la insurrección.

Al igual que ocurre con el ateísmo, no puede decirse que los antiguos ignoraran la rebeldía metafísica (ahí está el importante mito de Prometeo), aunque puede afirmarse que no aparece de forma estricta hasta finales del siglo XVIII. No obstante, recordemos que la visión religiosa de la antigua Grecia no suponía dos mundos separados, el de los hombres y el de los dioses, sino que ambos formaban parte de un todo separado solo por grados; era, pues, imposible la rebeldía contra el todo (contra la misma naturaleza). La rebeldía solo es imaginable contra la idea de un dios personal, creador y responsable de todas las cosas. Puede decirse que la historia de la rebeldía, así como la del ateísmo, resulta casi inseparable de la del cristianismo. No obstante, es en el Antiguo Testamento, con ese Dios cruel y vengativo, donde se gestarán las energías rebeldes. El Nuevo Testamento suavizará la figura de la divinidad y creará un intercesor entre ella y el hombre, Cristo, para responder a los herederos de Caín (tal vez, el primer rebelde, que actúa de forma criminal). Otras tradiciones, como el gnosticismo, han tratado de crear instancias intermedias para atenuar lo absurdo de un hombre miserable y un dios implacable. Son intentos para negar la tradición judaica y prevenir argumentos a favor de la rebelión, concediendo al hombre algo parecido a la idea griega de la iniciación, la cual deja al ser humano todas sus oportunidades. Se trataba de hacer más asequible el mundo cristiano, algo que la Iglesia condenó abonando el terreno para los rebeldes.

La rebeldía se enfrenta en primer lugar a una figura divina implacable, la cual supone la génesis del primer crimen de la historia de la humanidad. Posteriormente, autores como Dostoievski, Nietzsche y Stirner pedirán también cuentas a una divinidad (supuestamente) benévola. Se atacará entonces esa ilusión de un Dios bajo las apariencias de la moral. No obstante, antes de estos autores hay que hablar de otras ofensivas, como la de Sade, el cual recoge los argumentos de Meslier o de Voltaire. En el caso de Sade, podemos hablar de una rebeldía fundada en el no absoluto. Puede hablarse de ateísmo en Sade, como aparece en Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, aunque principalmente hace gala de un furor sacrílego. El autor de Justine posee una idea de dios como una figura criminal que aplasta al hombre y lo niega. Aunque puede intuirse en el pensamiento de Sade el deseo de una especie de república universal fundada en la libertad (identificada con el instinto sexual), las propias contradicciones de este autor libertino hacen que se traduzca de su obra no pocas veces una negación del hombre y de su moral (al igual que hace Dios). En cuestiones políticas, solo puede identificarse a Sade con el cinismo, ya que si bien se declaró en alguna obra favorable al gobierno y a sus leyes, se dispone tantas veces a violar tal adhesión. Aunque este autor detestaba el crimen legal, su propia filosofía es una reivindicación del crimen consecuencia del vicio desenfrenado. La libertad absoluta que pide Sade supone también un envilecimiento y una deshumanización llevados a cabo por la inteligencia; al margen de la calidad literaria de sus obras, el éxito de semejante filosofía solo es explicable en ciertos ámbitos diletantes y acomodados.

El romanticismo, al igual que la filosofía de Sade, es otra rebeldía nacida del mundo literario y producto de la imaginación. De nuevo hablamos de una rebeldía que olvida su contenido positivo, y pone el acento en su fuerza de desafío y de rechazo. Los románticos identifican a Dios, y su violencia, con el bien, por lo que el hombre solo puede abrazar el mal, al igual que hizo Satán. La violencia divina está en la raíz de la creación, por lo que solo es posible responder con una violencia consciente. Tal y como lo expresa Camus, el romanticismo desafía a la ley moral y divina, pero la imagen resultante no es la de un revolucionario, sino la del "dandi". Es una rebeldía que toma la dirección de la apariencia, de la creación solitaria que rivaliza con la divina. El romántico identifica su arte con una actitud, con un intento de creación moral. Afortunadamente, en épocas posteriores la rebeldía abandonará el reino de la apariencia y se dedicará al mundo de la acción revolucionaria. Desgraciadamente, ese mismo mundo se inclinará tantas veces hacia el crimen y el apocalipsis en la forma de los procesos policiales y judiciales.

Camus se preguntaba en El hombre rebelde si negar a Dios no suponía cuestionar la misma idea de la moral y la justicia. Llegamos, así, con Stirner y con Nietzsche al nihilismo, a la destrucción de la moral como última faz de Dios. No obstante, el nihilismo de Stirner se diferencia del de Nietzsche por su vitalidad y satisfacción. El autor de El único y su propiedad no se conforma con acabar con Dios, también con toda "idea eterna", estemos hablando del Hombre de Feuerbach, del Espíritu de Hegel o de su concreción histórica y política en el Estado. Dios es una enajenación del yo, y todas sus formas y todos sus profetas no son más que distintas formas para negar al "único" que "yo soy". El yo de Stirner nada tiene que ver con ningún Absoluto, se esfuerza el alemán en particularizarlo y darle forma real. La historia vendría a ser un esfuerzo para "idealizar" lo real y, a partir de Jesucristo, esa meta está lograda, por lo que empieza otra tarea, que es "realizar" lo ideal. Todo ello es para Stirner un intento de doblegar al principio único, vivo y concreto, en nombre de una serie de abstracciones (Dios, Estado, sociedad, humanidad...). Incluso, Stirner identifica el ateísmo con otra forma de devoción eterna, ya que substituye a la deidad por el culto al Estado o al hombre.

Nietzsche, al contrario que Stirner, acepta el ateísmo como "constructivo y radical", lo mismo que acepta con todas sus consecuencias el nihilismo y la rebeldía. Su rebeldía parte del "Dios ha muerto", para revolverse contra todo aquello que tiende a substituir falsamente a la divinidad fenecida y acabar construyendo una filosofía del renacimiento. Se suprime a Dios, desde luego, pero para fundar una nueva ética y valores inéditos. Camus, en El hombre rebelde, denuncia la injusticia realizada con Nietzsche por su supuesta interpretación por el nacionalsocialismo. Lo que considera que es un pensamiento "enteramente iluminado por la nobleza" ha sido pervertido hasta la extenuación gracias a un desfile de mentiras. Si el predicamento del superhombre dio lugar a la fabricación metódica de infrahombre, lo que Camus reclamaba era recuperar el grito desesperado de Nietzsche a su época: "Mi conciencia y la vuestra no son ya una misma conciencia" (algo que podemos trasladar a nuestra propia época). No obstante, es posible explicar el crimen resultante del espíritu de rebeldía, si no existe un proceso de purificación posterior. Ese proceso estaba presente en el pensamiento nietzscheano de una forma metódica; si ello se olvida, la lógica de la rebeldía acaba exaltando el mal. Dicha exaltación no estriba en derribar ídolos, sino en el "todo está permitido" (decir que sí a todo), que puede acabar consintiendo el crimen. Este consentimiento adopta también otra forma, y es cuando el esclavo acepta la existencia del amo, en lugar de resistirse al mal.

Para Camus, Nietzsche representa la conciencia más aguda del nihilismo. Gracias a él, el espíritu de rebeldía salta de la simple negación del ideal a la secularización del ideal, la salvación pasa de un terreno sobrenatural a la realidad del mundo. Esta transformación implica una dirección que tiene que ser ahora humana, Nietzsche confiaba plenamente en la evolución y en el devenir. El autor de Así habló Zaratustra no es, obviamente, un pensador libertario, aunque hay que aceptar la gran importancia de este hombre en la historia de la inteligencia y de la libertad. Dentro del proceso positivo (constructivo) de su pensamiento puede haber una lectura libertaria, que a todas luces puede hacerle más justicia que muchas otras que han acabado justificando el crimen y el totalitarismo. Nietzsche, al igual que Stirner, era tremendamente crítico con el socialismo (y la historia le dio la razón, entendiendo socialismo solo en sentido autoritario), al considerarlo una especie de visión religiosa que continuaba confiando en la finalidad de la historia. Recordaremos que el anarquismo es mucho más que una corriente socialista, y entre las autocríticas históricas que podemos realizar está este hecho reduccionista, además de la constante asunción de otras teorías emancipatorias. No podemos ni debemos arrodillarnos ante ninguna abstracción, sobrenatural o terrenal, pero tampoco ante la historia.

Albert Camus afirmó que un hombre rebelde es aquel que dice no (a alguna intrusión considerada intolerable), pero también sí (a un derecho que considera justo). En todo movimiento de rebeldía se da, de manera tácita, un juicio de valor a preservar en medio del peligro. El hombre rebelde adquiere, con su acción, conciencia de un bien (por ejemplo, la libertad) y admitirá el mayor de los sacrificios si ha de ser privado de esa consagración. Es un valor que considerará común a todos los hombres, incluido aquel que lo transgrede oprimiendo a sus semejantes: "la comunidad de las víctimas es la misma que la que une a la victima con el verdugo, pero el verdugo no lo sabe". La rebeldía nace, pues, en el oprimido, pero también puede producirse al observar el perjuicio en el otro; se trataría de una "identificación con el otro" o "reconocimiento en el otro", incluso en hombres que el rebelde puede considerar adversarios, por lo que la rebeldía va mucho más alla que la mera comunidad de intereses.

Camus consideró que el problema de la rebeldía solo cobraba sentido en el pensamiento occidental, ya que su espíritu surge solo donde igualdades teóricas encubren desigualdades de hecho. En las sociedades modernas, gracias a la teoría de la libertad política, se ha producido un incremento de la noción de hombre (debido a la práctica de aquella libertad, y de su insatisfacción correspondiente). De este modo, la conciencia acerca de sus derechos será propia del hombre informado; la conciencia del ser humano va aumentando a medida que crece su experiencia, pero la práctica de la libertad no tiene un crecimiento proporcional al de su conciencia.
En las sociedades sujetas a una tradición, en las que lo sagrado es algo fundamental, no existe problemática real con la rebeldía. Todas las respuestas están ya dadas por esa tradición y el mito ocupa el lugar de la metafísica. El hombre en rebeldía se da antes o después de lo sagrado y volcará su dedicación en una sociedad humana en la que todas las respuestas sean humanas (razonables). Toda interrogación y toda palabra son, pues, rebeldía en la sociedad humana enfrentada a la sociedad sacralizada. La rebeldía constituye, de este modo, una de las dimensiones fundamentales del hombre y una realidad histórica.
La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía (la cual, a su vez, se justifica por aquella), por lo que, si se destruye o niega aquella, la acción rebelde se convertirá en criminal. Lo mismo que no puede prescindir de su valor, el cual busca para todos los individuos, permaneciendo siempre fiel a su nobleza, la rebeldía tampoco puede deshacerse de la memoria: "Para ser, el hombre debe rebelarse, pero su rebeldía ha de respetar el límite que descubre en sí misma y en el que los hombres, al unirse, empiezan a ser".

domingo, 14 de julio de 2013

Religión, anarquismo y posmodernidad



¿Qué hay de cierto en lo que aseguran los pensadores posmodernos? La posmodernidad se caracteriza por la crítica a cualquier discurso totalizante, algo que debería poner en cuestión a las religiones y a todo tipo de dogmatismo. Lejos de esto, lo que llaman "época posmoderna" ha abierto la puerta a toda suerte de creencias espirituales y seudocientíficas. ¿Existe algo llamado "anarquismo" posmoderno? Defendemos que las ideas libertarias, con su huida de toda solución definitiva y de toda trascendencia, y con su convicción en la transformación de la vida para abrir nuevas posibilidades inmanentes, han sido la excepción entre las corrientes surgidas en la modernidad

La llamada posmodernidad ha aumentado la sospecha sobre la razón, que ya iniciaron otros autores en los dos últimos siglos. El cuestionamiento del racionalismo moderno ha desembocado, en gran medida, en un abierto desencanto de la razón. Si se llegó a confiar en la existencia de un "mundo verdadero", por encima de las meras experiencias, en una realidad última o fundamento, ahora los posmodernos consideran que solo es posible un "pensamiento débil" que conduce al relativismo. Lo paradójico es que la religión, que se afana también en la búsqueda de esa "realidad última", de un absoluto, debería ser lo más opuesto a los rasgos que presenta la posmodernidad. Lyotard, autor en los años 70 de conocidos ensayos sobre la posmodernidad, consideró que los relatos religiosos configuran la visión del mundo, es decir, lo que puede decirse dentro de una determinada cultura; así, la religión supondría también uno de esos grandes discursos o metarrelatos denunciables por la posmodernidad. Sin embargo, al denunciar también la razón como constructora de la realidad, al considerarla también como un "absoluto", se produce cierto respeto por el misterio presente en la inescrutable pluralidad de lo real y se prima la experiencia sobre el conocimiento para abordar las grandes cuestiones de la vida.

Alguien dijo que esa necesaria deconstrucción posmoderna de los grandes ídolos fabricados por la humanidad, había dejado el altar vacío, por lo que no tardaba en erigirse alguno nuevo fundamentado en la irracionalidad. Es decir, podemos estar de acuerdo en la crítica al absoluto, fundamento del autoritarismo, se presente como se presente, y a la pretensión de agotar todo el conocimiento sobre la realidad (algo que la ciencia, objeto de las críticas posmodernas al considerarla un discurso más sobre la realidad, no puede ni debe hacer), pero de ninguna manera es aceptable el abandono de la razón crítica y la introducción a una relativismo radical. Por otra parte, hay que aceptar que el pensamiento religioso tradicional, con sus pretensiones dogmáticas objetivas, ha dejado paso, en gran medida, a una fe basada en la experiencia individual más acorde con los rasgos posmodernos que hemos tratado. Por supuesto, no estamos de acuerdo con los que argumentan que la anulación de lo sagrado tradicional explica la apertura de algunas personas a aberraciones "espiritualistas" y seudocientíficas; tampoco con ese otro, en la misma línea, de que el vaciamiento de misterio de la religión conduce a lo banal y a lo esotérico. Consideramos que todos estos argumentos religiosos, que consideran que el ser humano busca irremediablemente un sentido "trascendente" a una vida finita, son tremendamente reduccionistas y herederos de una vieja tradición.

Recapitulando, recordemos que el pensamiento posmoderno supone una crítica radical a todo proyecto y normativa histórica totalizante; así, el enemigo es, tanto la modernidad como cualquier otro proyecto de estas características, con pretensiones globalizantes y de orientación general en la vida. Alguien definió la posmodernidad como una suerte de nihilismo sin pretensión alguna; ya hemos visto que esto no es siempre así y se abre la puerta a nuevas formas de religiosidad, de abandono al misterio y de abierta irracionalidad. Se ha querido ver, dentro los pensadores posmodernos, una reivindicación de Nietzsche: un nihilismo que suponga la desaparición de Dios y de su rastro. Cierto ateísmo, en la órbita de Feuerbach, Marx o Freud, lo que hacía es arrebatar a Dios unos valores para entregárselos a la humanidad; una especie de reacción humanista frente a la concepción alienante de la divinidad y la religión. Este proyecto humanista conllevaba unos ideales culturales y sociales en los que el ser humano era ya realmente el responsable de la nueva edificación terrenal; se hacía especial énfasis en la organización racional de la sociedad, en el conocimiento científico y en la política para lograr una mayor libertad y la emancipación social.

Sin embargo, la posmodernidad ha supuesto poner en cuestión este proyecto humanista. El ateísmo posmoderno no quiera acabar con Dios para entronizar o glorificar al hombre, supone un nihilismo positivo en el que el fin de la divinidad y de los valores supremos abre nuevas potencialidades. Desde nuestro punto de vista, que tantas veces hemos reivindicado la línea de la razón crítica humanista de Feuerbach y Bakunin, también advertimos sobre la necesidad de la tensión nihilista fundada en un Stirner o en un Nietzsche para superar cualquier tentación intelectualmente totalizante y políticamente totalitaria. ¿Qué tiene que decir el anarquismo a todo esto? Aceptando que hay que tener en cuanta algunos de los rasgos posmodernos, no consideramos adecuado colocar un apelativo al anarquismo como posmoderno si ello supone la renuncia a toda conexión histórica. Y esto es así porque hay que considerar al anarquismo como la excepción dentro de las corrientes políticas e ideológicas surgidas en la modernidad; su aspiración antiautoritaria, su renuncia a todo dogmatismo y su confianza en la experiencia como camino para una sociedad mejor nos conducen a ello. El anarquismo, huelga decirlo, no es un sistema cerrado creado de una vez, no posee todas las soluciones para los problemas humanos ni cree en verdades absolutas; a pesar de la confianza en el progreso y en el en el perfeccionamiento del conocimiento que pudieran tener, esta postura ya existía en los pensadores ácratas decimonónicos. Incluso, Malatesta consideró la anarquía como un bello ideal, pero variable y transformable según las interpretaciones de la realidad histórica; el anarquismo supone un medio para transformar la vida y la sociedad, pero siempre con la puerta abierta a varias soluciones buscando las mejores en la medida de lo posible.

Así pues, el anarquismo no ha tenido ni tiene ninguna pretensión "totalizante", objeto de las críticas de los posmodernos. El anarquismo no es, por supuesto, una religión y podemos discutir hasta qué punto es "solo" una ideología; creo que puede afirmarse que siempre se ha huido de un idealismo de corte espiritual o religioso, que juzga la vida terrena según una supuesta realidad superior (incluida una utopía trasladable a un hipotético futuro). En definitiva, el anarquismo confió siempre, frente a la trascendencia, en las posibilidades de la inmanencia; desde este punto de vista, nada debe proceder del exterior, se llame Dios, Ley o Estado. Incluso, Bakunin,  precisó que lo que entendía por naturaleza era "la suma de las transformaciones reales de las cosas"; todo en la vida es movimiento y acción, "ser no significa otra cosa que hacer". Creo que esta postura es inherente a todo anarquista que se precie, la convicción en la permanente transformación de la vida; desde este punto de vida, lo posible es algo ya real. Frente a toda respuesta dada para siempre y a todo realidad última, de corte trascendente, el anarquismo abre la puerta a una infinidad de posibilidades inmanentes basadas en la libre experimentación.

A modo de conclusión, defendemos en este texto como punto de partida la tradición de la razón crítica iniciada en la modernidad y continuada en el anarquismo; aceptamos la tensión nihilista de los postulados de un Stirner, en base al desarrollo de la personalidad individual, no como construcción de un nuevo absoluto basado en el yo, ya que el mismo está inevitablemente vinculado a la vida social, ni como destrucción total de los valores, sino como una permanente puesta al día de los mismos; aceptando algunas de las críticas posmodernas, como son la crítica radical a cualquier discurso totalizante y a cualquier absoluto (todo en la existencia está sujeto a la concurrencia de todas las partes, de ahí la noción de solidaridad), consideramos que el anarquismo nunca tuvo tal pretensión con su convicción en la permanente transformación y su renuncia a toda solución definitiva. Por otra parte, frente a todo valor trascendente, que se derivaría de una realidad superior o de una mundo de las ideas (al modo fundado en Platón), se apuesta por ampliar el horizonte a múltiples posibilidades inmanentes de corte antiautoritario.

jueves, 11 de julio de 2013

El pensar ateo

A vueltas con las creencias religiosas y el ateísmo. No es un tema fácil de resolver, no hemos negado nunca que tiene demasiadas aristas como para usar argumentos manidos y querer dar respuestas sencillas; por ello, precisamente, queremos invitar de nuevo a la reflexión. Esta vez, recuperamos un texto, inédito en este blog, escrito para para el periódico anarquista Tierra y libertad y publicado en octubre de 2006

No se trata de incitar a creer o no creer, ni siquiera de afirmar o no la existencia de una voluntad divina, o de toda una legión de dioses -naturalmente, y "créanme" ustedes, lo más probable es que no exista tal cosa-, se trata de invitar a la reflexión crítica de las creencias religiosas, de sus doctrinas asfixiantes y de sus verdades reveladas. Para empezar, pediría por favor, para enfrentarnos a un debate serio, que dejemos a un lado el tan manido y reduccionista "el ser humano necesita creer en algo" o el lamentable a estas alturas "la religión nos otorga los valores, la separación entre el bien y el mal". Efectivamente, todos los seres humanos, como seres conscientes y racionales, necesitamos y debemos creer en multitud de cosas; pero ninguna creencia resulta más bella que todo lo que atañe a este mundo, a su mejora y armonía, a todo lo que resulta terrenal -sí, por supuesto, la creencia de formas de organizaciones sociales más libres y justas-, pero también a todo lo que afecta a los sentimientos, al cultivo de los valores, del alma si se quiere -concepto al que permito arrebatar toda connotación mística y que me atrevo a definir como nuestra fuerza vital, nuestro desarrollo sensitivo e intelectual-.

Muchos afirmarán que todo esto está muy bien pero que sus creencias son una cuestión de fe, un terreno personal donde nadie puede inmiscuirse, y nada más lejos de mi intención -pretendiendo ser consecuente con un comportamiento libertario- que hacerlo. Sin embargo, es necesario aclarar que la religión es algo más que una cuestión de fe, es un asunto también de verdades reveladas -existen tantas como religiones- donde el hombre es incapaz de llegar por sí solo a esclarecer la supuesta existencia de la divinidad y debe acatar, sin capacidad crítica, ciertos textos elaborados por personas "escogidas" en "comunicación" con la voluntad divina y su verdad reveladora. Aquí es donde existe pleno derecho para toda objeción libertaria y donde el ateísmo cobra su fuerza, cuando tratan de desprender al hombre de su capacidad racional, de su pensamiento o crítica, y es algo que las religiones, en mayor o menor medida, han tratado siempre de realizar. La fe por lo tanto no es válida por sí misma para conformar toda una creencia religiosa. A la creencia en un dios -sea cual fuere el origen de tal cosa- siguió la creación de instituciones religiosas de naturaleza, obviamente, dogmática y autoritaria y de todo un cuerpo clerical al servicio de una determinada teología y cosmogonía sujeta a verdades inamovibles -y que solo será cuestión de tiempo revelar su falsedad, no vale adaptarse a los tiempos venideros-. Ninguna religión, construida en base a verdades irrefutables, puede resistir el paso del tiempo y a los avances en el pensamiento y en el conocimiento científico; honesto sería por parte de esos miembros eclesiásticos, en lugar de pedir perdón tarde, mal y nunca por haber perseguido a la gente que dijo la verdad o que miraba hacia adelante, el reconocer su efímera existencia y su pertenencia a un determinado tiempo histórico. Mucho pedir es esto, y si algunas religiones se refugian en el inmovilismo integrista, otras tratan de adaptarse a una civilización occidental "laica" -o aconfesional, como se define el Estado español- y "democrática", revelando la debilidad de tales términos en nuestra sociedad, donde los diversos poderes, estatales o religiosos -dejemos lo económico para otro momento-, continuan reclamando miserablemente su parte del pastel.


Se creerá, si ello tranquiliza o si resulta atractivo para el usuario, en el paraíso cristiano, en el nirvana budista, en las altas aspiraciones totalizadoras musulmanas -no voy a entrar en qué creencia genera más alto grado de fanatismo, aunque el islamismo no parece admitir heterodoxias-, en todo el rico panteón hinduista o en cualquier creencia neo-pagana... pero todo ello parece obedecer a una necesidad del ser humano por tratar de dar una explicación a las fuerzas del universo, una explicación que se vuelve más compleja a medida que avanza la civilización pero en cuya base se sigue encontrando esa asunción por parte del hombre de su pequeñez e ignorancia -cosa que no me parece mal si se utiliza como punto de partida y no para colocarle en una posición de sumisión como pretende la teología-; a pesar del gran terreno que ha ganado el pensamiento crítico y racional, continúa subyaciendo lo que ha constituido la esencia del poder religioso: la fabricación de mentes sumisas -para evitar esto es imprescindible obviar en la educación y formación de un niño la idea de toda especulación religiosa-, la resignación ante un mundo terrible e incognoscible, con sus numerosas injusticias perpetuadas; finalmente, la única esperanza resulta un más allá fabulado en origen por no se sabe muy bien quién. Desde el pensar ateo, podemos estudiar y analizar toda esa historia de las religiones -incluidas todas las imposiciones y derramamiento de sangre que han llevado, y que siguen llevando a cabo- para desprendernos de todos nuestros temores y llegar lo más lejos posible en una explicación racional del universo.
Resulta curioso que Mariano Rajoy -cabeza mayor del partido político que mejor defiende los intereses de la Iglesia católica, y de cuya mano camina en manifestaciones en los últimos tiempos- se permita continuamente llamar "antiguos" a personas que están a su izquierda y que encuentran motivos sólidos para la protesta en las calles. La derecha de este país, abandonado -y negado en varias ocasiones- su glorioso pasado, abraza la "modernidad" económica pero se mantiene en un reaccionarismo moral que debemos empujar hacia el abismo de una vez por todas. La desacralización de la sociedad en base a la razón crítica -incluso en muchos que insisten en manifestarse fieles a una determinada tradición religiosa- es un hecho y no debemos permitir que los verdaderos "antiguos" lo impidan.

La tradición atea

La historia de la humanidad en este conflicto entre razón y fe no es lineal. Dentro de los sofistas griegos, hubo ya pensadores que o bien negaron la existencia de dioses o, al menos, consideraban que la actividad humana quedaba libre de su intervención. Este libre pensar que se dio en diversas etapas del mundo griego antiguo fue finalmente aplastado por el cristianismo. La Edad Media, época negativa también en lo que atañe a la libertad de pensamiento, no recoge testimonios de una concepción realmente atea; cualquier crítica a la religión dominante era duramente castigada. Siglos más tarde, llegaría el comienzo de la modernidad y la revolución científica con el Renacimiento; no es esta una época que pueda decirse exenta de la idea de una voluntad divina -en ese aspecto, hubo una continuidad con el medievo, siendo el ateísmo considerado inmoral y criminal- pero sí resulta magnífica en cuanto al abono para un pensamiento independiente, racionalista y científico. Finalmente, con la llegada de la Ilustración, las fuerzas religiosas no pueden ya negar el poder de la razón y de la sociedad civil. El siglo XIX, con sus grandes avances en antropología y biología -especialmente, con la teoría de la evolución de Darwin- es ya muy proclive a la posición atea. Poco después, el ateísmo será ya habitual en científicos, racionalistas y humanistas. La expansión y solidez de la nueva visión atea durante el siglo XX tuvo su expresión en la cuestión política; desgraciadamente, es erróneo el ejemplo que se suele dar de ello -muy bien aprovechado por la Iglesia católica, convertida por obra y gracia de vaya usted a saber qué, o quién, en defensora de las libertades- que son los grandes Estados totalitarios comunistas, tremendamente represivos y anuladores del libre pensamiento; en ellos se generó otro tipo de religión -una visión doctrinaria de la historia y de la cuestión social- y trató de interiorizarse la adoración a la inequívoca voluntad del jefe o líder "benefactor".
Algunas religiones, con gran influencia en algunos países y confundidas con el poder estatal, ante este empuje histórico se repliegan en un odioso integrismo; ante ello, es necesario demostrar la superioridad de una sociedad y moral auténticamente láicas, con mayor libertad e igualdad, con una defensa feroz de los derechos humanos y que despierte en todas las personas del planeta, sea cual fuere la tradición de la que vengan, una conciencia y rebeldía libertaria.

Puntos de vista anarquistas

Ya Daniel Guérin escribió que los anarquistas tuvieron que entregarse, para liberar al hombre y dotarle de la capacidad de entender y dominar el mundo, a una gran tarea de "desacralización"; en tamaña empresa entraba la eliminación de todo dogma heredado por generaciones precedentes. Bakunin, en su obra Dios y el Estado, asentaría los objetivos principales de los anarquistas: acabar con la autoritaria idea de una voluntad divina por encima del hombre, confundida con la idea de la autoridad civil. El gigante ruso estuvo muy influido en su pensamiento por el filósofo Feuerbach: la idea de los dioses es ficticia, creada por el hombre a su imagen y semejanza, de acuerdo con sus necesidades, deseos y angustias; por lo tanto, las religiones debían ser comprendidas, además de criticadas, y era necesaria la reducción de la teología a la antropología. Se puede decir que el anarquismo, en el siglo en que vio la luz, adoptó un materialismo que conectaba con el pensamiento de la antigua Grecia -Demócrito, Epicuro- en su búsqueda de una explicación del universo al margen de toda fuerza espiritual o sobrenatural; la humanidad debe contener en sí misma toda fuerza regeneradora y debía depositar en su propio esfuerzo social toda esperanza. Los anarquistas herederaron el espíritu anticlerical de la Revolución francesa pero fueron mucho más allá al tratar de eliminar todo deísmo; sin embargo, trataron de ocupar el lugar autoritario de una divinidad suprema con nociones idealizadas como la de la justicia, la razón, la ciencia, la naturaleza o el mismo hombre. Son bellos conceptos, no cabe duda, pero sometidos, por supuesto, a un análisis constante y a un espíritu crítico para no caer en nuevas formas de dogmatismo.
Hay que mencionar opiniones diferentes dentro de la heterodoxia ácrata, como es la de ese gran libertario, y mejor persona, que fue Errico Malatesta. Ateo convencido, poco amigo de especulaciones filosóficas y consecuente con el tiempo que le tocó vivir, no trataba de extrapolar su propia visión al conjunto de la humanidad, ni de hacer depender el ideal ácrata de una determinada concepción materialista del origen del universo; es decir, apartaba la idea de Dios de la de la revolución libertaria y su profundo humanismo le hacía considerar que una persona creyente no tendería necesariamente hacia la obediencia y la resignación, al mismo tiempo que podía amar el ideal fraterno y libertario. Naturalmente, Malatesta sí se planteaba la presencia de una voluntad divina como un límite a la libertad del hombre, aunque de manera más flexible que otros anarquistas y concretada en ese clero que había impuesto a lo largo de la Historia unas determinadas creencias -más crítico con el autoritarismo eclesiástico que con lo absurdo de sus creencias-.

domingo, 7 de julio de 2013

Marxistas, marxianos y derivados

Puede hablarse de tres forma de entender el marxismo: (I) El propio pensamiento de Marx, tomado en su conjunto, bajo el aspecto de una evolución total o atendiendo principalmente a alguna de sus etapas; así, ese pensamiento incluiría un método, una serie de supuestos, un conjunto de ideas de distinta índole y multitud de reglas de aplicación, tanto teóricas como prácticas; (II) Un grupo de doctrinas, filosóficas, sociales, económicas y políticas, fundadas en una forma de interpretación del marxismo y tendiendo a sus sistematización; Engels dio forma definida a este grupo de doctrinas, para luego ser transformado por Lenin y dar lugar al llamado "marxismo ortodoxo"; (III) Por último, existen una muy variada serie de interpretaciones originadas en diversas épocas y formadas según distintas tradiciones, temperamentos o circunstancias históricas (ejemplos pueden ser las interpretaciones alejadas del "marxismo ortodoxo", el llamado "marxismo occidental", el maoísmo, algunos intentos de reavivar el marxismo retornando a las fuentes…). De un modo más general, se ha llamado marxismo también a los métodos, doctrinas e ideales políticos adoptados en diversos países en el momento de la lucha contra el imperialismo y el colonialismo. Como ya se ha insistido en muchas ocasiones, la apelación al marxismo se produjo de manera tan indiscriminada, que a menudo parecía perder su significado. En cualquier caso, puede hablarse de elementos comunes a toda interpretación de Marx, como es el caso de las doctrinas del materialismo histórico y del materialismo dialéctico.

Dicho esto, puede decirse que empleamos la palabra "marxista" para aludir a los que siguen las teorías de Marx (aunque, más bien olvidando a Engels, que tanto aportó y tanto trató de sistematizar). Sin embargo, existe el vocablo "marxiano", creo que más utilizado por especialistas y que tantas veces hemos tomado como sinónimo de aquel. No, no se trata de una broma para traer a colación al genial Groucho, aunque el que suscribe se considera abiertamente "marxiano" si ello alude a los geniales cómicos judíos. Hablando en serio y volviendo al autor alemán, aunque yo creo que no hay un criterio único en castellano para el empleo de un término u otro, y tampoco es que esa distinción sea muy habitual en castellano, existe "marxismo" y existe "marxiano". La interpretación más general del asunto dice que "marxiano" alude a las conclusiones e ideas que Marx expresa en su obra, mientras que "marxista" sería cualquier teoría derivada por otros autores considerada dentro de la tradición ideológica originada en el autor de El capital.

En el libro Marxismo para principiantes, que parece pretender apartarse de la ortodoxia que no tardó en aparecer después de Marx, se dice lo siguiente:
Marxismo-marxiano-marxista: El marxismo es una teoría crítica de la sociedad capitalista que promueve en todo el mundo una práctica política de emancipación, rebeldía, resistencia, liberación y revolución. Presupone una concepción del mundo y de la vida, de la historia y del sujeto, expresada desde el punto de vista de las oprimidas y los explotados. Como teoría crítica constituye un saber abierto. Es científica, filosófica, ideológica, ética y política al mismo tiempo. El término marxiano es más “técnico”. Hace referencia a los textos escritos exclusivamente por Karl Marx. El término marxista alude a los escritos, al pensamiento y a las tradiciones políticas no sólo de Marx sino también de sus seguidores y partidarios posteriores, hasta hoy en día.
Como es evidente, el asunto no es tan sencillo y otras interpretaciones aseguran que "marxiano" es todo aquel que considera algunos presupuestos teóricos de Marx (como pueden ser la dialéctica o la teoría de la plusvalía), pero sin asumir la praxis política ni el comunismo. Así, desde este criterio, el marxista asumiría tanto la teoría como las conclusiones prácticas de las teorías de Marx.

También de modo general, es posible que los que hayan querido huir del dogmatismo, en que no pocas veces han desembocado las teorías de Marx, hayan preferido hablar de "marxiano" o de "teorías marxianas". A algunos ortodoxos marxistas se les llevaron los demonios cuando vieron esta distinción y se cuestionaban algunas verdades "definitivas" establecidas por el "maestro". En cualquier caso, es más habitual, cuando no nos referimos al marxismo oficial iniciado con Lenin y el régimen soviético, hablar de "marxismo no ortodoxo" o "marxismo heterodoxo". No obstante, es una distinción que resulta también cuestionable, ya que hablar de ortodoxia y heterodoxia en el marxismo implica tal variedad de formas, que acaba por significar más bien poco. Este galimatías empeora si observamos la infinidad de autores que destacan un aspecto u otro de las teorías de Marx: sus rasgos humanistas, su carácter científico, las raíces hegelianas o la negación de las mismas, la teorías sociales, la práctica revolucionaria… Todo esto lleva a pensar si los que se han considerado marxistas (que no marxianos, si seguimos la distinción general entre ambos términos) han tenido del todo claro las teorías originales del autor, con todo lo que eso parecer tener de dificultad para ser sistematizada y, mucho más rechazable, tomarlo como una doctrina definitiva para analizar las sociedades humanas.

martes, 2 de julio de 2013

Rosa Luxemburgo, la antítesis del comunismo totalitario

Leyendo los textos de Rosa Luxemburgo se puede apreciar en qué medida se oponen al espíritu totalitario que caracterizó el comunismo nacido en la revolución rusa de 1917. Una crítica lúcida al desarrollo del socialismo de Estado no puede limitarse a Stalin, como tantas veces se hace, sino comenzar con Lenin y Trotski. El militarismo prusiano asesinó de forma canalla, en la noche del 15 de enero de 1919, tanto a Luxemburgo como a su compañero Karl Liebknecht, dos destacadas figuras del movimiento socialista alemán de comienzos del siglo XX. Rosa Luxemburgo nació en 1871 en la región polaca de Galizia, en el seno de una rica familia judía, y a los 18 años ya tiene que abandonar el país por su actividad revolucionaria. A partir de 1896, Alemania se convierte en el centro de su militancia; en 1905, participará en el intento revolucionario ruso de aquel año, por lo que estuvo cautiva en una fortaleza en Varsovia. Si militó durante cierto tiempo en el Partido Socialdemócrata Alemán, en 1914 se desengañaría por la traición cometida a la causa obrera y fundó el "Grupo Internacional", que se transformaría luego en la Liga Espartaquista y más tarde, a finales de 1918, en el Partido Comunista de Alemania.

Muchos han visto en Rosa Luxemburgo una figura, además de muy importante para el socialismo revolucionario, íntegra y exenta del autoritarismo de Lenin y otros marxistas. Tal y como se ha expresado, el comunismo deseado por esta mujer es la antítesis del desarrollado a nivel internacional a lo largo del siglo XX. Por un lado, Luxemburgo vivió en una época en que la socialdemocracia alemana estaba empezando a convertir la doctrina de Marx en un foco de revisionismo y reformismo; esta autora se distanció de esas corrientes oportunistas en infinidad de artículos, plasmados luego en la obra Reforma social o revolución. No obstante, en esos textos Luxemburgo hace gala de cierta ortodoxia marxista que redundaba en el sectarismo, lo cual le conducía a no reconocer otro socialismo que no fuera el de su maestro. En ese momento, todavía se quiere ver la revolución proletaria como una necesidad dependiente de las condiciones económicas, tal y como formuló Marx en El capital; si más tarde reivindicará, de forma más lúcida, la lucha sindical y la espontaneidad obrera, en ese momento para ella son asuntos menores. Según esta visión, se subordinaba la clase trabajadora al partido, algo que Lenin luego llevaría hasta las últimas consecuencias; insistimos en que más tarde Luxemburgo se apartará de esta postura elitista.

La experiencia revolucionaria de 1905 le hará cambiar de opinión y redacta un año más tarde el folleto Huelga de masas, partido y sindicatos; ella misma reconocerá que su opinión sobre la huelga general se había convertido en obsoleta (recordemos que Engels ya trató de ridiculizar, en un panfleto contra Bakunin de 1873, la huelga general como método revolucionario). Luxemburgo reivindica ahora lo que ya estaba haciendo el sindicalismo revolucionario de influencia anarquista, en Francia y en general en los países latinos, desde finales del siglo XIX. No obstante, la autora sigue depositando en última instancia en el Partido Socialdemócrata los intereses del proletariado; a pesar de ello, existe una fuerte reivindicación del carácter popular y espontáneo de toda situación revolucionaria y una crítica a toda organización "desde arriba". En definitiva, Luxemburgo, en una fase de maduración de su pensamiento, concede a la masa trabajadora una gran capacidad creadora y revolucionaria, y de manera implícita se niegan algunas concepciones de Marx y Engels en cuestiones de estrategia y se realiza una crítica anticipada a la visión leninista de la revolución como una férrea disciplina organizada en el partido.

Ya en 1904, Luxemburgo criticaría el ultrancentrismo de Lenin, que consideraba animado por un espíritu policial, y le acusaba de introducir los esquemas conspirativas heredados de Blanqui en la socialdemocracia rusa; la autora hace ver aquí, ya de manera inequívoca, su repugnancia por la excesiva centralización y por la hegemonía de una élite profesional de revolucionarios. Con la revolución bolchequive, denunciará con fuerza el cesarismo impuesto por Lenin y Trotski a las masas rusas; los tres puntos básicos que criticó fueron la supresión de la democracia, la reforma agraria y el problema de las nacionalidades, por supuesto desde una óptica revolucionaria. El programa de la Liga Espartaquista dirá lo siguiente: "El carácter de la sociedad socialista consiste en el hecho de que la masa obrera deja de ser un masa dirigida y se convierte en el propio protagonista de la vida político-económica, que pasa a dirigir ella misma en consciente y libre autodeterminación"; según este programa, el Estado en todos sus niveles es sustituido por los órganos de los trabajadores. Frente al centralismo y jerarquización bolcheviques, Luxemburgo aboga por una socialismo descentralizado, proletario y radicalmente horizontal; los puntos en común con el anarquismo son innegables, a pesar de que se manejan todavía ciertos conceptos marxistas discutibles. Otro aspecto loable de Luxemburgo es su rechazo del terror revolucionario, su desprecio absoluto del crimen como medio para alcanzar objetivos revolucionarios.

Rosa Luxemburgo es tal vez la primera figura revolucionaria, dentro del campo marxista, que puso en cuestión las tesis del maestro desde posiciones netamente socialistas y con intenciones científicas; así ocurre en la obra La acumulación del capital, escrita en 1912. La ortodoxia marxista recibió con hostilidad un libro que refutaba algunas de las tesis expuestas en El capital; así, si Marx creía que el capitalismo estaba abocado una catástrofe final, por la imposibilidad del proletariado de absorber la producción, Luxemburgo piensa que la crisis se producirá porque las posibilidades de expansión y de explotación de las zonas subdesarrolladas serán cada vez menores y la lucha entre los países capitalistas irá a peor. Aunque la tesis de Luxemburgo, como es lógico, tengan que ser puestas al día, suponen un avance respecto a lo predicho por Marx y anticipa lúcidamente la expansión imperialista del capitalismo moderno. Dos años después de haberse escrito la obra de Luxemburgo, estallaba la Primera Guerra Mundial y se confirmaban algunas de sus tesis, la lucha de intereses de las grandes potencias europeas por los colonias y por los mercados.