Costa-Gavras es un director cinematográfico que, incluso en sus películas más discretas, resulta interesante en las temáticas que escoge y encomiable en su afán de denuncia. Uno de sus últimos films es El capital, adaptación de la novela homónima de Stéphane Osmont, que a su vez toma prestado el título del más famoso libro de Marx. El propio realizador ha declarado que el origen de la película, además de en la obra de Osmont, estaba en un trabajo de un asesor financiero de algunas de las mayores compañías europeas (y por eso llegó a publicar bajo seudónimo), estaba también en otro libro llamado Capitalismo total, también escrito por un banquero europeo; es por eso que el film está construido desde el conocimiento de personas que trabajan en los intestinos del sistema capitalista, no resulta ninguna fábula izquierdista.
El cineasta griego, casi octogenario, es un superviviente del cine político de la década de los 70; tal vez el mundo ha cambiado demasiado desde los años de Z o Estado de sitio, cuando el mal, el capitalismo, es más poderoso que nunca y, como sostiene cínicamente el protagonista del film, es este implacable sistema económico el que ha cumplido algunos de los ideales internacionalistas de antaño: la producción, el trabajo y el dinero no tienen ya fronteras. Es ésa la secuencia más explícita y cristalina, de una película protagonizada por un feroz y despiadado hijo de perra circunstancialmente al frente de un poderoso grupo bancario; solo una persona entre muchos de sus parientes, un viejo izquierdista, es capaz de espetarle la verdad a la cara a este siniestro personaje, cuando le recuerda que ellos, los que manejan los hilos, son capaces de joder a la gente de tres maneras diferentes: como clientes hipotecados, como trabajadores y como ciudadanos. Ahí está el punto discursivo más fuerte de un film, por otra parte algo saturado de secuencias estrambóticas y complejas, cuando señala como culpables a todos los integrantes del poder económico y político sin dejar de mostrar un retrato feroz de la burguesía francesa progresista (algo no demasiado frecuente en el cine galo, protagonizado habitualmente por la clase acomodada) y de algunos elementos supuestamente bienintencionados.
El capital, además de ser ejemplarmente didáctica en algunos de sus momentos respecto a cómo funcionan las cosas, no se muestra tibia en su mensaje final: el poder financiero y su ambición sin límites, la dictadura de los mercados, la pantomima de los estados democráticos y de las leyes sociales, en definitiva, un sistema que hace más ricos a los ricos y empobrece a los más indefensos. Es de agradecer la mirada de cineastas como Constantin Costa-Gavras, que ha denunciado siempre el totalitarismo en todas sus formas, y por supuesto también el de la economía. La película, que no ha recibido demasiadas buenas críticas por parte de la prensa especializada, se ha definido además como comedia, despiste tal vez provocado porque su excelente protagonista, Gad Elmaleh, es un cómico francés; no definiría El capital, en absoluto, como una comedia y sí como un drama terrible de fondo, que debería estimular conciencias y alarmar sobre la falta de compromiso ético en el sistema imperante.
El capital, además de ser ejemplarmente didáctica en algunos de sus momentos respecto a cómo funcionan las cosas, no se muestra tibia en su mensaje final: el poder financiero y su ambición sin límites, la dictadura de los mercados, la pantomima de los estados democráticos y de las leyes sociales, en definitiva, un sistema que hace más ricos a los ricos y empobrece a los más indefensos. Es de agradecer la mirada de cineastas como Constantin Costa-Gavras, que ha denunciado siempre el totalitarismo en todas sus formas, y por supuesto también el de la economía. La película, que no ha recibido demasiadas buenas críticas por parte de la prensa especializada, se ha definido además como comedia, despiste tal vez provocado porque su excelente protagonista, Gad Elmaleh, es un cómico francés; no definiría El capital, en absoluto, como una comedia y sí como un drama terrible de fondo, que debería estimular conciencias y alarmar sobre la falta de compromiso ético en el sistema imperante.
Lo que sí tiene el film es un retrato grotesco de los poderosos y una devastadora ironía en algunos momentos, como es el caso de esa secuencia, una de las más brillantes, en que el protagonista decide adoptar una estrategia populista, nada menos que inspirada en Mao, para defenestrar a una serie de personas dentro de su propia compañía. No deja de tener su gracia que, en una feroz crítica al capitalismo, se nos insinúe que el consejo directivo de un banco pueda funcionar de manera similar al Partido Comunista chino; tiene su lógica, ya que en ambos casos se trata de afianzar el poder y deshacerse de los elementos molestos. No muestra este trabajo cinematográfico, precisamente, un horizonte optimista ni salva los muebles para que algunos personas y algunos discursos dentro del sistema puedan parecer heroicos. Y es eso lo que más necesitamos de cara a una transformación radical, retratos de la realidad que nos muestren las cosas tal y como son, sin maniqueísmos, subterfugios ni tibiezas; es el todopoderoso capitalismo, unido al poder político en todas sus formas o sometiéndole (y esa es una lectura que el análisis libertario debería tener en cuenta respecto a otras épocas), el mal que lo impregna todo.
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