viernes, 24 de enero de 2014

El progreso y los anarquistas

A propósito de ciertas tendencias, en la actualidad, de devastadora crítica al progreso, y a otros conceptos propios del proyecto de la modernidad como es el de "revolución", resulta importante y revitalizador revisar el pensamiento de autores libertarios al respecto.


La crítica, obvia, a toda visión teleológica de la historia (es decir, a buscar un proceso lineal en la misma que nos conducirá hacia un futuro óptimo) no debe llevarnos al cinismo ni a la simplificación. Una cosa es el pensamiento crítico, siempre necesario, y otra la falta de análisis hacia los mecanismos (no meramente la dominación, que sigue siendo evidente por muy sutil que se presente) que han hecho triunfar una determinada noción de progreso, solo vinculada a un sistema pernicioso como es el capitalismo, cuyos efectos son desastrosos a muchos niveles, tanto en el aspecto sociológico, como en el sicológico. Es una etapa confusa la que vivimos, por lo que es más primordial que nunca ser lúcidos y coherentes en la crítica a la dominación (estatismo), a un sistema económico devastador (aunque la industrialización puede adoptar otras formas racionales, no depredadoras) y tratando de dar sentido a una noción del progreso emancipadora (la libertad negativa sería solo un primer paso, liberación de las ataduras, para construir una libertad positiva, crear el contexto adecuado para ejercerla, el cual solo pasa por el principio de solidaridad como cohesión social y como garante de la libertad individual). Repasemos ahora la visión que autores denominados libertarios tenían sobre estos importantes conceptos, ya que jamás la crítica pasa por una simple tabla rasa, y el conocimiento continúa siendo una poderosa herramienta de emancipación (y de innovación).

El desarrollo histórico e individual
Puede considerarse el hecho de la revolución social como una de las ideas esenciales del siglo XIX, y Proudhon es uno de los autores que no deja en toda su obra de definir ese concepto. Naturalmente, todo anarquista sabe que esa revolución no cambiará a unos políticos por otros ni tampoco se hará modificando una Constitución, solo puede realizarse transformando los fundamentos económicos de la sociedad y organizando las relaciones sociales sobre nuevas bases. Desde un punto de vista sociológico, el acto revolucionario para Proudhon es el punto donde convergen todos los conceptos necesarios para transformar la sociedad. Pierre Ansart distingue al menos tres actitudes en el francés sobre la revolución y su necesidad histórica1: en sus primeros escritos, parece no conciliar bien entre ese determinismo histórico que debe conducir a la transformación social y a la existencia de un proyecto que la propicie; a medida que insiste en esa necesidad histórica, es posible que reduzca el carácter y la importancia de la acción revolucionaria; en sus últimos escritos, parece aminorar el carácter dramático e incierto de la evolución y tiende a limitar el determinismo histórico y a considerar la revolución como una práctica innovadora (no tanto el resultado de un devenir). Hoy, somos ferozmente críticos con toda visión teleológica que supuestamente nos conduzca a un futuro óptimo, en aras de elaborar un proyecto antiautoritario, sin renuncia alguna al deseo y la voluntad, con mayor horizonte para la razón y la ética en la práctica.
No obstante, Proudhon tiene una confianza enorme en la revolución como fenómeno ineludible, incluso llega a considerar que se encuentra permanentemente en la historia, por lo que no habrían existido varias revoluciones y sí una constante que no puede ser tampoco frenada. La revolución sería una fuerza imparable que se fortalece y aumenta ante cualquier resistencia que encuentre. Incluso, considera Proudhon que la más prudente de las políticas solo deja que "la evolución eterna de la humanidad" avance insensiblemente y sin ruido en lugar de a grandes zancadas. La revolución, pese a todos los obstáculos, siempre avanza. Como ocurre en otros conceptos en el pensamiento del autor de ¿Qué es la propiedad?, como es su idea de la justicia, hay que observar una intención casi trascendente cuando habla de la revolución, la cual parece tomar el lugar de la providencia2. Proudhon concibe la sociedad del mañana, naturalmente, como una sociedad sin gobierno con más facilidad que cualquier otro modelo. La humanidad vendría de un estado similar al de una crisálida que debe, de forma casi ineluctable, convertirse en mariposa para alcanzar el vuelo y la luz. Pero el ataque a los gobiernos del pensamiento proudhoniano es un ataque a toda fórmula preconcebida, por lo que resulta necesario atajar ese prejuicio mediante la crítica directa a la institución gubernamental. La revolución francesa, por ejemplo, solo habría promovido cambios políticos, cayendo de nuevo en el error de fundar un nuevo gobierno, sin concluir los cambios económicos que demandaba la muerte del feudalismo. La sociedad futura ideal, en la que el hombre habrá alcanzado una mayoría de edad, será una sociedad sin gobiernos y sin partidos. La revolución es identificada por Proudhon con la anarquía, pero siempre construida "desde abajo". De hecho, conocida es su denuncia de aquellos que desean ser revolucionarios "desde arriba", formando parte de un gobierno e imponiendo el "progreso". Naturalmente, su visión es que solo la revolución hecha por la base, por iniciativa de los trabajadores y sin autoridad externa, es la auténticamente progresista. Es la oportunidad que obtienen las personas para aprender a organizarse ellas mismas.

Podemos ser críticos con la esta visión proudhoniana de la revolución como algo inevitable, cuestionando los efectos nocivos del avance científico, como instrumento del poder, y de la industrialización, aunque existan ciertas señas de identidad que forman parte ya del anarquismo. De igual modo, la ausencia de teorías rígidas en el anarquismo, de sistematización y de dogmatismo, ayuda también a contemplar las visiones en el pasado, contextualizándolas adecuadamente, con nuevo oxígeno. Uno de los conceptos generales del anarquismo clásico nos habla de la sociedad humana como parte del mundo de la naturaleza, y es el hombre el que construye la libertad gracias al trabajo y la cooperación, solo limitado por las propias leyes naturales. Otros autores posteriores, como Kropotkin, trataron de demostrar científicamente que la sociedad libertaria podía ser una realidad3. ¿Es este tipo de sociedad algo que se alcanzará mediante una evolución o gracias a una revolución?, ¿alcanzará la humanidad esa deseada "mayoría de edad"?, ¿siguen existiendo meramente obstáculos que dificultan ese progreso? Ésta última cuestión es tal vez uno de los pensamientos más recurrentes en el hombre común, eminentemente conservador. Hay motivos para ser muy críticos con una noción del progreso insertada en el imaginario de las sociedades industriales, estatistas y capitalistas; igualmente con la consideración de un futuro halagüeño para la humanidad siguiendo por este sendero, e incluso con proyectos revolucionarios de dudosa naturaleza. Lo que no debería faltar nunca es nuestra voluntad y nuestro deseo "revolucionarios", de una sociedad sin dominación de ninguna clase4.
Bakunin aceptaba que, observando la historia como una guerra de dominio permanente, las teorías de Darwin sobre el mundo orgánico eran correctas. Pero si esa ley, la de la lucha por la existencia, podía ser determinista en la vida animal la gran pregunta es si de igual modo lo es en el mundo humano y social. Por supuesto, la respuesta es negativa. Al igual que Marx, Bakunin pensaba que todas las guerras tienen una motivación primordialmente económica. Sus palabras tienen una innegable actualidad, a comienzos de un siglo XXI en el que los conflictos bélicos permanecen, cuando afirma que encubiertas bajo la apariencia de la humanidad y del derecho existe la tendencia detrás de ellos, por parte de algunas personas, de vivir y prosperar a expensas de otros. La apropiación de la riqueza y la explotación del trabajo ajeno está detrás de los hombres que dirigen los Estados, y una masa de personas se ven persuadidas por una cháchara de ayuda humanitaria o de instauración de un régimen político más benévolo. Curiosamente, esto que se puede llamar "idealismo político" lo equiparaba Bakunin con el "idealismo religioso", ya que era su aplicación mundana terrenal, ambos igualmente perniciosos5.
Las fases del desarrollo histórico, para el anarquista ruso, habrían comenzado con un estado de salvajismo, en el que se daba incluso el canibalismo, como animal carnívoro que es el hombre, y habría llegado hasta una época en que la gran aspiración sería la asociación universal, la producción colectiva y la participación de todos en el consumo de la riqueza. Entre ambos polos, se produce una gran tragedia que todavía perdura, con las etapas de la esclavitud, la servidumbre y la servidumbre a sueldo. Solo al final llegaría la era de la fraternidad universal. Este comienzo del hombre, insertado en una lucha animal, debe atravesar diversos grados durante el desarrollo histórico hasta desembocar en una organización humana de la vida. La guerra es una conquista constante de los medios de existencia, y al igual que la civilización, pasa por diversas fases marcada por el desarrollo de las necesidades humanas y de los medios para satisfacerlas6.

Si en un determinado momento, el hombre se afirmó como un animal pensante gracias al uso de la técnica y a la construcción de herramientas, también usó esta capacidad para perfeccionar sus armas. Desgraciadamente, el tiempo que nos separa de Bakunin ha sido el más sangriento de la historia de la humanidad, con una ciencia puesta al servicio de la destrucción. El ruso, no tan optimista como otros pensadores socialistas, vaticinó que habría una era de oscuridad antes de poder transformar la sociedad. Bakunin observaba, y ahí le hace de nuevo un pensador de indudable actualidad e importancia, que la razón humana era progresiva, que podía ampliar constantemente su horizonte gracias al poder de la palabra y dar lugar a nuevas soluciones para mejorar la existencia humana7. Ser crítico con una noción de progreso establecido en fases rígidas y en condiciones objetivas, no implica renunciar a la confianza en la capacidad del hombre para innovar, para ser capaz de lograr las mejores condiciones sociales para potenciar su razón y su conciencia.
Bakunin quería observar una demanda en la historia, lo que constituye una bonita metáfora además de una necesidad ética perentoria, para transformar a los millones de desheredados en seres libres y sujetos a igual derecho, de lograr en definitiva una sociedad humana y libre. Lo que el anarquista ruso considera móviles de desarrollo histórico son las capacidades de rebelión y de pensamiento. Si observamos tres fases: la primera sería la animalidad humana; la segunda, el pensamiento, y la tercera la rebelión (identificada con la libertad). Existe una idea de progreso evidente cuando insiste en el desarrollo de la humanidad, cuando habla Bakunin de "negación revolucionaria del pasado", aunque se den fases en que domine la apatía y la indolencia, y otras sean pasionales y poderosas. En esta visión histórica se encuentra el pensamiento dialéctico bakuniano en el que todo desarrollo implica una negación del punto de partida, comenzar en lo simple para llegar a lo complejo; un comienzo pobre, materialista y abstracto conduce a la concreción del ideal emancipatario8. La adscripción de Bakunin a la escuela materialista de pensamiento solo puede observarse de esa manera, como una continúa ascensión o desarrollo en busca de la perfección. Si existe un objetivo en la historia, ese es la humanización y la emancipación.
La lucha de clases o las condiciones económicas como motores históricos son ya, siempre con una visión crítica y no dogmática, patrimonio de la humanidad. Aceptarlas de manera acrítica, sin tener en cuenta otros muchos factores, parece tan pobre como negarlas sin más. No existen, a nuestra manera de ver las cosas, inamovibles leyes históricas ni está escrito nuestro futuro, todo está por construir y, por supuesto, es posible una organización social nueva que requerirá hombres diferentes, ya que la vida es constante cambio. Serán hombres conscientes capaces de otorgarse mejores condiciones de vida y de llegar a nuevas metas. Porque si atravesamos una etapa pobre, decadente y seudohedonista en las sociedades industriales y capitalistas, las cosas pueden cambiar de paradigma, adquirir un nuevo vigor y fuerza que, como decía Bakunin, conduzca a conquistar nuevos horizontes. Las diversas clases de servidumbre que se han dado en la historia, de forma progresiva o no, no tienen por qué permanecer en formas más sutiles, el fin de la dominación del hombre sobre el hombre que los pensadores socialistas observaban como una fase a alcanzar, aunque los anarquistas fueran los menos proclives a rigideces de pensamiento, es y debe ser una realidad que construir. De igual modo, a nivel individual, nadie debería renunciar en su vida a partir de la mayor de las indefensiones (la infancia) para obtener la consciencia, entrar en un desarrollo permanente e ir alcanzando las más diversas metas ideales. En este sentido, el pensamiento de Bakunin debería formar parte también del imaginario humano.

Revolucionar las ideas y los temperamentos
No esta demás recordar siempre que Kropotkin, frente a la suerte de determinismo, biológica y/o social, que podía implicar la darwiniana "ley de la supervivencia del más fuerte", sostuvo que un factor tan o más importante que esa ley a lo largo de la historia había sido el "apoyo mutuo" entre individuos de la misma especie9. La obra de Kropotkin es hoy más reconocida que en su tiempo, incluyendo en ello a la importante disciplina de la "sicología social". En oposición a una sociedad gubernamental y jerarquizada, Kropotkin considera que el anarquismo ha existido siempre, de manera más o menos desarrollada, en la historia de la humanidad. Según las épocas, una u otra tendencia puede tomar la delantera, y es el ideal libertario el que promueve la evolución. Pero Kropotkin no observa las sociedades primitivas únicamente como germen de una sociedad evolucionada y sujetas a una mera economía de subsistencia; en un comentario que agradaría al antropólogo Pierre Clastres, estudioso de las sociedades primitivas sin dominación, el ruso reconoce que hubo un tiempo en que observaba a los "salvajes" de esa manera, pero sus estudios le hicieron cambiar maravillosamente su opinión etnocentrista y ver sociedades de la abundancia con tiempo para el ocio y el placer. Solo gracias al desarrollo del poder político y religioso, o a periodos beligerantes, pudieron caer en la indigencia. Kropotkin solo admite como una sociedad evolucionada aquella en que, gracias al desarrollo de los medios productivos, pueda crear una abundancia de productos agrícolas e industriales y cubrir así las necesidades de todos los individuos. Los críticos del presente a la sociedad industrial hablan de los límites del crecimiento, pero la gran cuestión es si es posible una organización más racional de la sociedad y de la economía junto a un desarrollo industrial sostenible. La respuesta solo puede ser positiva, y las dificultades al respecto no deberían implicar la negación taxativa. La crítica hacia esa concepción del progreso y de la sociedad industrial deberían estar dirigidas hacia el capitalismo, de Estado o liberal, que prima el beneficio económico, insiste en abstracciones frente al producto real del trabajo y supone la explotación y la expoliación global.
Insistiremos, frente al socialdarwinismo, en que Kropotkin dio a la luz una importante teoría científica y social. Los paradigmas pueden ser muy diferentes a los de esa época en la que existía plena confianza en los postulados de la modernidad, pero igualmente los modelos pueden cambiar gracias al pensamiento, el trabajo y la innovación en ciertos campos. La posmodernidad no puede ser esa visión simplista que pretenden algunos, en la que todas las verdades son equiparables, ni por supuesto la mera negación de toda pretensión de conocimiento. Solo resulta admisible el hecho de que no puede existir una verdad con substrato científico para imponer un modo de vida a otros seres humanos, lo que no implica que una ciencia con un horizonte amplio y humanista, sin generar nuevos dogmas, no se ponga al servicio de las personas. Se dice que Kropotkin, y su gran obra científica, demostró que la sociedad anarquista es posible. La sociedad anarquista, con su falta de rigidez teórica ni de asideros de ninguna clase, aunque con sus propuestas éticas en todos los ámbitos humanos como gran enseña, es una posibilidad más que puede concretarse sin renunciar al pasado ni insistir en él, aprendiendo de todo ello y creando hilos conductores. No podemos estar de de acuerdo (como afirman algunos) con que el bueno de Kropotkin, o cualquier otro ácrata clásico, sea un lastre, es un poderoso punto de partida.

Kropotkin, junto al resto de los grandes anarquistas, solo observa (si acaso) una ley histórica: la fortaleza de la sociedad civil en detrimento del Estado. No hay una concepción de la historia en ningún sentido, sí una confianza extrema en la revolución y en el progreso, pero con unas propuestas muy concretas de sociedad a edificar. Porque las sociedades humanas, igual que ocurre en la naturaleza, están sujetas a cambios lentos y también a periodos de revolución rápida en una dirección u otra. Lo más importante son las propuestas transformadoras, como recuerda Kropotkin cuando  habla de "revolucionar las ideas y los temperamentos", una bella expresión. No hay sujeción a ninguna condición objetiva ni ley histórica, es posible realizar cambios e innovar en cualquier época, transformarnos gracias al pensamiento y encontrando nuevos caminos para la acción. Los que podrían acusarnos de tener la vista en el pasado, son tal vez los mismos que critican o niegan cualquier concepción de progreso, o aquellos que pretenden conservar el presente y diferir los cambios para un inescrutable futuro. Si la acusación es la de portar "ideas ya superadas", el despropósito es aún mayor, ¿somos nosotros los "reaccionarios", lo que criticamos al progreso? Son acusaciones, y juegos de palabras, para las que hay que estar fortalecidos, las propuestas libertarias son eminentemente éticas y racionales, algo que mira indiscutiblemente hacia el futuro.

Si hay alguien opuesto a toda suerte determinismo histórico, ese es Errico Malatesta. Cuando alguien habla de condiciones objetivas, de leyes fatales e incontrarrestables en la historia, para que se produzca una revolución, el italiano se esforzaba en hablar de "excitar las voluntades" en el movimiento anarquista10. Lúcidamente, Malatesta señalaba la hipocresía de aquellos que afirmaban que algo es imposible, recurriendo a la ciencia y a la filosofía para ello, para cuando algo interesa olvidar toda esa teoría y apelar, primero a la voluntad y el deseo de los demás, más tarde exhaltando el poder. El determinismo, del tipo que fuere, con su principio de causalidad, resultaba rechazable, ya que inserta al hombre en un encadenamiento necesario de hechos sin que se vea capaz de modificarlos y lo acaba convirtiendo en una autómata consciente, su voluntad en una ilusión y la libertad en algo improbable. Malatesta es un hombre que, pensador original o no, se atreve a corregir a los grandes autores y denuncia esos sistemas que parten de la naturaleza y de la necesidad, siguen los métodos racionales y científicos, y acaban llegando a terrenos similares a los de los antiguos con su fatalismo y a los de los teólogos con su providencia. No es posible aunar necesidad con libertad, y cualquier intento al respecto hace aparecer irrisoria cualquiera de las dos nociones.
Malatesta desea la revolución, no se detiene en disquisiciones filosóficas para ello, ni recurre a visiones trascendentes ni idealizadas11. Si la transformación social es necesaria, lo es porque el mundo sociopolítico que ha creado el hombre es cruel e injusto, y hay que recurrir a la voluntad y a la acción humanas para modificarlo. El cómo se produciría esa revolución, según Malatesta, lo dejaremos para otro texto, centrémonos ahora en la nociones de progreso y de supuestas leyes históricas. El gran motor revolucionario solo puede ser moral, el deseo de liberación y confraternización de todos los seres humanos, un ideal que puede considerarse intemporal; es decir, puede haber mejores o perores condiciones para motivarlo, puede tener sus altibajos, no es lineal, pero permanece siempre en la historia. Tampoco tiene Malatesta una visión determinista o idealizada de la naturaleza; si se producen graves perjuicios sociales no es por la suspensión de unas benévolas leyes naturales, pueden y deben buscarse causas humanas en una forma distorsionada de organización social, la cual puede reproducirse una vez destruida y solo edificando una nueva puede lograrse su erradicación. En definitiva, la historia y la sociedad la construyen los hombres, los cuales no son nunca espectadores pasivos, solo hay que reunir las fuerzas para determinar los acontecimientos más favorables a una causa.

Es Rudolf Rocker, en su monumental obra Nacionalismo y cultura12, el que más insiste en la voluntad de poder como una de los estímulos históricos más poderosos para conformar las diversas formas de la sociedad humana. Rocker refuta de forma lúcida ya hace más de 70 años al marxismo, hace inútil cualquier rígida interpretación histórica y señala lo absurdo de explicar todo acontecimiento político y social solo como resultado de las condiciones económicas eventuales. No se niega la importancia de las mismas, algo que ya se conocía antes de Marx, solo se rechazan las "necesidades históricas". No hay que equiparar, según Rocker, las leyes del mundo físico con los acontecimientos de la vida social y humana, ya que no existe ninguna necesidad en ella y, por lo tanto, no es posible calcularla e interpretarlas con métodos científicos. Las intenciones y propósitos de los hombres no pueden confundirse con la necesidad mecánica que habrá en un desarrollo natural, aquellas solo pueden valorarse como resultados de los propios pensamientos y voluntades humanas. No hay ninguna necesidad en lo social, ya hablemos de nociones religiosas, de ética, costumbres, hábitos, tradiciones, leyes, formaciones políticas, concepciones de la propiedad o formas de producción, todo ello son resultados de nuestras finalidades preconcebidas. Por lo tanto, y en palabras textuales de Rocker, toda finalidad humana "es una cuestión de fe, y ésta escapa al cálculo científico"13.

El fortalecimiento espiritual como motor histórico
"La historia", en palabras de Rudolf Rocker, "no es otra cosa que el gran dominio de los propósitos humanos". Por lo tanto, cualquier interpretación histórica resulta una cuestión de creencia, puede basarse en probabilidades, pero nunca en certezas. Provocativamente, la idea de una especie de "física social" se coloca al nivel de cualquier seudociencia con aspiraciones precognitivas. No obstante, y como es lógico, una interpretación histórica puede tener ideas importantes, pero la oposición se hace a una visión de la marcha de la historia semejante a la de los hechos físicos o mecánicos. Incluso, esa obstinación en buscar una causalidad fundamental al devenir y al desarrollo histórico, similar a la de las ciencias físicas, es por definición reduccionista al dejar de lado muchas otras causas, junto a sus influencias recíprocas, que han dado lugar a las sociedades. Con Rocker, damos con una crítica feroz a toda visión teleológica de la historia, un paso más en las ideas libertarias para afirmar su amplio concepto de la libertad. La mejora de las condiciones sociales obedece a una anhelo humano solo probable, no hay ninguna medición científica a la que tengamos que subordinarnos ni capaz de mostrarnos un camino hacia ningún paraíso.
Solo existe determinismo para el hombre en las leyes físicas, nunca en la vida social, la cual no está sometida a ningún proceso de obligatoriedad y sí a la voluntad y la acción humanas. Si no existen leyes históricas, resulta absurda cualquier teoría sobre el "fin de la historia", que hay que ver únicamente como una confirmación de un determinado statu quo (nueva artimaña del capitalismo para negar idea alguna que le cuestione). La existencia social es obra del hombre, no está fundada en ninguna instancia que le supere, es una herencia del pasado digna de ser modificada a mejor gracias a la voluntad y acción humanas, y también susceptible de buscar nuevas finalidades. Rocker reconoce como auténticamente revolucionario ese conocimiento, que podría estar inspirada por los nuevos tiempos. El fatalismo, tenga la naturaleza que tenga (política, económica o religiosa), supone siempre lo mismo, una interpretación de los fenómenos sociales según un desarrollo ineludible y, por lo tanto, sacrificar el porvenir al pasado. Rocker denuncia también este fatalismo cuando está revestido de la ciencia, ocupando así el lugar de la teología y cumpliendo la misma finalidad14.
El materialismo histórico, sin negar la importancia de las condiciones económicas en una determinada época, no puede apartar muchos otros factores en la conformación de los fenómenos de la vida social. Las fuerzas económicas no son la única causa motriz de los movimientos, existen múltiples factores entrelazados que pueden ser reconocidos, aunque difícilmente calculados por métodos científicos. Para Rocker, la voluntad de poder de individuos y de minorías aparece en la historia con un papel numerosas veces más importante que las condiciones económicas, y de gran influencia en la formación de todos los ámbitos de la vida social. Las conquistas de Alejandro Magno parecían más originadas en la voluptuosidad de poder, que condicionadas por causas económicas; del mismo modo, extendidas durante siglos, las Cruzadas no podían estar solo motivadas por lo económico, millones de personas se dejaron arrastrar por una fe obsesiva, sin desdeñar las razones políticas de dominio; numerosos ejemplos pueden ponerse en Occidente con la Iglesia y su afán de dominio espiritual, político y también económico, pero nunca solo por éste último factor, y del mismo modo no pueden buscarse solo causas económicas en el mundo islámico a la hora de lanzarse a la invasión de España durante siglos.

Rocker demuestra lúcidamente que las condiciones económicas, en el mundo contemporáneo, no son determinantes. El capitalismo, con sus cíclicas crisis, no termina por sucumbir ante la falta de empuje de un nuevo espíritu socialista. Son necesarias en los hombres las condiciones sicológicas y espirituales adecuadas para poder mover la historia, sin que sean suficientes las condiciones económicas por sí solas. Cuando escribe Nacionalismo y cultura, Rocker conocía ya el avance del fascismo, y analizaba las actuaciones de los partidos progresistas y de las organizaciones sindicales provocando el retroceso en derechos y libertades. Las motivaciones en aquellos convulsos tiempos no fueron nunca solo económicas. Y es esa obsesión fatalista por buscar una causa económica en todos los fenómenos sociales la que ha paralizado su fuerza de resistencia y les ha preparado espiritualmente para aceptar el mundo que tienen ante sus ojos y las condiciones en que viven. Rocker reclama una apelación a los sentimientos éticos y de justicia de los hombres, tantas veces distorsionados en la historia y sucumbidos a alguna clase de papanatismo, aunque hayan servido de motor, para poder transformar la sociedad.
Incluso, en la era capitalista moderna considera Rocker que el afán de sometimiento y de dirigir imperios pueden ser más evidentes que las consideraciones puramente económicas o el incremento de las ventajas materiales. Si hay un dicho sobre nuestra época es el de "la falta de valores", el simple anhelo del lucro como motivación humana, que ha ocupado el lugar de cualquier otra inquietud espiritual en el ser humano; la visión de Rocker, sin embargo, resulta tan lúcida como original al señalar a los grandes señores del capitalismo, no solo como representantes del monopolio económico, también con aspiraciones de dominio e influencia y de ejercer el papel de providencia sobre la vida del resto de las personas. En el anarquismo, el fortalecimiento de la conciencia, de un fortalecido y humano sentido de la ética y de la justicia, quiere ayudar a acabar con ese nefasto motor histórico que es la "voluntad de poder".


Herbert Read se cuestionaba cuál puede ser la medida del progreso humano. Estar o no en esa línea de perfeccionamiento no apartaba el hecho de establecer esa medida, ya que hasta para llegar a una conclusión negativa es necesario tenerla. Read sí consideraba que se había producido cierta coherencia social en la evolución humana. En los albores, la especie humana se organizaba en grupos que fueron transformándose: hordas primitivas, tribus nómadas, poblaciones sedentarias, comunidades, ciudades, naciones... A medida que esos grupos incrementaban su número, riqueza e inteligencia iban subdividiéndose en agrupaciones especializadas como clases sociales, sectas religiosas, asociaciones eruditas y gremios profesionales. No quiere decir Read que esta complejidad en la articulación de la sociedad constituya un síntoma de progreso, ya que se trata de marcar un camino cuantitativo, pero sí implica una división de los hombre acorde con sus facultades innatas (bien dirigidas a tareas físicas, bien a labores que demanden habilidad o sensibilidad) con el fin de una vida comunitaria cualitativamente mejor15.
Los grupos dentro de una sociedad puede distinguirse buscando la analogía con un ejército o con una orquesta, siendo en ese caso un cuerpo único constituido por unidades impersonales, o como una asociación temporal de individuos separados para defender unos intereses comunes. El primer tipo de grupo, el que puede compararse más explicitamente con un ejército, es el más primitivo. El segundo tipo, el compuesto por individuos activos y conscientes que desean defender sus intereses comunes, aparece más tarde en la historia de las sociedades humanas. Está muy clara la tesis de Herbert Read: en las formas más primitivas de la sociedad, el individuo es simplemente una unidad, y en las más evolucionadas constituye una personalidad independiente. Por lo tanto, Read propone una medida del progreso según el grado de diferenciación dentro de una sociedad: para el individuo la vida solo puede ser gris, limitada y mecánica si únicamente es una unidad en una masa colectiva; el caso contrario es si supone por sí mismo una individualidad con el espacio adecuado para desarrollar sus potencialidades, aunque pueda ser más víctima del azar o de la eventualidad, sí puede al menos expresarse y expansionarse.
Al día de hoy, esta sencilla división de Read, aunque muy bellamente expresada, se mantiene y muchos hombres parecen ser contradictorios entre sus deseos de una personalidad independiente y una práctica gregaria de lo más elemental. La explicación no parece tampoco muy compleja, un determinismo económico, aunque en parte también sicológico, hace caer a las personas en una vida rutinaria y servil, y se busca refugio y seguridad en el número. Es una cuestión que nos remite a la ya antigua cuestión del porqué de la servidumbre voluntaria, el aparente deseo de formar parte de un rebaño dirigido, pudiendo encontrar más respuestas al día de hoy. La respuesta a la que llega Read en la cuestión de la medida del progreso humano es clara: solo puede hablarse de progreso en la medida en que el esclavo es liberado y la personalidad diferenciada. Una felicidad, solo aparente y fútil, que puede ser la del esclavo, no es suficiente. Por ello, el progreso se mide por un incremento cualitativo de la experiencia humana, por una profundización en el significado y perspectiva de la existencia humana, por otorgar una mayor horizonte a los valores de los seres humanos. Si podemos hablar de una civilización avanzada, no lo será por su riqueza material o su poderío militar, lo será por la calidad y la obra de sus filósofos, poetas y artistas.
Read hila todavía más fino y establece la medida del progreso en la diferenciación cualitativa del individuo en el seno de de una sociedad, que se establece gradualmente hasta convertirlo incluso en la antítesis del grupo (que, por otra parte, es necesario para el bienestar y la seguridad sociales). Este progreso no se habría producido de forma líneal en la historia, solo en algunos momentos y a pesar de los errores y la confusión de la época, como en la Antigua Grecia o en el Renacimiento europeo, se despertaba la conciencia de que el valor de una civilización depende de la libertad y diversidad de los individuos que la componen. La relación entre el individuo y el grupo, sobre ella pivota la historia y la existencia humanas, y solo se bloquea cuando se establecen códigos en la vida social y orgánica, y se establecen la convención, la conformidad y la disciplina16.

Nuevos horizontes en la práctica revolucionaria
El capitalismo, tal y como afirmaba Murray Bookchin17, utilizará la noción de progreso con objetivos autoritarios y destructivos. El sistema social contemporáneo se refugia en palabras como "libertad", "igualdad" o "felicidad" para seguir manteniendo la fe en el progreso y el supuesto ascenso de la civilización. Si en el segundo conflicto mundial, la ciencia se aplicó a la guerra, a la industria y al control social con unos efectos sin precedentes en la historia de la humanidad, posteriormente se han transformando las relaciones sociales gracias a los nuevos descubrimientos científicos y técnicos. Nuestra voluntad de resistencia a la dominación puede estar debilitándose progresivamente gracias a esta revolución tecnológica. No estamos en una situación de auténtico progreso, en la que la tecnología se haya puesto al servicio de la liberación humana; muy al contrario, el orden existente se alimenta de ella para formas más o menos sutiles de dominación. Bookchin considera que todos los grandes cambios tecnológicos producidos a partir de la segunda mitad del siglo XX suponen el fin de la historia anterior, aunque con matices como es lógico. Si la creencia clásica, del marxismo y del sindicalismo, de que el proletariado será el sujeto protagonista del derrocamiento del capitalismo es ya algo cuestionable, hay que preguntarse el porqué de este pronto declinar de una teoría.
Lo que quiere decir Bookchin es que todo movimiento radical que base su teoría de cambio social sobre un proletariado revolucionario (obreros y, si se quiere, empleados) se mantiene en un mundo que ya no existe, suponiendo que alguna vez lo haya hecho. Naturalmente, todo proyecto emancipador necesita a la clase trabajadora, aunque es necesario atraerse a un espectro más amplio de población: estratos sociales emergentes que pueden ser determinantes del cambio social, todo suerte de marginados y oprimidos, personas con estilos de vida cultural y sexual alternativos... Bookchin no se mostraba optimista con el paso del tiempo, nuestras posibilidades de penetración intelectual, de capacidad de praxis y de organización, están reducidas debido a esa innovación tecnológica al servicio del poder establecido. Se pide que no se ignore la transformación del mundo, la inevitable e imponente transformación del mundo de trabajo que afecta a tantas personas, cuya cabida en el sistema capitalista está por decidir, y se demandan nuevas respuestas ante el nuevo marco. El Estado y la sociedad industrial ha acabado con el antiguo mundo social y descentralizado, la percepción del mundo que tienen las personas es el reproducido por las imágenes televisivas (ilusorias, figuradas, unidimensionales...), las cuales substituyen a la imaginación. En definitiva, el progreso técnico, en la línea de lo afirmado por Erich Fromm ya en los años 50 del siglo XX18, ha provocado que factores externos al individuo sustituyan a cualquier idea formada en su interior, las figuras y el entretenimiento surgidas de la electrónica toman el lugar del pensamiento y de la experiencia. Otra gran preocupación de Bookchin se hallaba en el medio ambiente, la cuestión ecológica no sería secundaria respecto a la crisis política y económica19. La pretensión de "progreso", indisociable del afán histórico de dominio, se ha convertido en una burla de la realidad.

Pero esta situación actual, en la que podemos estar de acuerdo en mayor o menor medida desde una perspectiva libertaria, no se queda en un mero pesimismo, ni conduce a la inacción ni al cinismo. A pesar de que mundo se transforma a marchas forzadas y con la intención de buscar nuevo caminos para nuestros deseos de una sociedad sin dominación, indiscutiblemente humana, podemos encontrar elementos valiosos en todos estos pensadores anarquistas. No podemos estar más de acuerdo con Bookchin, cuando dice que la tarea pertinaz de continuar organizando a la clase trabajadora, la supuesta protagonista de un cambio revolucionario, es digna de poner en cuestión; no obstante, hay que recordar que siempre el campo de acción del anarquismo fue más amplio que el económico, buscándose la liberación en todos los ámbitos humanos. El anarquismo debe seguir siendo el movimiento más activo e innovador, es propio de sus señas de identidad; las ideas de autogestión, descentralización, federalismo y apoyo mutuo van unidas a cualquier marco de acción humana, resultan intemporales y aplicables a cualquier proyecto local, alternativo y libertario, sujeto tal vez en gran medida a una determinada cultura, que cuestione la noción de progreso impuesta desde el poder. Nuevas condiciones requieren nueva imaginación y aunque nuestro ansia de conocimiento y de valores humanos nos hace recurrir tantas veces al pasado, se realiza esa tarea como forma también de encontrar nuevos horizontes para combatir una realidad que no nos satisface. Al igual que la vida, el movimiento libertario está en continua evolución, y de nosotros depende dar un sentido humano y auténtico a nociones pervertidas por la dominación, como es el caso del tan nombrado progreso. Consinderamos que el anarquismo está cargado de futuro, por lo que resulta inadmisible renunciar a una idea del progreso emancipadora, y solo cabe trabajar para materializar en lo que se pueda ese deseo, y no por un ingenuo optimismo antropológico, sino porque no reconocemos otras ideas capaces de acercar la ética a cualquier otro ámbito de acción de la humanidad, de otorgar un mayor horizonte a la razón y de generar una nueva y fortalecida conciencia.

1.- Víctor García, El pensamiento de P. J. Proudhon (Editores Mexicanos Unidos, México D.F. 1981).
2.- Anibal D'Auria, "Introducción al ideario anarquista", dentro El anarquismo frente al derecho (Libros de Anarres, Buenos Aires 2007).
3.- Ángel J. Cappelletti, El pensamiento de Kropotkin. Ética, ciencia y anarquía (Ediciones Zero Zyx, Madrid 1978).
4.- Eduardo Colombo, El imaginario social (Nordan-Comunidad, Montevideo 2002).
5.- Mijail A. Bakunin, Escritos de filosofía política (Ediciones Altaya, Madrid 1994).
6.- Ibídem.
7.- Ibídem.
8.- Ibídem.
9.- Piotr Kropotkin, El apoyo mutuo (Ediciones Madre Tierra, Madrid 1989).
10.- Errico Malatesta, Escritos (Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid 2001).
11.- Vernon Richards (compilador), Malatesta. Pensamiento y acción revolucionarios (Tupac Ediciones, Buenos Aires 2007).
12.- Rudolf Rocker, Nacionalismo y cultura (Reconstruir, México).
13.- Ibídem.
14.- Ibídem.
15.- Herbert Read, Anarquía y orden. Ensayos sobre política (Editorial Tupac, Buenos Aires 1959).
16.- Ibídem.
17.- Murray Bookchin, Historia, civilización y progreso (Nossa y Jara Editores, Madrid 1997).
18.- Erich Fromm, El miedo a la libertad (Paidós, Buenos Aires 1971).
19.- Janet Biehl con Murray Bookchin, Las políticas de la ecología social: municipalismo libertario (Virus Editorial, Barcelona 2009).

lunes, 20 de enero de 2014

Contra el absolutismo

Repasamos en el siguiente artículo, el pensamiento antiautoritario, y contrario consecuentemente a todo absolutismo, de Tomás Ibáñez. Este controvertido debate entre dos posturas antagónicas, la relativista y la absolutista, tiene evidentes implicaciones en los campos ético y político, y resulta primordial para una revitalización de las propuestas libertarias.

Foucault consideró que las cosas son como son porque nuestro pensamiento en la actualidad así las considera y entendió como una aspiración el hecho de que la experiencia que es posible hoy puede ser transformada si acudimos al origen de esas prácticas y entendemos que no obedecen a ninguna necesidad. Está claro que el francés es uno de los mayores enemigos contemporáneos del dogmatismo, lo que no está tan claro es si le convierte eso en un relativista; él, parece ser, desdeñó esa etiqueta.  No resulta nada fácil adscribirse al relativismo, pero si los más furibundos dogmáticos abominan de él y lo consideran el mayor de los males, es posible que encontremos algo valioso en él de cara a una ampliación de cotas de libertad. Un autor como Tomás Ibáñez, que se adscribe provocativamente al relativismo siendo consciente de la gran controversia que supone, considera que esa visión del mundo, así como del ser y del conocimiento, se encuentra en el epicentro de la tensión entre modernidad y posmodernidad, a nivel tanto sociológico como ideológico. Incluso el debate sobre el relativismo tiene claras implicaciones en la ética y en la política, por lo que resulta primordial profundizar en la cuestión. Ibáñez considera que si el relativismo es atacado tan duramente es porque socava de raíz el principio mismo de autoridad, y lo que se ha llamado "la retórica de la verdad", por lo que obviamente interesa sobremanera la cuestión al anarquismo.

Relativismo versus dogmatismo en la historia de la filosofía
Lo que hoy somos y pensamos, al menos en lo que se conoce de manera cuestionable como civilización occidental, puede considerarse una consecuencia de siglos de historia. Es por eso que si queremos indagar en esta controversia sobre el relativismo hemos de remontarnos a la Grecia del siglo V (antes de la era impuesta por los cristianos). En ese tiempo se iba fraguando un tipo de racionalidad bien diferenciada de la sustentada en el relato mítico, basada en la observación, la reflexión y la argumentación. Las primeras preguntas se establecían en torno a la naturaleza del mundo y su origen, hasta que Sócrates amplió las cuestiones al campo del conocimiento y de la ética (una especie de giro reflexivo hacia el interior del ser humano). En ese tiempo vivieron también los sofistas, como Protágoras o Gorgias, que consideraron que nada "es" en "sí mismo" y todo es relativo al ser humano. Según esta visión, no se puede apelar a un criterio sobrehumano para establecer una verdad con mayúsculas, ni tampoco para solventar una controversia entre puntos de vista confrontantes. Según esta visión, hay ningún punto de vista que sea más verdadero que otro; Protágoras consideró que todos son equivalentes entre sí respecto a su grado de verdad. Es famosa la frase de Gorgias, "si algún ser existiera, éste seria incognoscible", o lo que es lo mismo, lo que conocemos no son seres, sino lo que nuestro propio conocimiento establece como seres.

A pesar de estas visiones sofistas, tal no pueda hablarse estrictamente de relativismo en la Antigua Grecia. Otra cosa es la escuela escéptica, bien diferenciada del relativismo. Si el relativista cuestiona la existencia de un criterio incondicionado de verdad, el escéptico afirma simplemente que no se puede aseverar la verdad (lo cual no equivale a decir que no existe). El escéptico realiza preguntas una y otra vez ante cualquier afirmación dogmática hasta que se justifique esa supuesta Verdad. Es una especie de espiral regresiva, con justificaciones de diferentes verdades implicadas en el asunto, con la que el escéptico busca desmontar la aseveración del dogmático, encontrar que no hay una justificación definitiva. Relativismo y escepticismo, a pesar de sus diferencias, parecen tener consecuencias parecidas y pueden ser incluso las dos caras de la misma moneda. "Nada puede ser conocido con certeza..." es la frase del escepticismo y, ante las posibles acusaciones de autocontradicción, podría concluirse "...salvo esto mismo" o, jugando con la misma posición escéptica, "...incluso el hecho de que nada pueda ser conocido con certeza". Muchos filósofos de la época de Sócrates sostenían ya la duda de que la certeza fuese posible e incluso, y esto es tremendamente interesante, algunos de ellos utilizaban esa duda para primar la búsqueda de la felicidad y de la eticidad por encima del conocimiento. Platón construirá todo su sistema filosófico contra este tipo de pensadores, aunque Pirrón, el autor escéptico más poderoso, era solo adolescente cuando muere el autor de La República. Hay quien considera la historia de la filosofía occidental como marcada, en gran medida, por esta guerra permanente entre dogmáticos (los que sostienen "creencias verdaderas") y escépticos.

El intento por combatir el escepticismo o el relativismo va a suponer en la historia de la filosofía un esfuerzo por asentar firmemente las bases y los fundamentos del conocimiento seguro. Es lo que se conoce por una filosofía fundacionalista, centrada en la búsqueda de unos fundamentos últimos e incuestionables, que tendrá dos caminos: racionalismo y empirismo. Platón sería el que inició la vía racionalista en el campo del conocimiento (era un idealista sí, pero en el plano ontólogico o metafísico), hay que desconfiar según él de la información que nos proporcionan nuestros sentidos y mirar exclusivamente con "los ojos de la razón". Es conocida su teoría sobre la diferenciación entre el mundo de los sentidos, que nos proporciona solo sombras de lo verdadero y el mundo de las ideas, accesible a través de la razón. Platón es indudablemente dogmático, la verdad existe para él, es absoluta y universal, y es posible alcanzarla accediendo a la plena certeza. Desde Platón, existirá esta obsesión por la certeza absoluta, por la voluntad de verdad y por dar prioridad a dicha búsqueda. La otra modalidad del dogmatismo, el empirismo, considera que hay que buscar la fuente del conocimiento en la experiencia; todo nuestro conocimiento, todas nuestras ideas, provienen de lo que nos proporcionan nuestros sentidos. No obstante, los empiristas diferirán, a diferencia de los racionalistas puestos de acuerdo en que la razón proporciona conocimientos verdaderos, en el grado de conocimiento que proviene de los sentidos o en el nivel de apariencia que hay en ese conocimiento. Tanto racionalismo, como empirismo, se manifestarán enemigos del escepticismo y de su espiral regresiva, la cual habría que parar en cierto nivel para asegurar el conocimiento seguro, y considerarán por el medio que sea que es posible alcanzar verdades indudables.

Pero el escepticismo se aprovechará de la divergencia entre ambas escuelas dogmáticas. Si bien el racionalismo considera que la espiral escéptica acaba tocando fondo, el empirismo pone todo su empeño en demostrar que la argumentación racionalista no se sostiene, lo que será bien aprovechado por el escepticismo. Lo mismo ocurre, a la inversa, si se acepta el dogmatismo basado en la experiencia y se argumenta en su contra a favor del racionalismo. Kant pretenderá hacer una síntesis entre racionalismo y empirismo, pero hay quien considera que reforzó con ello las posiciones escépticas al debilitar el realismo por una parte y enfatizar sobre la capacidad constructiva del ser humano por otra. Kant sostuvo una especie de realismo minimalista con resonancias de Gorgias, "algo existe pero resulta incognoscible", y de Protágoras, "son nuestras propias características, como seres humanos, las que construyen el mundo al cual accede nuestro conocimiento". Kant considera que los racionalistas tienen razón, existe un conocimiento a priori independiente de la experiencia y del mundo sensorial, pero los empiristas también al considerar que existe un conocimiento a posteriori proveniente de los sentidos. El conocimiento a priori serían las verdades analíticas, pero al ser independientes del mundo no dicen nada acerca de él. El conocimiento a posteriori sería de orden sintético, una verdad meramente contingente que depende de cómo es el mundo y que podría ser diferente si el mundo tal y como lo experimentamos también lo fuera. Si los empiristas tienen razón cuando afirman que el conocimiento sobre el mundo se encuentra en nuestros sentidos, Kant añade enseguida que esa información proporcionada por los sentidos está ya estructurada por la razón (las categorías a priori del entendimiento). Nuestra experiencia está ya condicionada por nuestra mente, por lo que el análisis de la experiencia no podría profundizar en el conocimiento, y es por esto que Kant dijo que "la realidad en sí misma es incognoscible"; únicamente, podemos aprehender en relación con nuestra interacción con el mundo, con los fenómenos. Pero, para Kant, sí es posible el conocimiento seguro gracias a unas categorías a priori del entendimiento, universales y absolutas, capaces de trascender todo lo que es contingente (historia, cultura, sociedad...). Por tanto, el conocimiento válido tiene que ver con lo invariable y común en todos los seres racionales, será intersubjetivo y universalizable, por lo que se equipara con la objetividad.

Aparentemente, la labor de síntesis entre racionalismo y empirismo de Kant es un paso importante en la filosofía a favor del dogmatismo: "la Verdad está al alcance del ser humano". Pero es posible que en su misma tesis se encuentre su refutación, la experiencia es para el alemán incondicionada, es el mismo ser humano el que con sus propias características hace posible el conocimiento al interaccionar con el mundo, lo único que se salva de caer en el relativismo es ese carácter universal y absoluto de unas supuestas categorías del entendimiento. Basta con desuniversalizar esas categorías, labor que haría Foucault, otorgándoles la condición de contingentes (elaboradas mediante determinadas prácticas histórica y socialmente situadas). Llegamos al punto con el que comenzamos este texto: nuestro pensamiento determina cómo son las cosas, pero si ese pensamiento ha sido a su vez construido de forma contingente por nuestras prácticas históricas, hay que emprender la genealogía de esas prácticas para aprender por qué la experiencia hoy posible es la que es y no puede ser de otra forma. Con el tiempo, las categorías a priori kantianas pasaron a ser de tipo lingüístico, y fue el lenguaje (en lugar de la mente) el que pasó a determinar la experiencia posible. No obstante, si las entidades mentales de Kant eran universales y absolutas, el lenguaje es obviamente contingente. Sólo es posible conocer la experiencia, la cual es dependiente del lenguaje y, al ser éste contingente y variable, diferentes visiones del mundo son legítimas y ninguna de ellas puede reivindicar para sí misma ninguna superioridad. Obviamente, este traspaso al lenguaje de la estructura kantiana parece favorecer aún más al relativismo.

El relativismo, también llamado antiabsolutismo
La necesidad de explorar mayores "prácticas de libertad", por utilizar palabras de Foucault, obliga a llevar la discusión sobre el relativismo al campo de la política y de la ética. Este objetivo, sostenido por Tomás Ibáñez en su obra Contra la dominación, con una adscripción indudablemente libertaria y antiautoritaria, es demostrar que será mejor una opción relativista que absolutista. Porque precisamente en el terreno de la ética es donde más controvertido resulta el asunto, de tal manera que los detractores del relativismo afirmarán que esa opción, que niega que haya valores objetivamente superiores a otros, supondrá la barbarie, la ley de la selva del más fuerte. Las acusaciones hablan de tres consecuencias inevitables: el no tener legitimidad para oponernos a prácticas moralmente despreciables; la ausencia de exigencia de un compromiso político al no existir exigencias al respecto, y que solo se deja el recurso a la fuerza para dirimir conflictos entre partes. Lo que Ibáñez intenta razonar es que no solo esas acusaciones son falsas, sino que el relativismo está mejor armado que el absolutismo para afrontarlas.
Lo que sostiene el relativista es que ningún valor ético es "incondicionado", que no existe una fundamentación última para ninguno de ellos, pero de ello no se deriva la afirmación de que no es posible diferenciar entre valores. Por el contrario, los que sí creen en una fundamentación última de los valores, los que consideran que sus valores son más firmes que los contrarios, estarían obligados a aceptar esos valores hasta sus últimos consecuencias, aunque ello suponga el genocidio o la inquisición (como ha ocurrido a lo largo de la historia en nombre de valores "verdaderos" y "fundamentados", ya sean creencias religiosas o doctrinas políticas). El relativista no está obligado a aceptar el horror en que desembocan los valores fundamentados, pero sí puede elegir entre unos valores mejores que otros desde la perspectiva siempre de esa ausencia de fundamentación última.

Puede decirse que la elección entre valores es inherente a la vida humana, por lo que está fuera de lugar la acusación al relativista de una incapacidad al respecto, lo que se niega es la existencia de un nivel trascendental donde existan esos valores. El hecho de considerar que los valores sean contingentes, producto de la historia o de la sociedad, no supone que no se pueda decidir entre valores diferentes. Pero, ¿qué hay del compromiso en la defensa de esos valores? Parece que el relativista sale ganando al respecto, si observamos que el absolutista cree en unos valores trascendentes, universales e imperecederos, por lo que su defensa acaba siendo secundaria e incluso prescindible. Por el contrario, el relativista (o el antiabsolutista, si no nos terminamos de encontrar a gusto con el término) cree únicamente en una justificación en la práctica de sus valores, sin más base que la decisión de asumirlos, por lo que no existe otra forma de defenderlos que la de desarrollar y mantener las prácticas que los sustentan.
El anarquismo siempre insistió en la anulación de la división entre teoría y praxis, en la justificación de las ideas en la práctica; aun estando armado a priori en lo ideológico y ético, siempre ha sostenido la práctica social y la libre experimentación para perfeccionar los valores. El relativismo parece propiciar la movilización política, el absolutismo (propio del conservadurismo o de cualquier tipo de necesidad histórica) todo lo contrario. No obstante, la acusación más contundente contra el relativismo es la de hacer entrar en juego la ley de la fuerza. Pero, hay que ver quién es más amigo de la fuerza para imponer sus valores. En el caso de ser estos valores "objetivos" (es decir, instituidos como moralmente buenos para el conjunto de los seres humanos), está claro que discrepar de ellos supone caer en la irracionalidad o en la anormalidad y quedar fuera de la comunidad humana (o ser sometidos a alguna terapia u otro uso de la fuerza). La fuerza puede ser empleada por cualquier persona o comunidad, pero emplearla en nombre de valores trascendentes añade aún mayores dosis de violencia. Además, el absolutista suele ocultar esas relaciones de fuerza en las que impone sus propios planteamientos, por lo que reivindica el monopolio del uso de la fuerza (el Estado, en el campo político, es el ejemplo más evidente).

La única fuerza legitimada para actuar es la que perpetúa el statu quo (un sistema sustentado en valores objetivos e inmutables). El relativista puede acudir a la fuerza en caso de ser necesario, pero lo hará sin más, a diferencia del absolutista que se considera plenamente legitimado para hacerlo. No parece una cuestión de matiz, ya que el uso de la fuerza se naturaliza y se atribuye a una necesidad ajena a nuestra propia voluntad. Los atributos del absolutista, amparado en lo que considera la ley con mayúsculas, de la naturaleza trascendente que fuere, parecen ser buena conciencia, tranquilidad espiritual, actitud indubitable y ausencia de la necesidad de dar cuenta de su propia actuación. En el terreno epistémico (lo que atañe al conocimiento), el relativista no puede ser tampoco la caricatura que los dogmáticos o absolutistas hacen de él. No se defiende que la verdad sea un concepto del que se puede prescindir, lo que se dice es tan solo que la verdad es incondicionada (relativa). La relación que tenemos con el mundo, y con nuestros semejantes, presupone necesariamente la creencia en la verdad. Incluso el relativista acepta que en la vida cotidiana el predicado verdadero funciona con unos rasgos semánticos de características absolutistas, y así usa él mismo ese predicado. Wittgenstein dio una explicación a este hecho al señalar que "la gramática que rige cualquier lenguaje está constreñida por su valor pragmático", debe ser tal que nos permita desenvolvernos por el mundo.
Pero la gran pregunta que se hace el relativista es acerca del grado de verdad que hay en esas creencias que empleamos en nuestra vida cotidiana. Se pueden aceptar unas reglas semánticas, asumirlas de cara a preservar la existencia, pero el compromiso no puede ir más allá de ese valor pragmático.

En otra forma de vida, con una diferente historia evolutiva, los predicados se aplicarían a otras proposiciones y lo que hoy predicamos como verdadero pasaría a ser falso. Afirmar esto es sostener que la verdad no es incondicionada, sino que es relativa a un determinado marco en el que solo en su interior tiene sentido. Pero, si en la vida cotidiana parece haber pocas diferencias entre el absolutista y el relativista, sí hay diferencias teóricas con consecuencias prácticas (tal vez pocas, pero de gran importancia). La primera de ellas es la imposición, siendo el absolutismo condición de posibilidad de prácticas inquisitoriales; solo los que consideran que existen verdades absolutas tienen el derecho, y aun la obligación moral, de forzar a los incrédulos. La segunda gran diferencia práctica es que el relativismo posibilita el cambio, mientras el absolutismo tiende a frenarlo. Si las verdades son absolutas nada podrá alterar su condición, pero si la verdad está condicionada por el marco que la instituye, no puede ser permanente. Ninguna proposición es inmune para siempre a su revisión.
La posición relativista ataca frontalmente a una serie de creencias, dogmas firmemente asumidos (aunque no posean una definición clara de esa supuesta verdad) por los absolutistas. Éstos, sostienen que la reglas semánticas que ordenan el uso de la verdad en nuestro marco social es trascendente a la propia sociedad, la forma de vida social depende según ellos de aquéllas. Si se tienen creencias verdaderas, universales y propias de cualquier tiempo y cualquier sociedad, ello constituye una negación aperturista en el futuro. Cualquier cosa que venga en el futuro no podrá alterar la verdad de esa proposición si es auténticamente verdadera, algo inasumible para el relativista. El objetivismo propio del absolutismo es otra creencia erosionada por el relativismo; según el mismo, una creencia es verdadera si trasciende cualquier punto de vista particular, si no se ve afectada por el que la enuncia y si se realiza desde un lugar genérico (seria propia de un punto de vista divino), algo sin sentido para el relativista. La tercera creencia dogmática amenazada sería el fundacionalismo, según el cual existen "verdades últimas" que no requieren justificación posterior y sirven de fundamento a la demás creencias verdaderas. La pregunta relativista o escéptica acerca de esas supuestas verdades, naturalmente, no tiene respuesta coherente.

Recordaremos que lo que sostiene el relativismo no es que sea inaceptable una creencia en la verdad, sino que esa creencia debe ser aceptada desde dentro de un determinado marco y que solo en él funciona con eficacia. Lo que se cuestiona es que esa verdad tenga una naturaleza que trascienda cualquier marco y, por lo tanto, no es incondicionada. No es menos controvertido el relativismo en el campo ontológico e Ibáñez afirma igualmente que se le pretende descontextualizar cuando el relativista afirma "la realidad no existe". Ocurre algo parecido a la cuestión de aceptar un determinado criterio de verdad para sobrevivir en la cotidianeidad, forma también parte de nuestra condición de existencia aceptar que tenemos cierta incidencia en una parte de la realidad. Pero estamos en lo mismo, el valor de uso de una proposición no transita necesariamente a aceptar que es verdadera. La realidad es necesaria, y los realistas dirán que además es verdadera, el relativista sostendrá que no lo es. La postura realista afirma que "la realidad existe con independencia de los efectos que produce en el ser humano". No parece esto una simple creencia, sino la condición previa a cualquier creencia para que nuestros discursos y representaciones sean inteligibles. Esta asunción supone a priori que no se pueda cuestionar el realismo, pero el relativista ontológico recordará que del reconocimiento de que una creencia sea útil para ciertos fines no se deduce nada en cuanto a que esa creencia sea correcta (por lo que sí tiene sentido cuestionarla). El realismo sostendrá que no solo la realidad existe con independencia del ser humano, sino que posee unos atributos propios igualmente independientes. Tomás Ibáñez considera que la aceptación de este principio conduce a una "concepción del conocimiento verdadero" (la verdad como correspondencia) y no estamos lejos así del objetivismo, y la afirmación relativista será que el concepto mismo de objeto depende de las convenciones y decisiones de los seres humanos.

El relativismo sostiene "no tiene sentido atribuir a las cosas unas supuestas propiedades intrínsecas que las caracterizarían tal y como son, con independencia de nuestras propia intervención", ya que nuestra condición de seres biológicos y socio-históricos hace que tengamos nuestros propios esquemas y descripciones; no es posible en suma hablar de una "esencia de las cosas" que supondría adoptar un punto de vista divino (o, lo que es lo mismo, desde "ningún sitio"). Por otra parte, se niega la posibilidad de acceder a una realidad pre-conceptualizada (es decir, supuestamente, tal y como es "en sí misma"). Lo que Tomás Ibáñez sostiene, volviendo al terreno de la política, es que gran parte de los realistas se consideran herederos de los valores de la Ilustración, según la cual se logró transferir de la divinidad a los seres humanos la legitimidad para acceder al conocimiento. Para ello, se estableció una instancia superior que acabaría con la arbitrariedad, por encima de puntos de vista e intereses de los diversos grupos humanos, que sería la realidad (independiente, objetiva y aprehensible por la razón). La acusación de los realistas al relativismo estaría basada en un supuesto intento del mismo para desmantelar los logros de la Ilustración y satisfacer así una gran "voluntad de poder". Según los realistas, los relativistas quieren hacer creer que es posible construir la realidad de acuerdo con nuestras decisiones y deseos, lo que desembocaría en la destrucción de la instancia que actúa como arbitraje del mundo y, por lo tanto, en la ley del más fuerte. Ibáñez considera que esta opinión está basada en muchos casos en buenas intenciones políticas, y de alguna manera es posible que hayamos interiorizado en mayor o menor medida ese punto de vista. Pero, muy al contrario de lo que se quiere hacer creer sobre el mismo, el relativismo aquí reivindicado pretende culminar el proceso de secularización hecho solo a medias por la Ilustración. A medias, porque si bien se arrebató a una divinidad inexistente, lo cual supone decir a sus representantes, el privilegio de "veridicción", lo que se hizo es transmitirlo a nuevas instancias superiores, como son la razón universal o las propiedades intrínsecas del mundo, en lugar de dejar el privilegio en manos de los colectivos humanos. Ibáñez aclara que esa culminación del proceso de secularización no debe suponer multiplicar la figura divina, convertir a los seres humanos en dioses, sino reivindicar una instancia simplemente humana (cuyas características son la finitud, la contingencia y la fragilidad). Es un debate no exento de gran controversia, realistas y relativistas consideran su posición como condición sine qua non para el ejercicio de la libertad. Lo que el relativismo se niega a aceptar, y esto es una posición netamente libertaria, es que existan razones de principio por las que debamos renunciar a la transformación del mundo.

Las ideas antiautoritarias en la posmodernidad, desterrar el absolutismo
Se ha dicho que Nietzsche fue el primero en golpear mortalmente cualquier principio trascendente; aunque se insiste en que se inspiró en gran medida en Stirner, dejaremos la controversia para otro momento. Otros autores, precursores de lo que ahora se conoce como posmodernidad, como Heidegger y Foucault, continuaron la labor del autor de Más allá del bien y del mal. El principio trascendente, concretado en el terreno religioso en la figura religiosa de un dios todopoderoso, es algo rechazable para el anarquismo, también para otras corrientes de izquierda surgidas de la Ilustración. Como ya hemos mencionado, gracias a los pensadores de la Ilustración, con el optimismo que suponía la confianza en la llamada razón científica, se dejó a un lado aparentemente la superstición y el oscurantismo religioso socavando los cimientos sobre los que se había edificado la antigua concepción del poder. Se substituyó la verdad sustentada en la divinidad por una nueva verdad que lo hacía en la razón. Gracias a ello, existía una fe en el progreso y en el advenimiento de una nueva era en la que se construiría el paraíso terrenal. La gran crítica que se realiza a la modernidad es que no acabaría con Dios, sino que iniciará simplemente un proceso de secularización, traspasaría a priori el principio trascendente al ámbito de lo humano y elaboraría un nuevo discurso de la verdad, que supone una nueva sumisión ante lo irrefutable de la objetividad. Todo régimen de dominación se basa en la supuesta existencia de un metanivel más allá de la mera existencia humana, con unos mediadores designados capaces de representar ese metanivel y expresarlo con sus palabras. La gran mayoría de los seres humanos se consideran que no están capacitados para ser juez y parte en los conflictos, ya que no disponen de la información precisa otorgada únicamente a una determinada clase. Naturalmente, los mediadores pueden ser sacerdotes, políticos o científicos; no importa si se asegura una instancia superior, como la divinidad, la voluntad general o el conocimiento objetivo, independiente de la débil e ignorante subjetividad humana. Lo que se ha dado en llamar "retórica de la verdad" se basa en criterios hegemónicos, absolutos y objetivos, buscando constantemente la legitimación ideológica y transformándose en el caso de aumentar el campo de la disidencia.


La modernidad ha podido traer una nueva "retórica de la verdad", la de la razón científica, mucho más poderosa y perversa si consideramos que nos encontramos esta vez ante una "verdadera retórica de la verdad". El principio trascendente, absoluto, se cuela una vez más en la sociedad y busca la sumisión ante la fuerza de las pruebas de la verdad científica. La denuncia es clara, la confianza ciega y excesiva en la razón y en la ciencia que produce una nueva instancia superior y una nueva clase mediadora. Dejar a la divinidad, y a cualquier principio trascendente, definitivamente fuera de juego implica asumir que no existe ningún metanivel que trascienda la existencia humana. Estamos hablando de anarquismo, de un anarquismo capaz de desprenderse de todos sus prejuicios modernos y de todo dogmatismo, pero a nuestro modo de ver las cosas con la obligación de asumir un bagaje histórico y ético capaz de asegurar que no se caiga en el cinismo o en un relativismo vulgar. A pesar de la confianza excesiva en la ciencia y en la razón de ciertos pensadores ácratas decimonónicos, estos autores son claramente contextualizables, no es posible aceptar en el anarquismo la existencia de principios absolutos, todo es producto de la contingencia humana y por ello revisable para mejor. Todo se encuentra en nuestras manos y lo que puede ser incuestionable ahora pasará a ser relativo tarde o temprano. Se requiere, por lo tanto, una vigilancia constante para que una retórica de la verdad no desarrolle una nueva forma de dominación; es posible que los autores posmodernos se refieran a ello como una tarea de deconstrucción que ponga de manifiesto la falsedad de los supuestos del discurso de la verdad y el carácter contingente e histórico de esos criterios.

No parece posible negar que la razón científica ha hecho una enorme labor para combatir el oscurantismo y la arbitrariedad (es algo que, por otra parte, tampoco ha conseguido plenamente), pero no creemos que se pueda desdeñar fácilmente esa visión que habla de nuevas formas de dogmatismo, y las teorías sobre cómo se genera una clase dirigente en el llamado metanivel parecen irrefutables. El cómo se elabora un nuevo criterio humano, una vez desmantelada cualquier retórica de la verdad, es algo que puede situarnos en una difícil situación a priori. Pero es por ello que consideramos que el anarquismo, rechazando cualquier principio trascendente y dejando en manos de la plural existencia humana toda deliberación, puede aportar un contrapeso racional y humanista, ampliando estos campos todo lo posible. Si la modernidad desembocó en el nuevo dogma de la razón, la cuestión es ampliar su campo con la vigilancia continua de no desarrollar nuevos principios absolutos, destruyendo definitivamente cualquier monarca trascendente, pero no caer en esa concepción vulgar del relativismo de la que hablan los absolutistas, en el "todo vale" y "todo está permitido" (caricatura que sus enemigos continúan haciendo). Se trata de resituar los valores en el ámbito de la deliberación humana, recordando que los mayores genocidios se han cometido en nombre de una verdad objetiva, nunca combatiendo contra ella. Dentro de esa tarea, para el anarquismo la ética es innegociable en la práctica social. Las ideas antiautoritarias tienen mucho que decir en la llamada era de la posmodernidad, en la que no debería caber ya ningún principio trascendente capaz de someter a los seres humanos.

Bibliografía
Actualidad del anarquismo, Tomás Ibáñez (Terramar Ediciones, Buenos Aires 2007).
Contra la dominación, Tomás Ibáñez (Gedisa Editorial, Barcelona 2005).
Diccionario de Filosofía, José Ferrater Mora (Alianza, Madrid 1980).
Municiones para disidentes, Tomás Ibáñez (Gedisa Editorial, Barcelona 2001).

lunes, 13 de enero de 2014

La concepción de la mente y de la voluntad en Bakunin

Repasamos en el siguiente texto la concepción de Bakunin, uno de los grandes pensadores anarquistas al que seguiremos dedicando mucho espacio, sobre la mente y la voluntad del individuo; el pensamiento de este hombre estaba, como no podía ser de otra manera, comprometido con el progreso y la búsquedas de la emancipación social, en suma, la conquista de la libertad y de la dignidad en un plano verdaderamente humano.

Bakunin no establecía una división tajante entre las facultades del hombre, para pensar y hablar, y el resto de los animales; a pesar de ello, por motivos obvios, solo el hombre ha alcanzado un alto nivel de desarrollo para una auténtica facultad pensante: esto es, la capacidad para formar y clasificar conceptos abstractos, los cuales son la base para las conclusiones que llamamos ideas. De esas ideas, el hombre deduce aplicaciones lógicas; ese poder de abstracción le permite al ser humano elevarse sobre su mundo externo, e incluso sobre él mismo, y le otorga un poder pensante casi ilimitado. Aunque Bakunin concebía el absoluto como la máxima abstracción, y como una idea seguramente carente de contenido, lo consideraba un instrumento capaz de otorgar grandes conquistas al ser humano. El despertar de la conciencia y de la voluntad se produciría gracias a esas facultad de abstracción, ya que el hombre puede elevarse sobre la presión inmediata que ejercen lo objetos de su entorno; tal y como lo considera Bakunin, el principio del análisis y de la ciencia experimental descansa en esa elevación del individuo sobre sus propios instintos e impulsos, ya que le permite comparar sus propias pulsaciones al igual que compara objetos externos.

Así, el hombre surge de la naturaleza y es la facultad de abstracción la que le permite otorgarse una segunda existencia en la que puede evolucionar y hacer realidad sus ideales. Tal y como concibe la vida Bakunin, tiende siempre a realizarse en toda la plenitud de su ser; de esa manera, el ser humano ha necesitados muchos siglos de existencia para poder desarrollar los conceptos de razón y de justicia. Ese nivel de desarrollo, según esa lógica, tendría todavía por delante un amplio horizonte para seguir materializando los diversos ideales concebidos por el hombre. El optimismo vitalista de Bakunin le hacía considerar lo siguiente: "La última fase y la meta suprema de todo el desarrollo humano es la libertad"; si algunas tradiciones consideran que esa libertad estuvo en el comienzo de la historia, el filósofo anarquista mira hacia delante y considera que es la progresiva autoconsciencia del ser humano la que le permite de verdad conquistarla. La emancipación humana solo se produce a través de un uso gradual de la razón, lo que permitirá discernir las leyes que rigen el universo, así como comprender la propia condición interna del individuo.

En el pensamiento de Bakunin se produce cierta paradoja: si bien el ser humano está también sujeto a leyes naturales, inmutables e inevitables, es cuando las reconoce y asimila con su mente cuando logra elevarse sobre la presión externa y obedecer únicamente a su capacidad creativa. Hay quien ha señalado esto como una contradicción en la concepción de la libertad de Bakunin, pero habría que releer el pensador anarquista: "(el ser humano) obedeciendo en lo sucesivo sólo a sus propias ideas, las transforma más o menos de acuerdo con sus necesidades progresivas, imprimiéndoles en alguna medida la imagen de su propia humanidad". Bakunin considera, por lo tanto, que es solo el hombre el único capaz de crear en el mundo humano, superando su condición animal, elevándose sobre su entorno y conquistando, en suma, la libertad y la dignidad; esta conquista se realiza gracias a la realización del propio potencial humano, que el filósofo ruso quería ver en una especie de causalidad universal que empujaba al individuo a realizar las condiciones necesarias para la vida de su especie.

Es ese impulso el que Bakunin denomina voluntad; gracias a sus facultades intelectuales, el hombre puede adquirir una plena conciencia y puede decirse que es el único ser que tiene una voluntad libre (una capacidad para autodeterminarse de forma consciente). No obstante, hay que matizar que la libertad de la voluntad resulta relativa, ya que insiste Bakunin en que está sujeta a esa causalidad universal; donde se vence la contradicción es cuando el ser humano reconoce esas leyes o necesidades naturales, se opone a la simple acción mecánica e instintiva y es capaz de dar continuidad a sus pensamientos para obtener el sentimiento de autodeterminación. El ser humano no puede liberarse de sus impulsos naturales, pero puede regularlos y modificarlos a través de diferentes épocas de desarrollo intelectual y moral, intentando ajustarlos a una concepción ideal de la justicia y de la belleza. Por lo tanto, el individuo está sujeto a las leyes naturales del universo, frente a las que no puede hacer nada al formar parte de ellas, pero es gracias al conocimiento y el trabajo que puede liberarse de la presión enorme que realiza el mundo externo (material y social); gracias a la revolución política, el ser humano puede concebir la mejor de las organizaciones sociales, sin despotismo alguno, y reconociendo y asimilando las leyes de la naturaleza.

Por supuesto, Bakunin no considera que las facultades del hombre estén originadas de forma divina o sobrenatural, sino que son una función más de la materia; sujeta, eso sí, a una gran capacidad de progreso y perfeccionamiento. La fuerza moral o capacidad de la voluntad del ser humano, al igual que su fuerza física, está condicionada por multitud de factores fisiológicos concurrentes: entre ellos, está la salud, el desarrollo normal del propio cuerpo o las capacidades cerebrales heredadas; así, la naturaleza no dota por igual a todas las personas estando muy condicionadas desde el nacimiento las facultades afectivas, intelectuales y volitivas. Por supuesto, la confianza del anarquismo en la educación tiene uno de sus orígenes en Bakunin cuando considera que toda voluntad puede adiestrarse y se logra reprimir toda expresión inmediata de los sentimientos y deseos. Así, con algunos límites evidentes, todo ser humano puede convertirse en su propio educador; no obstante, hay que tener en cuenta la independencia relativa que puede lograr, ya que siempre va a estar condicionado por el medio natural y social.

miércoles, 8 de enero de 2014

Combatiendo prejuicios sobre el anarquismo

Recuperamos y actualizamos un texto, publicado hace ya unos años en la prensa anarquista, sobre los prejuicios sobre las ideas libertarias que podemos leer y escuchar de forma reiterativa; calificaciones de todo tipo por parte de gente corriente, que por supuesto es la que nos interesa convencer, ya que dejamos para otro momento las acusaciones e ignominias por parte de los muy interesados enemigos del anarquismo

Son muchas las opiniones vertidas sobre el anarquismo y entramos también en un tópico si decimos que, gran parte de ellas, desvirtuadas bien por ignorancia, bien por manipulación ideológica o, directamente, claros intereses políticos. Tampoco deseamos caer en un victimismo, también demasiado habitual, sobre el constante ninguneo que sufre por la mayor parte de la historiografía oficial o la negación del papel que le corresponde en los estudios sobre los movimientos sociales. A nosotros nos corresponde, desde la honestidad y el trabajo, arrojar luz sobre un movimiento esforzado, como ningún otro, en dar respuesta a los problemas sociales y en profundizar en los diferentes ámbitos que abarca la capacidad humana. Vamos a comentar a continuación, algunas opiniones claramente ligeras y esquemáticas, pero hechas por personas corrientes, creemos que sin demasiados ánimos de desprestigiar, pero con todos los prejuicios que se quiera, y que siguen correspondiendo con seguidos a gran parte de las nuevas generaciones. Lejos de acusar o despreciar, lo que sólo conduce a la marginalidad, merece la pena seguir combatiendo los numerosos prejuicios que existen sobre el anarquismo; si una de las premisas fundamentales del mismo es el culto al conocimiento y cómo conduciría a la autoconsciencia y a la emancipación, es nuestra obligación ser coherentes y establecer una dinámica de aprendizaje mutuo con todos y cada uno de los seres humanos. De esta manera, con un conocimiento sólido de la materia que nos ocupe y con el añadido de nuestras continuas experiencias personales, es imposible mantenerse inmóviles en opiniones que pronto quedarán atrás.

En la primera versión publicada de este texto, aludíamos a un comentario pronunciado en cierto chat, con la autora de una biografía de Federica Montseny, y que servía muy bien de ejemplo e introducción de los numerosos prejuicios a los que tenemos que enfrentarnos al hablar de anarquismo: "una ideología que resultaba ridícula hoy día" (sic). Especialmente triste resulta el comentario, para empezar este modesto recorrido por el imaginario colectivo, y difícil es encontrar el lugar por dónde empezar a refutarlo. Diremos que existe un indudable triunfo moral -que se va reafirmando a medida que avanza la sociedad- para el anarquismo y los anarquistas y son, en nuestra opinión, los que han demostrado mayor justeza en sus juicios y acciones. Su búsqueda de la libertad, de la justicia y del conocimiento, profundizando y superando el dogma y los convencionalismos hace que, al menos, merezcan un respeto a la hora de establecer un juicio serio.
Otro comentario muy extendido, aquí tal vez más habitual en personas de mentalidad progresista -aunque habría que tratar de dar una definición sólida a dicho término-, es el de que "el anarquismo es un ideal bello pero resulta una utopía". El argumento, quizás contaminado por lo habitual que resulta, no da lugar a una conversación demasiado seria; históricamente, no hay un solo anarquismo y, así, se puede opinar e incluso tener una bonita discusión científica o económica sobre que, por ejemplo, una concreción anarquista como es el colectivismo tal y como lo expuso por primera vez Bakunin resulta irrealizable -que es el significado que se le quiere dar a la palabra utopía la mayor parte de las veces- o anacrónica pero hablar, así en general, sobre si una sociedad sin Estado es posible, y que tenga continuidad en el tiempo, requiere una preparación que nos sobrepasa -incluso, probablemente estando dotado de dotes precognitivas que no tenemos las personas normales-. Hablamos de una sociedad sin Estado pero, claro está, mucho más. Las sociedades sin Estado han existido durante gran parte de la historia de la humanidad pero la cuestión estriba en la construcción de una sociedad donde no exista una clase dirigente y el mínimo de delegación, una sociedad libertaria con todo lo que conlleva la tradición ácrata -aquí, la confianza en el conocimiento y la heterodoxia del anarquismo resultan de vital importancia- sujeto, por supuesto, a una constante evolución, a nuevas respuestas que da la misma experiencia -otro punto de vista importantísimo en el anarquismo es su negación de una teoría cerrada dejando un campo libre para lo empírico-. ¿Resulta esto una utopía? Está claro que no es esa la cuestión, sino el grado de dificultad que suponga su construcción y no creo que nadie afirme que resulte sencillo, incluso ante un supuesto vacío de Estado; y no se trata sólo de lamentarse por las circunstancias actuales y los numerosos enemigos que tiene el anarquismo sino, también, tratar de confirmar que la forma de ser más libres y más felices, de asentar la base de la sociedad libertaria, es combatiendo las instituciones y superestructuras con sus diferentes formas de dominación, sí, pero también huyendo, a nivel personal, del tutelaje, buscando el máximo de autonomía y aceptando que esa capacidad de progreso es posible en cada persona, sean cuales fueren sus circunstancias. Esto son, y nos adelantamos a otra acusación, bellas palabras, que queremos que se conviertan en realidad, por lo que quizá pueda calar algo en todas esas personas prejuiciosas con el anarquismo, que lo niegan como algo ridículo o irrealizable; si tratamos de no verlo como una ideología o, mucho menos, una doctrina y más como una filosofía o una moral, con su praxis cotidiana, el campo puede estar abonado para una sociedad mejor.

"Anacrónico", es otra palabra atribuida con frecuencia al ideal ácrata y, sin embargo, no puede estar, en nuestra opinión, más cargado de futuro; su búsqueda de justicia social y conciliación con la máxima libertad individual no tiene parangón con ninguna otra forma de organización social. Todo lo bueno que tiene nuestra democracia liberal -entendiendo esta palabra como una actitud de libertad y tolerancia en las relaciones humanas y dejando a un lado el sistema económico del que hablaremos más adelante- ya lo propugnó el anarquismo décadas antes de que los elementos reaccionarios fueran cediendo lentamente ante el progreso. ¿Dónde reside, pues, la extemporaneidad del anarquismo? Quizá vaya demasiado lejos al pensar que las teorías del milenarismo o de los rebeldes primitivos -como explicación a la fuerza del movimiento libertario, por ejemplo, en España- puede que tengan algo de culpa de esta nueva caricaturización o reduccionismo en la que se entra sin demasiada dificultad por parte de la opinión popular. La explicación más sencilla puede estar en ese razonamiento, al que se llega vía pensamiento único, de "el fin de la historia y de las ideologías"; es decir, no hay otra respuesta a la cuestión social o económica, vivimos en el mejor de los mundos posibles. Afortunadamente, el tiempo acaba erosionado la estulticia y vamos percibiendo ya un soplo de aire fresco para estos nuevos dogmas que produce la adoración al llamado mercado libre. El anarcosindicalismo puede ser objeto también de este juicio negativo al considerarse el proletariado un concepto difuso en la sociedad posmoderna; discutible es esto, por supuesto, pero de nuevo tomamos una parte por el todo. La sindical es otra forma más de emancipación que traslada las herramientas de lucha del anarquismo -plena autonomía, asambleísmo, acción directa...- a la organización obrera y cuyo afán revolucionario es incuestionable sobre el papel pero que, en la práctica, ha dado lugar a conflictos y polémicas a los que no ha sido ajena la historia; se puede confiar, actualmente, en la fuerza o viabilidad de la opción anarcosindicalista, pero queremos contemplar el anarquismo como liberador de una manera más amplia superando la visión histórica de que una clase social concreta será la protagonista de la deseada revolución. No obstante, resultan indudables la precariedad laboral -que marca la plenitud de la vida de una persona- y la indefensión del trabajador frente al sistema capitalista, por lo que resulta primordial la labor de un sindicato auténticamente independiente, combativo y con metas revolucionarias..
Otro lugar común en las opiniones populares sobre anarquismo es considerarlo algo similar a otras ideologías "radicales" como el comunismo -o, concretando, a la praxis marxista ya que existe un comunismo libertario-, confirmado en muchas ocasiones por movimientos sociales que utilizan con alegría una iconografía perfectamente intercambiable a gusto del consumidor. Hay que decir que los anarquistas ya denunciaron y combatieron los regímenes totalitarios mucho antes de su caída definitiva; si la acción libertaria es la lucha contra el poder y su meta la destrucción definitiva del Estado, con mayor motivo se va a abominar de sistemas donde se confía en un poder totalizador magnánimo, por mucho que asegurara Marx que la perfección del Estado haría innecesaria su existencia. La historia esta ahí, y dejando a un lado las perversiones o desviaciones en las que algunos insisten todavía, es digno de reflexión el germen autoritario que puede llevar en su seno la doctrina marxista (confirmado posteriormente por el leninismo) y en el despotismo al que conduce su concreción política, cosa que ya vislumbró Bakunin en la I Internacional dando lugar a la corriente antiautoritaria del socialismo. Como se ve, desde un principio resulta imposible confundir ideas que son antitéticas, al menos en sus propuestas, y que dieron lugar a una bifurcación difícil de reconciliar; si algunos pensadores han hablado de un "marxismo libertario" es, quizá, por apertura y acercamiento de una doctrina más bien cerrada, con un afán excesivamente científico, al anarquismo, que siempre tendió al análisis, al libre examen y a hacerse preguntas antes que a dar respuestas definitivas. Hoy en día, insisto, el anarquismo posee un indiscutible -aunque resulte difuso y pocos lo acepten- triunfo moral al haber colocado la libertad como valor primordial y puede mirar con orgullo hacia adelante; el comunismo, supuestamente basado en las ideas de Marx, agoniza de forma patética y constituye todavía en algunos lugares del mundo una triste realidad.

Superado el desastre que supusieron los sistemas totalitarios, el anarquismo debe dar respuestas en su afán socializador antiestatalista; otra gran preocupación en las personas es la de una propuesta sólida y moderna de economía que garantice el bienestar -las propuestas históricas libertarias pueden resultar un estupendo referente, pero sería bueno estudiar las complejidades de la actual globalización capitalista para combatirla en profundidad, cosa que también realizaron los grandes pensadores libertarios en su momento-. Esto constituye, quizás, una gran asignatura pendiente para convencer de que es posible una alternativa liberadora frente a un sistema que, entre sus grandes capacidades, además de mantener las relaciones de poder, está la inculcación de que no es posible cuestionar el estado de las cosas. Es fácil denunciar que seguimos siendo, en gran medida, esclavos de un sistema económico desigualitario, depredador, alienante, capaz de fabricar mentes sumisas gracias a constantes "opios del pueblo" y a una política del "pan y circo", que han demostrado tener muchos más recursos y lugares que los tradicionales de la iglesia y la taberna, gracias, en gran medida, a una revolución tecnológica que, lejos de desestimarla como alienadora como manifiestan algunos, debe ser puesta al servicio de las premisas libertarias.
La caricatura o el desprestigio se han volcado en la tesis y el prurito anarquistas pero, como ya hemos mencionado en el texto, hay que tratar de superar esta actitud de lamentación constante, siempre apoyada en las perversidades del sistema y de tantas personas, que no es más que otra forma de aceptar una derrota que puede que, técnicamente, se haya dado en la historia pero que resulta inasumible a efectos morales. El anarquismo, para seguir resultando coherente consigo mismo, debe mirar hacia delante y someterse a una renovación constante en su, supuesto, armazón teórico -ya hemos mencionado nuestro rechazo a la palabra ideología pero es indudable que resulta un conjunto de ideas y valores, con unas premisas antiautoritarias básicas y todo lo flexible que se quiera-. Diríamos que, si bien la tradición ácrata es de una riqueza incuestionable a la que se puede acudir por muchos motivos, tratáramos de ser críticos también con la visión anarquista clásica, que nace y se desarrolla en el siglo XIX, debido, no a su anacronismo, sino a la necesidad de nuevos análisis y respuestas. El estudio y la divulgación histórica parece fundamental, pero hay que eludir el peligro de que ello suponga un obstáculo para el progreso dentro de la heterodoxia del anarquismo.

lunes, 6 de enero de 2014

Cooperación versus competencia

El eterno dilema, la lucha en el devenir de la humanidad entre la cooperación, o solidaridad, y la competencia o egoísmo; de momento, en el sistema reinante la batalla la ha ganado la segunda, el mundo es "muy de derechas", como escuché una vez en cierto debate, con un sistema económico liberal o neoliberal y una autoridad estatal prácticamente incuestionable. Por supuesto, somos progresistas, confiamos en la libertad y no creemos en determinismo alguno.
De nuevo, hemos querido reflejar en un diseño, que se propondrá para alguna publicación anarquista, algunas de las inquietudes libertarias; el deseo de que predomine el paradigma de la cooperación y de la solidaridad, como garante de equidad y de una libertad inevitablemente unida a lo comunitario. Lejos de simplificaciones y maniqueísmos, queremos ser conscientes de la dificultad de desterrar de manera definitiva algunas de las tendencias del ser humano; es por eso que recordamos una vez más las diferentes lecturas del individualismo y del egoísmo, tal vez no necesariamente enfrentados en una sociedad libertaria a la actitud cooperativa y solidaria.
De momento, quedémonos con el término "individualidad", que alude a la particularidad de cada persona, por lo que dejamos claro que rechazamos cualquier tendencia uniformadora.
El juego de la tipografía, dispuesta horizontal o verticalmente según los términos, es evidente; el contexto del cosmos, algo grandilocuente y muy socorrido como imagen bella, en el que se contempla el planeta tierra, como símbolo de la humanidad, y el satélite, como metáfora de la influencia en el devenir de la civilización.


viernes, 3 de enero de 2014

George Orwell, escritor y revolucionario

Recordamos a Eric Arthur Blair (1903-1950), más conocido como George Orwell, un autor que supo conciliar de forma sobresaliente su faceta de escritor con su compromiso político y sus experiencias revolucionarias. Además, reproducimos uno de sus escritos, Por qué escribo, que puede verse como una presentación de su obra en la que se fusionan política y literatura; la obra y la vida de Orwell serían inseparables.
El mundo podría llegar a ser como el de 1984, puesto que ya lo es en alguna de sus facetas. Orwell, al proyectar ficticiamente el horror a sus últimas consecuencias, nos sitúa frente a nuestra responsabilidad, y esa responsabilidad supone la esperanza, que lleva a la lucha para impedir que 1984 pueda cumplirse en cualquier otro año. Julio Cortazar.
Eric Arthur Blair -auténtico nombre del autor de 1984- nos dejo sus valiosas vida y obra como ejemplo y advertencia contra la tiranía que tanto odiaba y que le llevó a combatir la sublevación fascista en España donde el contacto con hombres y mujeres revolucionarios le llevo a confiar más que nunca en un mundo socialista despejado de toda autoridad. Su obra literaria conlleva un compromiso político ya desde su primer libro importante, Sin blanca en París y Londres, donde se detalla la repercusión económica sobre la gente más humilde en la crisis económica de finales de los años treinta. Sorprendentemente, y a pesar de su condición de hombre pacifista y progresista, su educación le influyó para ingresar en la policía imperial, lo que le llevó a Birmania, donde conoció la verdad del horror de la política imperialista de su país. Esto le marcó definitivamente y forjo su pensamiento político hacia posiciones netamente antiimperialistas reflejado en algunas de sus primeras novelas. El joven Eric decidió firmemente situarse al lado de los oprimidos y abandonó asqueado su condición de servidor colonial; vivió en París y Londres en los sitios más miserables y al cabo de cierto tiempo logró publicar sus primero libros, pero no logró la plena consolidación debido a su carácter rebelde, algo que le llevaba a negarse a ser un asalariado.