Tomás Ibáñez ya ha sido en varias ocasiones citado en este blog. Este libro, Actualidad del anarquismo, es una recopilación de textos publicados en diferentes medios europeos; la edición es de 2007, en los Libros Anarres dentro de la colección Utopía Libertaria. Ibáñez es un autor que reivindica un anarquismo permanentemente en movimiento, enemigo de todo dogma y en constante vigilancia ante todo proceso de institucionalización. Provocativamente, confiesa haberse sentido atraido por el anarquismo al ser terriblemente egoísta, ya que no desea ser obligado a seguir una pauta de conducta y adoptar unos principios ajenos a su propio sentir. Así, el ideal ácrata es el único que no fuerza a nadie a aceptar sus presupuestos, que lucha permanentemente contra toda imposición por la fuerza. Los libertarios, al contrario que cualquier otra corriente ideológica, quieren que se les deje vivir su vida en total libertad de expresión y de indagación. Resulta intolerable que se imponga una manera de pensar o de actuar, y que se sacrifique la individualidad a entidades abstractas o a inciertos futuros fundados en determinados intereses. Aunque se difiere a la hora de plantear una posible sociedad anarquista, lo que une a los libertarios son esos rasgos de no imposición a los demás y de no ser impuesto. Por muy seguro que se esté de lo que es apropiado para el prójimo, nada más lejos de la intención anarquista de hacerle comulgar con unas ideas e imponerles un modo de vida. En el momento en que se adopte la coacción por la fuerza, se estaría traicionando desde el anarquismo aquello que se ha criticado en todo tipo de dominación. Tal y como lo expresa Tomás Ibáñez en su adscripción al anarquismo, el objetivo será siempre luchar contra la autoridad y, si las circunstancias lo permiten, llevar a cabo una revolución para crear una sociedad en la que cada persona pueda elegir libremente.
En estos textos de Ibáñez, el lector encontrará unas fundamentales reflexiones para el movimiento libertario. Se hace, por ejemplo, una defensa del espacio utópico desde la construcción de un discurso que incida en la realidad y contribuya a la lucha por la emancipación social. Desde este punto de vista, Ibáñez demanda la elaboración de producciones discursivas radicalmente utópicas, la apertura de espacios de discusión donde tengan cabida la retórica y la argumentación. Es una reivindicación del lenguaje y de su potencial subversivo, frente al control del discurso que asegura el mantenimiento del orden social. En cuanto al concepto del poder, Ibáñez reclama una revisión del mismo al tratarse de un término con una profunda carga política. Así, en una primera acepción, poder es sinónimo de capacidad y desde ese punto de vista no existe ningún ser desprovisto de poder. En una segunda acepción, la palabra poder alude a un determinado tipo de relación entre agentes sociales, mientras que en una tercera estaríamos hablando ya de una estructura social de gran envergadura y de sus mecanismos de control o regulación. Lo que Ibáñez nos señala es que no es posible una sociedad sin poder, ya que la propia sociedad implica la existencia de un conjunto de relaciones entre diversos elementos; el sistema social que fuere implica unas relaciones de poder sobre sus elementos constitutivos e, igualmente, entre esos mismos elementos. Una cosa son las relaciones de poder, inherentes a la sociedad, y otra las relaciones de dominación. Del mismo modo, no puede establecerse una oposición simple entre libertad y las relaciones de poder, que pueden doblegar al individuo, pero también hacerlo más libre. Desde esta perspectiva, hay que volver a la bella concepción anarquista según la cual "mi libertad no se detiene donde comienza la de los demás, sino que se enriquece y se amplía con la libertad de éstos". Necesitamos de la libertad del otro para poder ser, ya que en un mundo de esclavos nos encontraríamos considerablemente limitados en nuestro deseo de ser libres. Por lo tanto, no puede decirse que los anarquistas estén en contra de las relaciones de poder y sí, de forma más exacta, con los sistemas de dominación. No tiene problemas Ibáñez en hablar de un poder libertario y, más concretamente en su intención herética, de un poder político libertario, ya que ello supone ser partidario de un modo de funcionamiento libertario (sin Estado) de esas relaciones de poder inherentes a la sociedad.
Así, los anarquistas pueden impulsar cambios en dirección a una libertarización del poder político si una parte considerable de la población considera atractivos esos cambios y acaba actuando en ese sentido. Ibáñez reclama de nuevo un discurso libertario radical y efectivo, tal vez episódico y de una coherencia relativa, pero no sacrificado por una ambición maximalista del todo o nada. El discurso anarquista debe ser creíble para una gran cantidad de gente y eficaz en sus planteamientos, en el sentido de impulsar un cambio alcanzable en un plazo razonable y con la intención de que acabe resultando motivador. Tomás Ibáñez escribió estas líneas acerca de un movimiento de masas, que recoja rasgos libertarios, pero que no resulta total y necesariamente anarquista, años antes de que un esperanzador movimiento en España naciera en mayo de 2011. Algunos conceptos clásicos del anarquismo pueden ser relativizados en este tipo de movimiento, aunque no se trata ni mucho menos de apostar por una vía exclusivamente reformista. Hay que revisar igualmente esa oposición simplista entre reformismo y radicalismo, dos conceptos que se alimentan y complementan mutuamente; el radicalismo puede llevar a consecuencias abiertamente radicales, lo mismo que el radicalismo puede dar lugar a regresiones o reformas. La acción radical puede ser aislacionista si no se fertiliza antes el terreno donde se ejerce, algo que Ibáñez califica como esfera de influencia. El movimiento 15-M nos ha demostrado que una sociedad es un sistema lo suficientemente abierto y complejo, lejos por lo tanto del equilibro, como para que una acción radical influya en algún punto del tejido social. Volvemos a encontrar en esta razonamiento una defensa del discurso radical para la conquista de espacios utópicos. No obstante, la acción radical es siempre un arma de doble filo, ya que las disfunciones que introduce suponen una mayor adaptabilidad del sistema instituido y una mayor resistencia frente a amenazas de desestabilización. Sectores duros y radicales conviven con otros débiles e ideológicamente inseguros, algo que puede acabar propiciando profundas transformaciones sociales a pesar de que aparentemente resulte una dialéctica problemática. Es necesaria la vigilancia permanente para impedir que la cosa se desborde hacia el lado reformista, lo mismo que hay que impedir que un exceso de radicalismo impida transformaciones efectivas. Ibáñez señala, al pedir que lo lógico es que radicales y reformistas conviven y se acepten mutuamente, la complejidad irreducible de las realidades precisamente para enfrentarlas con éxito.
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En estos textos de Ibáñez, el lector encontrará unas fundamentales reflexiones para el movimiento libertario. Se hace, por ejemplo, una defensa del espacio utópico desde la construcción de un discurso que incida en la realidad y contribuya a la lucha por la emancipación social. Desde este punto de vista, Ibáñez demanda la elaboración de producciones discursivas radicalmente utópicas, la apertura de espacios de discusión donde tengan cabida la retórica y la argumentación. Es una reivindicación del lenguaje y de su potencial subversivo, frente al control del discurso que asegura el mantenimiento del orden social. En cuanto al concepto del poder, Ibáñez reclama una revisión del mismo al tratarse de un término con una profunda carga política. Así, en una primera acepción, poder es sinónimo de capacidad y desde ese punto de vista no existe ningún ser desprovisto de poder. En una segunda acepción, la palabra poder alude a un determinado tipo de relación entre agentes sociales, mientras que en una tercera estaríamos hablando ya de una estructura social de gran envergadura y de sus mecanismos de control o regulación. Lo que Ibáñez nos señala es que no es posible una sociedad sin poder, ya que la propia sociedad implica la existencia de un conjunto de relaciones entre diversos elementos; el sistema social que fuere implica unas relaciones de poder sobre sus elementos constitutivos e, igualmente, entre esos mismos elementos. Una cosa son las relaciones de poder, inherentes a la sociedad, y otra las relaciones de dominación. Del mismo modo, no puede establecerse una oposición simple entre libertad y las relaciones de poder, que pueden doblegar al individuo, pero también hacerlo más libre. Desde esta perspectiva, hay que volver a la bella concepción anarquista según la cual "mi libertad no se detiene donde comienza la de los demás, sino que se enriquece y se amplía con la libertad de éstos". Necesitamos de la libertad del otro para poder ser, ya que en un mundo de esclavos nos encontraríamos considerablemente limitados en nuestro deseo de ser libres. Por lo tanto, no puede decirse que los anarquistas estén en contra de las relaciones de poder y sí, de forma más exacta, con los sistemas de dominación. No tiene problemas Ibáñez en hablar de un poder libertario y, más concretamente en su intención herética, de un poder político libertario, ya que ello supone ser partidario de un modo de funcionamiento libertario (sin Estado) de esas relaciones de poder inherentes a la sociedad.
Así, los anarquistas pueden impulsar cambios en dirección a una libertarización del poder político si una parte considerable de la población considera atractivos esos cambios y acaba actuando en ese sentido. Ibáñez reclama de nuevo un discurso libertario radical y efectivo, tal vez episódico y de una coherencia relativa, pero no sacrificado por una ambición maximalista del todo o nada. El discurso anarquista debe ser creíble para una gran cantidad de gente y eficaz en sus planteamientos, en el sentido de impulsar un cambio alcanzable en un plazo razonable y con la intención de que acabe resultando motivador. Tomás Ibáñez escribió estas líneas acerca de un movimiento de masas, que recoja rasgos libertarios, pero que no resulta total y necesariamente anarquista, años antes de que un esperanzador movimiento en España naciera en mayo de 2011. Algunos conceptos clásicos del anarquismo pueden ser relativizados en este tipo de movimiento, aunque no se trata ni mucho menos de apostar por una vía exclusivamente reformista. Hay que revisar igualmente esa oposición simplista entre reformismo y radicalismo, dos conceptos que se alimentan y complementan mutuamente; el radicalismo puede llevar a consecuencias abiertamente radicales, lo mismo que el radicalismo puede dar lugar a regresiones o reformas. La acción radical puede ser aislacionista si no se fertiliza antes el terreno donde se ejerce, algo que Ibáñez califica como esfera de influencia. El movimiento 15-M nos ha demostrado que una sociedad es un sistema lo suficientemente abierto y complejo, lejos por lo tanto del equilibro, como para que una acción radical influya en algún punto del tejido social. Volvemos a encontrar en esta razonamiento una defensa del discurso radical para la conquista de espacios utópicos. No obstante, la acción radical es siempre un arma de doble filo, ya que las disfunciones que introduce suponen una mayor adaptabilidad del sistema instituido y una mayor resistencia frente a amenazas de desestabilización. Sectores duros y radicales conviven con otros débiles e ideológicamente inseguros, algo que puede acabar propiciando profundas transformaciones sociales a pesar de que aparentemente resulte una dialéctica problemática. Es necesaria la vigilancia permanente para impedir que la cosa se desborde hacia el lado reformista, lo mismo que hay que impedir que un exceso de radicalismo impida transformaciones efectivas. Ibáñez señala, al pedir que lo lógico es que radicales y reformistas conviven y se acepten mutuamente, la complejidad irreducible de las realidades precisamente para enfrentarlas con éxito.
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