En este nuevo libro, recién editado por Virus, Tomás Ibáñez insiste en su visión posmoderna sobre el anarquismo, aunque con algunos interesantes matices que le apartan de otros autores. Así, se denuncia en la obra una vez más a los (supuestos) guardianes de un anarquismo clásico, que desearían preservar sus fundamentos intactos; si existen o no, al menos en la actualidad, este tipo de militantes ácratas es algo en lo que no entraremos, pero estamos de acuerdo en considerar que anarquismo es incompatible con ninguna forma de dogmatismo: el anarquismo es, efectivamente, movimiento, aunque siempre es bueno hilvanar con el pasado para aprender y buscar la adaptación a los nuevos tiempos. Saludable es, por lo tanto, cualquier reformulación del anarquismo en la que la única premisa es el trabajo por una sociedad libertaria sin ningún tipo de dominación ni explotación.
Lo que Ibáñez denuncia con fuerza es todo presupuesto esencialista para una concepción anárquica. Es decir, no existe un estado ideal previo a la existencia humana que podemos denominar "anarquía". Tanto una sociedad anárquica, como su antagonista, cualquier forma de sociedad autoritaria, son estados contingentes, posibles o no, y consecuencia de la actividad de los seres humanos; son, para usar un término tantas veces empleado, construcciones sociales. De esta manera, la anarquía sería una construcción que surge del pensamiento anarquista y de los movimientos consecuentes. Ibáñez asocia ambos términos, el del anarquía y el de anarquismo, de forma inseparable y se distancia así de aquellos, muy probablemente influenciados por el pensamiento de Hakim Bey, que consideran que el anarquismo, por inmovilista, es la negación en la práctica de la muy deseable anarquía. Es de agradecer que Ibáñez se ocupe, a diferencia de en otras obras suyas, del anarquismo clásico; más discutible es considerar a Kropotkin, sin más, como portador de un anarquismo "milenarista", tanto como ver en este autor el máximo representante de una visión teleológica que, supuestamente, tendría el pensamiento ácrata decimonónico. Es cierto que algunos pensadores anarquistas, seguramente con Kropotkin a la cabeza, se ven impregnados de esa confianza exacerbada en el progreso, tan propia de su época; también es cierto que el anarquismo es muy heterodoxo y que, igualmente, podemos citar a muchos otros autores cuyo pensamiento puede ser más del agrado de esta visión posmoderna. El anarquismo ha sido, y debe seguir siendo, un pensamiento en continua formación; ha pasado por momentos de esplendor, y también por malas épocas, sin que jamás haya desaparecido por completo ni pueda calificarse, como pretenden sus enemigos, de ideología anacrónica y obsoleta.
Ibáñez señala que el anarquismo solo puede forjarse en prácticas de lucha contra la dominación; si ello no se produce, se instituiría en lugar de ser constitutivamente cambiante a medida que cambian los tiempos. El anarquismo, para este autor, habría cambiado entonces después de Mayo del 68 y estaría encontrando una nueva constitución a principios del siglo XXI en el contexto de una nueva realidad social, cultural, política y tecnológica. Esta nueva realidad, en la que el anarquismo parece acoplarse bastante bien en sus luchas contra la dominación (Seattle, Movimiento 15M, Ocuppy Wall Street…), le habría también transformado según Ibáñez. No podemos estar más de acuerdo, aunque con muchísimos matices en esa férrea división entre los supuestos portadores de un anarquismo esencialista, tomado como si fuera la verdad revelada en determinada época (un caricatura de lo más grotesca, vamos, que lo asemeja a cualquier religión), y aquellos que se muestran abiertos y heterodoxos abiertos a nuevos horizontes libertarios. Por supuesto que no hay personas ni siglas que sean los únicos defensores de los principios antiautoritarios y, estamos seguros, la inmensa mayoría de los anarquistas han recibido con entusiasmo a esos movimientos que no necesariamente se etiquetan como libertarios, pero sí recogen en sus seno no pocos rasgos ácratas. También es cierto, y así lo indica Ibáñez, que esos movimientos conllevan el peligro de recibir finalmente la influencia de aquellos que promueven prácticas situadas en las antípodas del anarquismo; la realidad es extremadamente compleja. Nos da igual si un determinado movimiento se considera anarquista, o adopta una bandera rojinegra (que, por otra parte, muchos utilizamos como un simple elementos simbólico sin más connotaciones identitarias en un sentido ortodoxo), si verdaderamente favorece prácticas de libertad, solidaridad y cooperación social. Diremos también que la revolución social deseada por los anarquistas, por definición, deben llevarla a cabo las personas; resulta impensable que un movimiento libertario, por fuerza que tenga, sea la vanguardia de ningún tipo de transformación sociopolítica.
Llegamos aquí a uno de los primeros términos que emplea Ibáñez: el neoanarquismo. De nuevo implica, como puede verse en el prefijo empleado, una rígida división con el pensamiento clásico (que, más adelante, veremos que tiene mucho que ver con la modernidad). El imaginario anarquista no puede estar compuesto solo de los pensadores y experiencias decimonónicos, o por la revolución majnovista en Ucrania o la española del 36, ya en el siglo XX, volvemos al mismo terreno; las nuevas formas de rebeldía han enriquecido ese imaginario revolucionario, tal y como lo entienden los libertarios. ¿Neoanarquismo o simplemente anarquismo?, algunos no nos sentimos a gusto con prefijos y apelativos y procuramos, seguramente como Ibáñez, ver las cosas de manera todo lo amplia posible en aras de buscar nuevas formas de expresión libertarias.
Neoanarquismo
Ibáñez quiere ver, en la diferenciación entre anarquismo y neoanarquismo, un cambio en el imaginario revolucionario; la revolución sería, en el presente, algo continuo e inmediato sin que se postergue el proyecto para el futuro de manera global (algo que se vincula con el peligro del totalitarismo). Esta visión es parte de la critica posmoderna que Ibáñez realiza al anarquismo clásico, considerando que se ve impregnado de la visión teleológica de la historia tan propia de la modernidad; de nuevo llegamos a un terreno controvertido y, como veremos más adelante, es injusto que se meta al anarquismo en el mismo saco de todo aquellos proyectos de la modernidad, que en realidad conllevaban nuevas formas absolutistas. Por supuesto, no podemos estar más de acuerdo en ver al anarquismo como obligado a generar, en el momento presente, nuevas formas de lucha y realidades diferentes. Para ello, siendo críticos con la visión materialista, según la cual son únicamente las condiciones económicas las que resultan en el motor de historia, hay que apelar también a los deseos de los seres humanos; para ello, hay que desconectar lo que Ibáñez denomina prácticas de subjetivación, por parte de los sistemas de dominación, e incidir en el imaginario de las personas, generar una subjetividad política que se "radicalmente rebelde". En este punto, llegamos a esa confrontación posmoderna entre un anarquismo social, que vendría a ser organizado, y ese otro que Bookchin denominó "estilo de vida"; con seguridad, ambos son importantes, necesarios y complementarios para el cambio social. Estamos de acuerdo en esto, entendiendo que ninguna forma de expresión libertaria es excluyente de las demás y que todo intento por imponer una u otra resulta contraproducente; la colaboración, dando ejemplo además del tipo de sociedad que queremos resulta primordial, y también con otros colectivos que pueden recoger rasgos libertarios y en los que se puede influir y también aprender de ellos. Aunque Ibáñez utiliza el término neoanarquismo, resulta grato que se muestra también crítico con todo intento de ruptura con el anarquismo de épocas anteriores; lo que se denuncia, repetimos, es la esterilidad de simplemente aceptar una herencia y repetir fórmulas en lugar de buscar formas de reinventarse.
El anarquismo, es indudable, resurge una y otra vez; al mismo tiempo, se renueva en ese resurgimiento e Ibáñez quiere ver que resulta constitutivamente cambiante, no solo coyunturalmente. Desde siempre, las ideas anarquistas han negado una división entre teoría y práctica buscando una simbiosis entre la idea y la acción; el anarquismo, a diferencia de otros proyectos emancipadores como el marxismo, pone énfasis en la práctica, aunque en su interior, obviamente, se den una serie de principios. Ibáñez va algo más allá y considera que el anarquismo no existe previamente a las prácticas del momento, salvo como un elemento histórico, y resulta renovado como consecuencia de las nuevas prácticas e incluso de los principios. Se esté totalmente de acuerdo, o no, con este autor, al menos se invita a la reflexión y a una nueva perspectiva libertaria. El anarquismo es algo vivo, que busca oxígeno en un determinado lucha contra la dominación, por lo que a la fuerza resulta renovado; en ese devenir, el anarquismo no es ya el mismo, aunque tampoco totalmente otro. Ibáñez insiste en que, si el anarquismo resurge en los últimos tiempos, es porque los cambios sociales, culturales, políticos y tecnológicos favorecen las condiciones para ello; al mismo tiempo, se le obligaría a renovar en cierta medida sus presupuestos y perspectivas. Si a ese nuevo resurgir se le quiere denominar neoanarquismo, entramos ahora en un nuevo laberinto con otro término: el postanarquismo.
Postanarquismo
Casi con seguridad, este término nace a finales de los 80, del siglo XX, gracias a Hakim Bey; como hemos dicho anteriormente, se hace en ese momento la distinción entre el anarquismo y la anarquía, llamando a sobrepasar el primero para alcanzar a la segunda. El postanarquismo toma elementos del llamado postestructuralismo y de la inevitable posmodernidad y las referencias a esta visión se han multiplicado en los últimos años como para no tenerlo en cuenta. Como no podría ser de otro modo, se critica en este nuevo enfoque que el anarquismo ha estado muy lejos de escapar de las influencias perniciosas de la modernidad; tendríamos que darles la razón si tomamos al anarquismo clásico como una esencia previa a toda práctica libertaria, y deberíamos saber que no es así. Repetiremos una vez más que el anarquismo nace en un momento histórico en el que, a la fuerza, se ve impregnado del proyecto ilustrado de la modernidad; al mismo tiempo, constituye la excepción dentro de ese proyecto por su condición antiautoritaria, huelga decirlo. Aunque Ibáñez no lo exprese así en esta obra, hay una forma de explicarlo que puede resultar satisfactoria para todo el mundo; el anarquismo representa una tensión entre modernidad y posmodernidad, ya que el proyecto emancipador continúa pendiente en una nueva época con unas circunstancias muy diferentes.
El postanarquismo, por otra parte, no supone ninguna novedad; su crítica al anarquismo clásico ya está en la visión posmoderna y en el postestructuralismo, y nos esforzaremos en buscar siempre la autocrítica, que es con seguridad en lo que estas teorías quieres incidir en aras de asegurar la pluralidad y la singularidad, tan valoradas por el anarquismo, y de combatir toda forma de dominación. A nuestro modo de ver las cosas, algo que ya han señalado algunos autores, no hay demasiado diferencia entre el anarquismo clásico y el llamado postanarquismo, y todo intento de distanciarlos se haría por ignorancia o con alguna intención sesgada; el reproche a no conocer en profundidad el anarquismo no está tampoco de más, ya que nunca puede ser tratado como un sistema cerrado de ideas, tendencia algo habitual en los posmodernos. No obstante, toda crítica debe ser bien recibida en el seno del anarquismo, o de lo contrario traicionaríamos nuestra condición antiautoritaria, y ello contribuye seguramente al enriquecimiento.
Lo que Ibáñez denuncia con fuerza es todo presupuesto esencialista para una concepción anárquica. Es decir, no existe un estado ideal previo a la existencia humana que podemos denominar "anarquía". Tanto una sociedad anárquica, como su antagonista, cualquier forma de sociedad autoritaria, son estados contingentes, posibles o no, y consecuencia de la actividad de los seres humanos; son, para usar un término tantas veces empleado, construcciones sociales. De esta manera, la anarquía sería una construcción que surge del pensamiento anarquista y de los movimientos consecuentes. Ibáñez asocia ambos términos, el del anarquía y el de anarquismo, de forma inseparable y se distancia así de aquellos, muy probablemente influenciados por el pensamiento de Hakim Bey, que consideran que el anarquismo, por inmovilista, es la negación en la práctica de la muy deseable anarquía. Es de agradecer que Ibáñez se ocupe, a diferencia de en otras obras suyas, del anarquismo clásico; más discutible es considerar a Kropotkin, sin más, como portador de un anarquismo "milenarista", tanto como ver en este autor el máximo representante de una visión teleológica que, supuestamente, tendría el pensamiento ácrata decimonónico. Es cierto que algunos pensadores anarquistas, seguramente con Kropotkin a la cabeza, se ven impregnados de esa confianza exacerbada en el progreso, tan propia de su época; también es cierto que el anarquismo es muy heterodoxo y que, igualmente, podemos citar a muchos otros autores cuyo pensamiento puede ser más del agrado de esta visión posmoderna. El anarquismo ha sido, y debe seguir siendo, un pensamiento en continua formación; ha pasado por momentos de esplendor, y también por malas épocas, sin que jamás haya desaparecido por completo ni pueda calificarse, como pretenden sus enemigos, de ideología anacrónica y obsoleta.
Ibáñez señala que el anarquismo solo puede forjarse en prácticas de lucha contra la dominación; si ello no se produce, se instituiría en lugar de ser constitutivamente cambiante a medida que cambian los tiempos. El anarquismo, para este autor, habría cambiado entonces después de Mayo del 68 y estaría encontrando una nueva constitución a principios del siglo XXI en el contexto de una nueva realidad social, cultural, política y tecnológica. Esta nueva realidad, en la que el anarquismo parece acoplarse bastante bien en sus luchas contra la dominación (Seattle, Movimiento 15M, Ocuppy Wall Street…), le habría también transformado según Ibáñez. No podemos estar más de acuerdo, aunque con muchísimos matices en esa férrea división entre los supuestos portadores de un anarquismo esencialista, tomado como si fuera la verdad revelada en determinada época (un caricatura de lo más grotesca, vamos, que lo asemeja a cualquier religión), y aquellos que se muestran abiertos y heterodoxos abiertos a nuevos horizontes libertarios. Por supuesto que no hay personas ni siglas que sean los únicos defensores de los principios antiautoritarios y, estamos seguros, la inmensa mayoría de los anarquistas han recibido con entusiasmo a esos movimientos que no necesariamente se etiquetan como libertarios, pero sí recogen en sus seno no pocos rasgos ácratas. También es cierto, y así lo indica Ibáñez, que esos movimientos conllevan el peligro de recibir finalmente la influencia de aquellos que promueven prácticas situadas en las antípodas del anarquismo; la realidad es extremadamente compleja. Nos da igual si un determinado movimiento se considera anarquista, o adopta una bandera rojinegra (que, por otra parte, muchos utilizamos como un simple elementos simbólico sin más connotaciones identitarias en un sentido ortodoxo), si verdaderamente favorece prácticas de libertad, solidaridad y cooperación social. Diremos también que la revolución social deseada por los anarquistas, por definición, deben llevarla a cabo las personas; resulta impensable que un movimiento libertario, por fuerza que tenga, sea la vanguardia de ningún tipo de transformación sociopolítica.
Llegamos aquí a uno de los primeros términos que emplea Ibáñez: el neoanarquismo. De nuevo implica, como puede verse en el prefijo empleado, una rígida división con el pensamiento clásico (que, más adelante, veremos que tiene mucho que ver con la modernidad). El imaginario anarquista no puede estar compuesto solo de los pensadores y experiencias decimonónicos, o por la revolución majnovista en Ucrania o la española del 36, ya en el siglo XX, volvemos al mismo terreno; las nuevas formas de rebeldía han enriquecido ese imaginario revolucionario, tal y como lo entienden los libertarios. ¿Neoanarquismo o simplemente anarquismo?, algunos no nos sentimos a gusto con prefijos y apelativos y procuramos, seguramente como Ibáñez, ver las cosas de manera todo lo amplia posible en aras de buscar nuevas formas de expresión libertarias.
Neoanarquismo
Ibáñez quiere ver, en la diferenciación entre anarquismo y neoanarquismo, un cambio en el imaginario revolucionario; la revolución sería, en el presente, algo continuo e inmediato sin que se postergue el proyecto para el futuro de manera global (algo que se vincula con el peligro del totalitarismo). Esta visión es parte de la critica posmoderna que Ibáñez realiza al anarquismo clásico, considerando que se ve impregnado de la visión teleológica de la historia tan propia de la modernidad; de nuevo llegamos a un terreno controvertido y, como veremos más adelante, es injusto que se meta al anarquismo en el mismo saco de todo aquellos proyectos de la modernidad, que en realidad conllevaban nuevas formas absolutistas. Por supuesto, no podemos estar más de acuerdo en ver al anarquismo como obligado a generar, en el momento presente, nuevas formas de lucha y realidades diferentes. Para ello, siendo críticos con la visión materialista, según la cual son únicamente las condiciones económicas las que resultan en el motor de historia, hay que apelar también a los deseos de los seres humanos; para ello, hay que desconectar lo que Ibáñez denomina prácticas de subjetivación, por parte de los sistemas de dominación, e incidir en el imaginario de las personas, generar una subjetividad política que se "radicalmente rebelde". En este punto, llegamos a esa confrontación posmoderna entre un anarquismo social, que vendría a ser organizado, y ese otro que Bookchin denominó "estilo de vida"; con seguridad, ambos son importantes, necesarios y complementarios para el cambio social. Estamos de acuerdo en esto, entendiendo que ninguna forma de expresión libertaria es excluyente de las demás y que todo intento por imponer una u otra resulta contraproducente; la colaboración, dando ejemplo además del tipo de sociedad que queremos resulta primordial, y también con otros colectivos que pueden recoger rasgos libertarios y en los que se puede influir y también aprender de ellos. Aunque Ibáñez utiliza el término neoanarquismo, resulta grato que se muestra también crítico con todo intento de ruptura con el anarquismo de épocas anteriores; lo que se denuncia, repetimos, es la esterilidad de simplemente aceptar una herencia y repetir fórmulas en lugar de buscar formas de reinventarse.
El anarquismo, es indudable, resurge una y otra vez; al mismo tiempo, se renueva en ese resurgimiento e Ibáñez quiere ver que resulta constitutivamente cambiante, no solo coyunturalmente. Desde siempre, las ideas anarquistas han negado una división entre teoría y práctica buscando una simbiosis entre la idea y la acción; el anarquismo, a diferencia de otros proyectos emancipadores como el marxismo, pone énfasis en la práctica, aunque en su interior, obviamente, se den una serie de principios. Ibáñez va algo más allá y considera que el anarquismo no existe previamente a las prácticas del momento, salvo como un elemento histórico, y resulta renovado como consecuencia de las nuevas prácticas e incluso de los principios. Se esté totalmente de acuerdo, o no, con este autor, al menos se invita a la reflexión y a una nueva perspectiva libertaria. El anarquismo es algo vivo, que busca oxígeno en un determinado lucha contra la dominación, por lo que a la fuerza resulta renovado; en ese devenir, el anarquismo no es ya el mismo, aunque tampoco totalmente otro. Ibáñez insiste en que, si el anarquismo resurge en los últimos tiempos, es porque los cambios sociales, culturales, políticos y tecnológicos favorecen las condiciones para ello; al mismo tiempo, se le obligaría a renovar en cierta medida sus presupuestos y perspectivas. Si a ese nuevo resurgir se le quiere denominar neoanarquismo, entramos ahora en un nuevo laberinto con otro término: el postanarquismo.
Postanarquismo
Casi con seguridad, este término nace a finales de los 80, del siglo XX, gracias a Hakim Bey; como hemos dicho anteriormente, se hace en ese momento la distinción entre el anarquismo y la anarquía, llamando a sobrepasar el primero para alcanzar a la segunda. El postanarquismo toma elementos del llamado postestructuralismo y de la inevitable posmodernidad y las referencias a esta visión se han multiplicado en los últimos años como para no tenerlo en cuenta. Como no podría ser de otro modo, se critica en este nuevo enfoque que el anarquismo ha estado muy lejos de escapar de las influencias perniciosas de la modernidad; tendríamos que darles la razón si tomamos al anarquismo clásico como una esencia previa a toda práctica libertaria, y deberíamos saber que no es así. Repetiremos una vez más que el anarquismo nace en un momento histórico en el que, a la fuerza, se ve impregnado del proyecto ilustrado de la modernidad; al mismo tiempo, constituye la excepción dentro de ese proyecto por su condición antiautoritaria, huelga decirlo. Aunque Ibáñez no lo exprese así en esta obra, hay una forma de explicarlo que puede resultar satisfactoria para todo el mundo; el anarquismo representa una tensión entre modernidad y posmodernidad, ya que el proyecto emancipador continúa pendiente en una nueva época con unas circunstancias muy diferentes.
El postanarquismo, por otra parte, no supone ninguna novedad; su crítica al anarquismo clásico ya está en la visión posmoderna y en el postestructuralismo, y nos esforzaremos en buscar siempre la autocrítica, que es con seguridad en lo que estas teorías quieres incidir en aras de asegurar la pluralidad y la singularidad, tan valoradas por el anarquismo, y de combatir toda forma de dominación. A nuestro modo de ver las cosas, algo que ya han señalado algunos autores, no hay demasiado diferencia entre el anarquismo clásico y el llamado postanarquismo, y todo intento de distanciarlos se haría por ignorancia o con alguna intención sesgada; el reproche a no conocer en profundidad el anarquismo no está tampoco de más, ya que nunca puede ser tratado como un sistema cerrado de ideas, tendencia algo habitual en los posmodernos. No obstante, toda crítica debe ser bien recibida en el seno del anarquismo, o de lo contrario traicionaríamos nuestra condición antiautoritaria, y ello contribuye seguramente al enriquecimiento.
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