Paul
Goodman insistía en las condiciones "deshumanizadoras" de la sociedad
moderna, ya que la presión social y tecnológica acaba determinando
nuestra conducta; es lo que denominaba un proceso (negativo, claro está)
de socialización.
Si la ciencia social se ocupa de la tensión entre la condición humana y las instituciones, esforzándose por lo tanto en ser siempre práctica y política, en la sociedad ideal existirá poca ciencia social, ya que las instituciones realizarán y promoverán las facultades humanas. En unas condiciones "deshumanizadoras" se producen la alienación, la anomia, las enfermedades mentales, la delincuencia y una crisis de valores de todo tipo. Goodman consideraba que la nueva religión estaba representada por la fe de la masa en la tecnología científica, y apostaba por un cambio radical en el sistema de creencias que transformara la fe corriente de las personas. Por supuesto, continuaremos viviendo en un mundo tecnológico, pero la tecnología debe convertirse en una rama de la filosofía moral, no de la ciencia, por lo que su objetivo debe ser la creación de bienes sobrios para la felicidad común y proporcionar los medios eficientes para que se cumplan. Goodman consideraba que el tecnólogo, en cuanto filósofo moral, debería tener una gran capacidad crítica; debe conocer las más diversas materias de las ciencias sociales, el derecho, las artes y la medicina, al igual que todo lo relacionado con las ciencias naturales que tenga que ver con su labor.
Los criterios morales de una tecnología filosófica deben tener en cuenta la modestia tanto como la eficiencia, un sentido del conjunto y no imponer una función particular más de lo que se puede tolerar; Goodman analiza esta cuestión en una sociedad moderna dada al despilfarro y la esquilmación de los recursos que se han producido. También, como complemento de una tecnología prudente, está el criterio ecológico en la actitud y práctica científicas; sería necesario simplificar el sistema técnico y determinar de forma modesta la intervención humana en el medio, tener un miramiento por sus posibles efectos remotos, con el fin de que éste sobreviva en toda su complejidad. Se apuesta aquí por la sabiduría ecológica de cooperar con la naturaleza en lugar de intentar dominarla. Asimismo, las prioridades deben quedar determinados por amplias necesidades sociales.
Si hablamos de regiones subdesarrolladas, y con el fin de evitar el intolerable imperialismo cultural que se ha producido por parte de Occidente, sería conveniente la utilización de "tecnologías intermedias" capaces de acomodarse de la forma más natural posible a los recursos, habilidades y costumbres locales; el objetivo debe ser la eliminación de la enfermedad, del hambre y del trabajo bruto, sin romper por ello el modo de vida específico de cada región. Goodman también insiste, además de en aspectos ecológicos, y aquí se produce otro aspecto clave en los males modernos, en una medicina de carácter sociológico, psicosomática y preventiva; en cada uno de estos aspectos, se encuentra una llamada al ser humano para que sea consciente de que forma parte del mundo natural, por lo que debe desistir de tratar de dominarlo.
Existe la creencia política de que los científicos e inventores, e incluso los investigadores sociales, son neutrales en relación con los valores, y que su trabajo es "aplicado" por aquellos con responsabilidad de gobierno en una nación. El anarquista Goodman, por supuesto con una tendencia pluralista, considera de forma opuesta que todos los trabajadores, incluidos científicos e investigadores, deben tener una responsabilidad en la utilización de su trabajo; la tendencia a la diversidad, a la distribución amplia del poder de decisión, puede parecer conflictiva, pero resulta en realidad básicamente estable, ya que en lugar de los pocos objetivos nacionales decididos de forma estrecha por una minoría, existen cosas muy gratas y útiles en muchas actividades de la vida. La propuesta anarquista de Goodman, como no podía ser de otra manera, pasa por descentralizar de forma considerable la investigación y el desarrollo, y distribuir los recursos de carácter nacional a través de miles de centros de iniciativa y decisión.
Si la creencia habitual es que el desarrollo técnico solo es programable baja la dirección de un mando central, en realidad los que dan lugar a ideas innovadores son aquellos que están en contacto directo con la cuestión de que se trate. Los centros directivos distantes, basándose en instrucciones burocráticas, rara vez aportan soluciones que abran nuevos caminos, ya que suelen limitarse a repetir lo antiguo. La descentralización generalizada exige más inteligencia, en lugar de unos pocos intelectos organizados corporativamente muy dados a la precipitación, la angustia y la avaricia. En cambio, un grupo pequeño en contacto con una realidad concreta tiene la ventaja de una buena comunicación y están además exentos de la presión de la inmediatez o de la preocupación continua por el prestigio personal.
En la época moderna, a partir de finales del siglo XIX, se produce un apogeo de la fe pública en los efectos beneficiosos de la religión científica; asimismo, se pensaba que los hombres serían objetivos, respetuosos con la realidad, precisos, libres de supersticiones y tabúes, e inmunes a las autoridades irraciones y empíricas. Ya en la época de Goodman, décadas más tarde y después de dos guerras mundiales, la confianza en la ciencia y la tecnología parecía un mal chiste. Sin embargo, como resulta lógico, no es cuestión de abandonar la civilización tecnológica, sino de reformarla de modo radical; Goodman, a pesar de ser consciente de los enormes obstáculos, poseía una gran confianza en una transformación de la conciencia.
A principios del siglo XXI, los males de la fe tecnológica deshumanizada siguen siendo los mismos e incluso mayores; la civilización es capaz de producir la más increíble tecnología, pero en cambio no puede o no quiere acabar con el hambre, construir mejores viviendas u hospitales o mejorar la educación. Sin embargo, Goodman no deseaba realizar una oposición entre una cosa y otra; si el hombre es capaz de innovar de manera sorprendente en aspectos técnicos sin ser capaz de acabar con males intolerables, no es por hipocresía, es porque la estupidez acompaña inevitablemente a la condición humana. La reforma radical de carácter humanista que se pretende debe tener en cuenta estos aspectos de la condición del hombre; a ello se une la terrible pérdida de personalidad y de espíritu creador que ha supuesto el desarrollo tecnológico en la sociedad contemporánea. El anarquista Goodman, también psicólogo de formación, está convencido de que una organización social tendente a la uniformización, la rutina y el control es un desastre general; se trata de un proceso de socialización que tiende a la colectivización y a esa pérdida de personalidad en el individuo, por lo que solo es paliable con la descentralización, la autogestión y una educación con efectos antídotos.
Si la ciencia social se ocupa de la tensión entre la condición humana y las instituciones, esforzándose por lo tanto en ser siempre práctica y política, en la sociedad ideal existirá poca ciencia social, ya que las instituciones realizarán y promoverán las facultades humanas. En unas condiciones "deshumanizadoras" se producen la alienación, la anomia, las enfermedades mentales, la delincuencia y una crisis de valores de todo tipo. Goodman consideraba que la nueva religión estaba representada por la fe de la masa en la tecnología científica, y apostaba por un cambio radical en el sistema de creencias que transformara la fe corriente de las personas. Por supuesto, continuaremos viviendo en un mundo tecnológico, pero la tecnología debe convertirse en una rama de la filosofía moral, no de la ciencia, por lo que su objetivo debe ser la creación de bienes sobrios para la felicidad común y proporcionar los medios eficientes para que se cumplan. Goodman consideraba que el tecnólogo, en cuanto filósofo moral, debería tener una gran capacidad crítica; debe conocer las más diversas materias de las ciencias sociales, el derecho, las artes y la medicina, al igual que todo lo relacionado con las ciencias naturales que tenga que ver con su labor.
Los criterios morales de una tecnología filosófica deben tener en cuenta la modestia tanto como la eficiencia, un sentido del conjunto y no imponer una función particular más de lo que se puede tolerar; Goodman analiza esta cuestión en una sociedad moderna dada al despilfarro y la esquilmación de los recursos que se han producido. También, como complemento de una tecnología prudente, está el criterio ecológico en la actitud y práctica científicas; sería necesario simplificar el sistema técnico y determinar de forma modesta la intervención humana en el medio, tener un miramiento por sus posibles efectos remotos, con el fin de que éste sobreviva en toda su complejidad. Se apuesta aquí por la sabiduría ecológica de cooperar con la naturaleza en lugar de intentar dominarla. Asimismo, las prioridades deben quedar determinados por amplias necesidades sociales.
Si hablamos de regiones subdesarrolladas, y con el fin de evitar el intolerable imperialismo cultural que se ha producido por parte de Occidente, sería conveniente la utilización de "tecnologías intermedias" capaces de acomodarse de la forma más natural posible a los recursos, habilidades y costumbres locales; el objetivo debe ser la eliminación de la enfermedad, del hambre y del trabajo bruto, sin romper por ello el modo de vida específico de cada región. Goodman también insiste, además de en aspectos ecológicos, y aquí se produce otro aspecto clave en los males modernos, en una medicina de carácter sociológico, psicosomática y preventiva; en cada uno de estos aspectos, se encuentra una llamada al ser humano para que sea consciente de que forma parte del mundo natural, por lo que debe desistir de tratar de dominarlo.
Existe la creencia política de que los científicos e inventores, e incluso los investigadores sociales, son neutrales en relación con los valores, y que su trabajo es "aplicado" por aquellos con responsabilidad de gobierno en una nación. El anarquista Goodman, por supuesto con una tendencia pluralista, considera de forma opuesta que todos los trabajadores, incluidos científicos e investigadores, deben tener una responsabilidad en la utilización de su trabajo; la tendencia a la diversidad, a la distribución amplia del poder de decisión, puede parecer conflictiva, pero resulta en realidad básicamente estable, ya que en lugar de los pocos objetivos nacionales decididos de forma estrecha por una minoría, existen cosas muy gratas y útiles en muchas actividades de la vida. La propuesta anarquista de Goodman, como no podía ser de otra manera, pasa por descentralizar de forma considerable la investigación y el desarrollo, y distribuir los recursos de carácter nacional a través de miles de centros de iniciativa y decisión.
Si la creencia habitual es que el desarrollo técnico solo es programable baja la dirección de un mando central, en realidad los que dan lugar a ideas innovadores son aquellos que están en contacto directo con la cuestión de que se trate. Los centros directivos distantes, basándose en instrucciones burocráticas, rara vez aportan soluciones que abran nuevos caminos, ya que suelen limitarse a repetir lo antiguo. La descentralización generalizada exige más inteligencia, en lugar de unos pocos intelectos organizados corporativamente muy dados a la precipitación, la angustia y la avaricia. En cambio, un grupo pequeño en contacto con una realidad concreta tiene la ventaja de una buena comunicación y están además exentos de la presión de la inmediatez o de la preocupación continua por el prestigio personal.
En la época moderna, a partir de finales del siglo XIX, se produce un apogeo de la fe pública en los efectos beneficiosos de la religión científica; asimismo, se pensaba que los hombres serían objetivos, respetuosos con la realidad, precisos, libres de supersticiones y tabúes, e inmunes a las autoridades irraciones y empíricas. Ya en la época de Goodman, décadas más tarde y después de dos guerras mundiales, la confianza en la ciencia y la tecnología parecía un mal chiste. Sin embargo, como resulta lógico, no es cuestión de abandonar la civilización tecnológica, sino de reformarla de modo radical; Goodman, a pesar de ser consciente de los enormes obstáculos, poseía una gran confianza en una transformación de la conciencia.
A principios del siglo XXI, los males de la fe tecnológica deshumanizada siguen siendo los mismos e incluso mayores; la civilización es capaz de producir la más increíble tecnología, pero en cambio no puede o no quiere acabar con el hambre, construir mejores viviendas u hospitales o mejorar la educación. Sin embargo, Goodman no deseaba realizar una oposición entre una cosa y otra; si el hombre es capaz de innovar de manera sorprendente en aspectos técnicos sin ser capaz de acabar con males intolerables, no es por hipocresía, es porque la estupidez acompaña inevitablemente a la condición humana. La reforma radical de carácter humanista que se pretende debe tener en cuenta estos aspectos de la condición del hombre; a ello se une la terrible pérdida de personalidad y de espíritu creador que ha supuesto el desarrollo tecnológico en la sociedad contemporánea. El anarquista Goodman, también psicólogo de formación, está convencido de que una organización social tendente a la uniformización, la rutina y el control es un desastre general; se trata de un proceso de socialización que tiende a la colectivización y a esa pérdida de personalidad en el individuo, por lo que solo es paliable con la descentralización, la autogestión y una educación con efectos antídotos.
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