jueves, 6 de junio de 2024

Anarquismo es movimiento. Anarquismo, neoanarquismo y postanarquismo

Ya habíamos hablado en este blog del libro Anarquismo es movimiento, de Tomás Ibáñez, y recuperamos ahora la reseña tal y como se publicó en la revista Germinal. Revista de Estudios Libertarios núm.12.

Tomás Ibáñez es un viejo militante anarquista, cuyos inicios se remontan a los círculos estudiantiles en el exilio libertario en Francia. Ya jubilado, ha sido catedrático de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Barcelona y es autor de varios libros sobre anarquismo y otras disciplinas del campo de humanidades. En la obra Anarquismo es movimiento, publicada por Virus, Ibáñez insiste en una visión postmoderna de las ideas libertarias que ya había mostrado en otros textos. Según esa visión, no existiría una esencia previa al ser humano correspondiente a la concepción anárquica. La posibilidad de una sociedad libertaria, al igual que la de su contraria, una sociedad autoritaria, serían contingentes; es decir, son el resultado de la actividad de los seres humanos, por lo que son posibles o no. La anarquía sería una construcción que surge del pensamiento anarquista y de los movimientos anarquistas.


Al contrario que en otros textos, donde Ibáñez despacha de un plumazo el anarquismo “clásico”, es de agradecer que en este dedique algo más de espacio al mismo. Que apunte que, en tantas ocasiones, las críticas postmodernas a ese anarquismo moderno pueden estar originadas en el simple desconocimiento, es también bienvenido. No obstante, la crítica a Kropotkin, a todas luces simplificadora, como representante de una especie de anarquismo “milenarista”, resulta más que cuestionable. Conocida es la crítica postmoderna a toda visión teleológica de la historia y es lógico que tantos pensadores ácratas se vieran impregnados de esa confianza decimonónica en que el progreso conduciría a la humanidad a algún estado óptimo. El anarquismo, en cualquier caso, siempre ha sido, o debido ser, heterodoxo; podemos citar a autores más cercanos a los postulados de la modernidad, lo mismo que a otros que pueden resultar más del gusto de lo que hoy entendemos como postmodernidad. Como el propio Ibáñez ha afirmado en alguna otra ocasión, las ideas críticas y emancipadoras de la modernidad siguen estando pendientes, por lo que la postmodernidad debe suponer una tensión permanente entre las aspiraciones de la primera y los rasgos de la segunda.

La obra de Tomás Ibáñez se dirige en contra de un supuesto anarquismo instituido; las ideas libertarias solo pueden forjarse en prácticas de lucha contra todo tipo de dominación y, si ello no se produce, conduciría a esa institucionalización del movimiento en lugar de a ser constitutivamente cambiante. Mayo del 68, donde la militancia de Ibáñez tuvo protagonismo, supuso para él una nueva constitución del anarquismo; otra se estaría produciendo en estos primeros años del siglo XXI en el contexto de una nueva realidad social, cultural, política y tecnológica. Estaremos de acuerdo en que el anarquismo parece acoplarse muy bien a esta nueva realidad en lucha contra la sociedad autoritaria, lo demuestran movimientos como Seattle, 15-M y Ocuppy Wall Street; a la vez, según la visión de Ibáñez, el anarquismo estaría constitutivamente cambiando gracias a esas prácticas militantes de lucha.

Ese afán por establecer divisiones temporales en las ideas anarquistas conduce en la obra a un término, el neoanarquismo, según el cual se ha producido un cambio en el imaginario revolucionario: la revolución no será ya un gran evento proyectado hacia el futuro, sino algo propio del ahora, de forma inmediata y continua. Se trata de otra de las grandes críticas a la modernidad, estrechamente vinculada a la confianza en el progreso y a la de la creencia de una finalidad en la historia. En cualquier caso, parece injusto encuadrar al anarquismo clásico dentro de ese proyecto, que los autores postmodernos quieren contemplar como la inauguración de una nueva forma de absolutismo. Estamos totalmente de acuerdo con la crítica a toda ortodoxia y rigidez instituida dentro de las ideas anarquistas; es más, si ello se produce es traicionar sus principales señas de identidad.

No existen, o no deben existir, guardianes del templo sagrado del anarquismo; se trata de una contradicción en los términos. Aunque Ibáñez utiliza el término neoanarquismo, se muestra también crítico con todo intento de ruptura con el anarquismo de épocas anteriores; lo que se denuncia es la esterilidad de simplemente aceptar una herencia y repetir fórmulas en lugar de buscar formas de reinventarse. Por otra parte, los anarquistas jamás han tenido una visión rígida de la historia; si el materialismo contempla las condiciones económicas como el gran motor de evolución, la apelación a los deseos humanos siempre se ha tenido en cuenta en las ideas libertarias y ello sin caer en el mero voluntarismo. Precisamente, Ibáñez considera que es necesario desactivar ciertas “prácticas de subjetivación”, determinadas por la sociedad autoritaria, para poder influir en el imaginario de las personas y generar una subjetividad política “radicalmente rebelde”.

El postanarquismo, otro de los términos utilizados en la obra que nos ocupa, se alimenta del postestructuralismo y de la consabida postmodernidad. Según el mismo, el anarquismo habría estado lejos de librarse de las influencias de la modernidad; para esta visión, en nuestra opinión, se parte de un prejuicio habitual y es considerar de nuevo al anarquismo clásico como una esencia previa a toda práctica libertaria. Consideramos que existe más vínculo que ruptura entre el anarquismo clásico y cualquier forma innovadora que, a la fuerza, debemos tener en la actualidad. Nuestra condición antiautoritaria, no obstante, debería hacernos recibir bien toda crítica a cualquier tentación dogmática; es algo que contribuye, con seguridad, al enriquecimiento.

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