Puede decirse que la filosofía anarquista, bien llamada "libertaria", recoge una larga evolución cultural y combativa, y continúa hasta sus últimas consecuencias la lógica de la libertad. Se considera que la libertad forma parte esencial del ser humano, por lo que la liberación no solo es posible sino lógica. Pero razonando así da la impresión de incurrir en una especie de fatalismo positivo, en un determinismo para el ser humano de índole natural. La cosa no es tan sencilla. Lo que nos distingue de otras especies es, precisamente, nuestras capacidad para moldear el medio ambiente, para trascender la "animalidad" (si puede llamarse así), para escapar de ese determinismo natural. La conciencia (frente al instinto), la posibilidad de sistematizar la experiencia de cara al futuro, la posibilidad de organizar nuestras conducta en el espacio y en el tiempo, son algunas características que nos definen como seres humanos. No sé si es totalmente posible escapar a cualquier determinismo (sí una posibilidad deseable, que empiece por anular los condicionantes naturales y sobrenaturales), pero la facultad de llenar cierto vacío gracias a la conciencia y a la consciencia, a la elección constante, nos define. Hay quien habla de autodeterminación (bella palabra, si hablamos de individuos, y no de identidades colectivas que ocultan las peores formas de dominación), en el que la persona aporta sus propios proyectos y creaciones. La filosofía libertaria, como todas las filosofías, nace de la reflexión, el razonamiento y la experiencia; en ella, los determinismos dejan paso a los proyectos humanos apoyados en la acción, y se edifica en torno a la libertad. Solo el aumento de conciencia y de libertad parecen definir un pensamiento libertario validado solo en la práctica de la vida cotidiana. El anarquismo no cree para nada en el relativismo (crítica pobre y recurrente de las ideas conservadoras), cree profundamente en el devenir, en la continua perfección de los valores más excelsos de la condición humana. Ese movimiento continuo, ese camino hacia la perfección (no alcanzada nunca), esa capacidad humana para construir sus valores (los cuales no hacen tabla rasa, y sí parten de la más noble tradición de lucha), ese esfuerzo constante de liberación, de apartar lo que no resulta ya válido, es lo que podemos llamar sin temor libertad. Como ya se ha dicho en múltiples ocasiones, pero no nos cansaremos de insistir, el anarquismo es una práctica de la liberación, en la que el acto libre constituye en la acto liberador. Podemos considerar que el medio es todavía lo suficientemente alienante, pero por muy represor que sea el ambiente el acto liberador es posible. Frente al determinismo social, excesivamente mecánico si lo aplicamos a la totalidad de la voluntad humana, en el que creían ciertos pensadores, me gusta pensar que la acción humana puede contener, en cualquier contexto, elementos liberadores. Esos actos, plenos de espontaneidad y de creatividad (factores en los que se puede confiar de manera conjugada) pueden contener instantes de la deseable sociedad libertaria. No obstante, no hay que desestimar, máxime en estos tiempos con su pobre y mezquina concepción del progreso, la capacidad para la desidia de la naturaleza humana, para esa inercia que le hace seguir el camino ya marcado. Los movimientos dialécticos entre desidia y creatividad, entre rutina y espontaneidad, entre evasión y reflexión, son unos de los grandes campos en los que debería trabajar el anarquismo. No es fácil encontrar la dinámica de un camino liberador, la experiencia de la libertad que anule toda inercia de servidumbre; tampoco lo es mantener la tensión, frente a un ambiente agresivo, para esa voluntad liberadora. Pero nadie dijo que las cosas fueran fáciles en la gran empresa de la liberación, tal vez llegados a cierto punto el retorno resulte ya imposible. La cuestión es si hemos empezado siquiera a caminar hacia esa meta, o preferimos aceptar una vida estrecha y sumisa.
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