lunes, 10 de marzo de 2008

Reflexiones ateas

No se trata de incitar a creer o no creer, ni siquiera de afirmar o no la existencia de una voluntad divina, o de toda una legión de dioses -naturalmente, y “créanme” ustedes, lo más probable es que no exista tal cosa-, se trata de invitar a la reflexión crítica de las creencias religiosas, de sus doctrinas asfixiantes y de sus verdades reveladas. Para empezar, pediría por favor, para enfrentarnos a un debate serio, que dejemos a un lado el tan manido y reduccionista “el ser humano necesita creer en algo” o el lamentable a estas alturas “la religión nos otorga los valores, la separación entre el bien y el mal”. Efectivamente, todos los seres humanos, como seres conscientes y racionales, necesitamos y debemos creer en multitud de cosas; pero ninguna creencia resulta más bella que todo lo que atañe a este mundo, a su mejora y armonía, a todo lo que resulta terrenal sí -por supuesto, la creencia de formas de organizaciones sociales más libres y justas-, pero también a todo lo que afecta a los sentimientos, al cultivo de los valores, del alma si se quiere -concepto al que permito arrebatar toda connotación mística y que me atrevo a definir como nuestra fuerza vital, nuestro desarrollo sensitivo e intelectual-.
Muchos afirmarán que todo esto está muy bien pero que sus creencias son una cuestión de fe, un terreno personal donde nadie puede inmiscuirse, y nada más lejos de mi intención -pretendiendo ser consecuente con un comportamiento libertario- que hacerlo. Sin embargo, es necesario aclarar que la religión es algo más que una cuestión de fe, es un asunto también de verdades reveladas -existen tantas como religiones- donde el hombre es incapaz de llegar por sí solo a esclarecer la supuesta existencia de la divinidad y debe acatar, sin capacidad crítica, ciertos textos elaborados por personas “escogidas” en “comunicación” con la voluntad divina y su verdad reveladora. Aquí es donde existe pleno derecho para toda objeción libertaria y donde el ateísmo cobra su fuerza, cuando tratan de desprender al hombre de su capacidad racional, de su pensamiento o crítica, y es algo que las religiones, en mayor o menor medida, han tratado siempre de realizar. La fe por lo tanto no es válida por sí misma para conformar toda una creencia religiosa. A la creencia en un dios -sea cual fuere el origen de tal cosa- siguió la creación de instituciones religiosas de naturaleza, obviamente, dogmática y autoritaria y de todo un cuerpo clerical al servicio de una determinada teología y cosmogonía sujeta a verdades inamovibles -y que solo será cuestión de tiempo revelar su falsedad, no vale adaptarse a los tiempos venideros-. Ninguna religión, construida en base a verdades irrefutables, puede resistir el paso del tiempo y a los avances en el pensamiento y en el conocimiento científico; honesto sería por parte de esos miembros eclesiásticos, en lugar de pedir perdón tarde, mal y nunca por haber perseguido a la gente que dijo la verdad o que miraba hacia adelante, el reconocer su efímera existencia y su pertenencia a un determinado tiempo histórico. Mucho pedir es esto, y si algunas religiones se refugian en el inmovilismo integrista, otras tratan de adaptarse a una civilización occidental “laica” -o aconfesional, como se define el Estado español- y “democrática”, revelando la debilidad de tales términos en nuestra sociedad, donde los diversos poderes, estatales o religiosos -dejemos lo económico para otro momento-, continuan reclamando miserablemente su parte del pastel.

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