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jueves, 19 de mayo de 2011

Formación ciudadana

El liberalismo es, al menos al día de hoy, una teoría política primordial para la democracia representativa. Según esta idea, el individuo es libre y soberano para elegir entre una serie de opciones en unas elecciones democráticas. También, entre las libertades que preconiza el liberalismo, está la presunta libertad para buscar su beneficio personal. La cultura norteamericana, puede decirse, es la exacerbación de esta visión heroica y abnegada del individuo en buscar de una determinada meta. Sin embargo, no es demasiado complicado desmontar esta visión de un individuo autónomo, que no depende de un vínculo social, ni a nivel privado ni a nivel comunitario. No está nunca demás insistir en esta visión falaz del liberalismo, cuyos postulados son meramente negativos; es decir, autonomía e independencia son conceptos que no adquieren un sentido pleno ni positivo si no los vinculamos a lo social. El individuo solo puede realizarse aceptando su condición de "animal social", no independizándose de la sociedad, ya que necesita el apoyo y la solidaridad de la comunidad. Las más nobles aspiraciones son, tanto individuales, como sociales, y solo el individuo plenamente desarrollado puede comprender esto. Incluso, a pesar de lo que sostenga el liberalismo, las etapas de mayor atomización pueden coincidir con un mayor poder del Estado y de otras instancias a las que el individuo se subordina. En las sociedad contemporánea, desgraciadamente, el ciudadano se ve reducido a su condición de votante y de contribuyente; tanto el Estado, como el sistema capitalista, promueve la infantilización, perpetúan la dependencia y las subordinación (aunque esa intención adopte la forma de tutela en tantas ocasiones). En este contexto, potenciado por una sociedad de consumo que nos empuja a acumular bienes de manera irracional, nos convertimos en extremadamente vulnerables a la manipulación por parte de personas y de instituciones. Elegir a un candidato a un puesto, tal y como elegimos un producto en el mercado, debe ser substituido por una vida política activa con un compromiso claro con los asuntos que nos afectan. Por lo tanto, hay que trabajar para desmontar esa mistificación de un individuo autónomo y autodeterminado desprendido de todo nexo social.

Nuestra capacidad de razonar, la dependencia mutua que tenemos con otras personas y la necesidad de la solidaridad deberían ayudar a una existencia más activa y a la creación de un nuevo ámbito político libertario. El Estado, el capitalismo y la jerarquía social pueden ser substituidos por las instituciones cooperativos adecuadas. Esta perspectiva, por ejemplo para Murray Bookchin y su idea del municipalismo libertario, pero también en mi opinión desde cualquier perspectiva ácrata (un socialismo descentralizado, una autogestión de lo social), se realiza desde el ámbito de lo local. Una nueva sociedad requiere de un nuevo carácter social e individual, nada de votantes y contribuyentes pasivos. Nuevas potencias del carácter, virtudes cívicas y compromisos pueden desarrollarse en un nuevo contexto. Entre todo ello, otorgar un campo más extenso para la razón y para la solidaridad (compromiso con el bien público) es primordial. El esfuerzo y la responsabilidad compartidos de todos los miembros de la comunidad es lo que hace a ésta posible. Tantas veces, se ha cuestionado la capacidad de los ciudadanos para gestionar con sentido común de manera directa, pero precisamente en potenciar la razón, algo tan cuestionado en la posmodernidad, estriba la cuestión. Para un debate constructivo, es necesaria la razón, precisamente para superar todo partidismo y prejuicio, para demostrar la superioridad de una sociedad cooperativa frente a otra competitiva en la que las personas están atomizadas. Esta visión socialista no elimina la posibilidad de una vida personal enriquecedora, todo la contrario, promueve un mayor sentido en las relaciones humanas. De hecho, debemos analizar siempre qué relación tenemos con las personas de nuestro entorno, y acabaremos descubriendo el miedo y la desconfianza que prevalecen sobre cualquier otro factor. Al compartir proyectos, las personas desarrollamos nuevos vínculos solidarios y responsabilidades conjuntas, podemos ganarnos la confianza de los demás y dar lugar a nuevas situaciones. En definitiva, individualidad y comunidad pueden reforzarse y alimentarse mutuamente desde una perspectiva libertaria. Observar el compromiso y la vida activa, no como una pesada carga, sino como una forma de realización es la base para este nuevo contexto social.

La mentalidad estatal, es decir conservadora, considerará siempre al ciudadano como un crío incompetente y escasamente razonable. Con las adecuadas experiencias y preparación, los ciudadanos puede adoptar posiciones razonables y constructivas. Solo hace falta desprenderse de prejuicios y tener la paciencia necesaria y fortaleza de carácter. La política puede pasar de la clase dirigente, de la profesionalización, a la gente de la calle. Precisamente, el grado de maduración de los ciudadanos es lo que puede alcanzar un compromiso político no profesional, sin subordinaciones a jerarquía alguna. Esa actitud de las personas para autogestionar la sociedad no brota de la noche a la mañana, puede ser resultado de una preparación cuidadosa, un formación cultural y personal propia de una nueva situación. Los antiguos atenienses, denominaban a esta educación paideia, el cultivo apropiado de las cualidades cívicas y éticas necesarias para la ciudadanía. Esa educación puede estar dirigida también a una identificación con la comunidad y hacia una responsabilidad con ella, hacia la participación asamblearia de manera racional, tolerante y creativa. Esta formación de ciudadanos se produce también en la participación política, la mejor escuela es sin duda una nueva sociedad cooperativa y participativa, integrada por individuos responsables. Es una tarea inmensa, que no pasa por un mero compromiso político, ya que el ser humano necesita tantas veces respuestas vitales inmediatas. Es necesario, como he dicho antes, mucha paciencia y carácter para lograr resultados y transformar la sociedad. Desgraciadamente, muchas personas reducen su conceptos de la política al arte de gobernar, al Estado, y no son capaces de encontrar una alternativa clara al sistema económico. Sin embargo, a medida que vayamos encontrando nuestras propias respuestas, gracias a tratar de escapar de toda subordinación y a construir más ámbitos de debate y más vías solidarias y participativas, es posible que se vayan cimentando las bases de un nuevo contexto libertario.

jueves, 5 de mayo de 2011

La aparición del ámbito político

Vamos a tratar de realizar una distinción histórica, atendiendo a ciertos pensadores, sobre la distinción entre el ámbito político y otras esferas de la intervención humana. Murray Bookchin, sin dudarlo, establece tres ámbitos: el político, el social y el Estado. En la Antigua Grecia, Aristóteles solo reconocía una dualidad: la esfera social y la política. Muchos pensadores han continuado pensando como el estagirita, como es el caso de Hannah Arendt, aunque esta autora parece ser que lo que llamaba ámbito político es lo que ahora podemos considerar el Estado (una confusión, por otra parte, habitual).

El ámbito social podemos considerarlo el ámbito privado, y no podemos confundirlo con la sociedad en su conjunto. La esfera privada es la más antigua de los tres ámbitos mencionados por Bookchin, de tal forma que en la prehistoria, en forma de grupos y tribus, las comunidades humanas se estructuraban alrededor de él. Al no existir el Estado, lo que podemos llamar vida grupal coexistía en las primeras sociedades con el ámbito social. Todas aquellas comunidades se mantenían cohesionadas y organizadas por el parentesco, pero también por otros factores que se consideraban hechos biológicos inalterables (como los roles atribuidos al sexo o la cuestión de la edad). Es posible que tardara en aparecer la diferencia de clases y la dominación en la misma sociedad, dándose tal vez una solidaridad gracias a esos factores de cohesión, aunque lo que parece seguro es que la aparición del chovinismo y el racismo (hostilidad hacia otras tribus, al considerarlos una amenaza, y consideración de una taxonomía diferente hacia sus miembros) fue algo consustancial al nacimiento de las primeras sociedades. Ello no implica que no existieran también muestras de benevolencia hacia los extranjeros, aunque hay que tener en cuenta siempre los factores supersticiosos que empujaban a considerarlos algo peligroso.

Las sociedades tribales eran nómadas, cazaban y recolectaban, y en algunas ocasiones recurrían a formas básicas de horticultura. Con el neolítico, se da un cambio de paradigma económico, la agricultura y cría de animales conducen a que las tribus se establezcan en aldeas estables. Con ello, llegó el hecho del almacenamiento de víveres, con lo que algunos miembros se convirtieron en los distribuidores y, consecuentemente, en poseedores de bienes y riqueza. Se dio lugar así a la división de clases, lo que acentuó la jerarquización ya existente (se dio la supremacía al género masculino, creándose la cultura del patriarcado). El concepto del chamán dejo paso a lo que se pueden considerar ya sacerdotes, fortaleciéndose también la institución religiosa con sus demandas ya claramente materiales. Sin embargo, tal vez la consecuencia más importante en este cambio de paradigma económico es el nacimiento de las ciudades: grandes asentamientos permanentes sin producción propia, dependiendo del grano importado del campo. Los componentes de estas ciudades tenían su vida estructurada, no ya alrededor del parentesco, sino por la proximidad de residencia y por los intereses compartidos. Poco a poco, la ciudad se convirtió en una forma de vida en la que el principio de organización social no eran ya los lazos de parentesco; la gente no se consideraba ya miembro de una tribu, sino que se veía a través del prisma de un estatus social o de la pertenencia de bienes,  o de una determinada residencia o profesión. Aunque seguirían existiendo prejuicios étnicos, la nueva situación produjo que se diluyeran en cierta medida, un nuevo orden social transformó a la gente de una condición tribal en componentes de grupos heterogéneos y potencialmente cosmopolitas. Era el germen de lo que podemos llamar la universalidad humana.

Insistiremos en que estas ciudades, por muy heterogéneas que fueran, no eran paraísos de igualdad. Existían jerarquías militares y religiosas, así como división de clases y de género. Las élites que gobernaban dominaban a los ciudadanos comunes, los cuales trabajaban para proporcionar bienes o se convertían en soldados forzosos para brutales periodos de guerra. Por otra parte, la ignorancia sobre los fenómenos naturales hizo más poderosa a la clase sacerdotal. Incluso, estas primeras ciudades se podían ver como vastos templos. Sin embargo, y a pesar de todas estas tiranías, podemos considerar que la revolución urbana abrió la posibilidad de que pudieran existir también comunidades libres e igualitarias. El hecho de que las personas tuvieran conciencia de una humanidad universal, también dio lugar a la posibilidad de una organización ética y racional. Es por eso que la aparición de la ciudad inauguro el desarrollo de lo que podemos llamar "ámbito político". Esta esfera se caracteriza por la existencia en una misma ciudad de intereses compartidos y de espacios públicos mantenidos en común por comunidades interétnicas. El ámbito social queda físicamente delimitado por las paredes del hogar,  más allá está el ámbito público (calles, plazas y lugares de reunión). En ese espacio público, los ciudadanos podían comerciar, encontrarse, relacionarse, influenciarse mutuamente, intercambiar noticias y hablar de asuntos comunes. Eran espacios que, potencialmente, podían ser usados para fines cívicos y actividades políticas. Es la polis griega, a pesar de las desigualdades ya mencionadas, la que define y concreta el ámbito político como el campo de la autogestión por democracia directa: la libertad positiva de una comunidad como conjunto, con la cual las libertades individuales están estrechamente entretejidas. Ahí se puede situar la tradición de democracia directa, que es ahogada por los grandes imperios que llegan después, pero que reaparece a lo largo de la historia (como es el caso de algunas comunas medievales). En pleno feudalismo autoritario, algunos ciudadanos reclamaban un espacio para autogestionar sus asuntos sin élites gobernantes.

La aparición del ámbito político abre la posibilidad de una comunidad libre y autogestionada, pero las élites políticas siguen ejerciendo su autoridad sobre la vida política (apelando incluso a derechos tribales ancestrales supuestamente superados). Por otra parte, los ejemplos históricos de lo que podemos llamar "democracias directas" conservan numerosos rasgos oligárquicos, xenófobos y discriminatorios de diversa índole. Sin embargo, todos esos defectos son contextualizables, propios de un determinado momento en la totalidad de una época. Era seguramente muy complicado que no se diera la esclavitud en la Antigua Grecia, al igual que en otras sociedades del momento, pero sí se mostraron superiores a las monarquías represivas de esas regiones y generaron el concepto del ámbito político. El Estado, al igual que los ámbitos social y político, también tiene un desarrollo histórico del que nos ocuparemos en otro textos.