Voy a hablar de liberalismo como resultante histórico englobando también, por lo tanto, el término neoliberal -utilizado de forma más bien peyorativa, aunque quizá acertada, por sus antagonistas para referirse a una doctrina pervertida en la actualidad y que nació, en gran medida, con ímpetu progresista y como defensora de las libertades-; por lo tanto, cotejaremos el liberalismo con el anarquismo, el cual contiene todo lo que de emancipatorio tiene, y tuvo, aquel conjunto de ideas.
Con el liberalismo, estamos hablando de la doctrina política y económica triunfante en la modernidad y en los países desarrollados -tal vez, el llamado “tercer mundo” todavía nos depare algunas sorpresas que rompan, sin caer en ninguna otra barbarie, este cuestionable avance de la civilización que sufren tantas vidas- y que aboga por la reducción del Estado -al menos parcialmente, ya que si bien abomina de él como intervencionista en lo económico, recurrirá a él cuando lo necesite, especialmente en su faceta policial-. ¿Supone esta minimización del Estado una esperanza para el anarquismo? Que nadie se alarme ante dicho "razonamiento". Simplemente, quiero señalar lo que resultará paradójico para todo simpatizante de los auténticos valores anarquistas -esos históricos que deben servir como impulsores para encontrar nuevas respuestas a los nuevos tiempos-: el mencionado “desarme” del Estado se da en un contexto donde se asume la desigualdad, marcada por la ley económica del más fuerte; de esta manera, la atomización, la incomunicación y una individualidad y materialismo mal entendidos son los resultantes de esta sociedad de consumo donde se diluyen los valores o se convierten en coyunturales, como esa petición de solidaridad para los más desfavorecidos en la cual los grandes poderes se abstraen hábilmente.
Pueden ser muchas las diferencias históricas entre anarquismo y liberalismo, pero ambos manifestaban la importancia de la educación y capacidad de progreso de la persona -extendida a lo largo de toda su vida-, del disentimiento frente a lo establecido, de la crítica y oposición a todo poder arraigado que, por su propia naturaleza, tenderá a no aceptarlas y a perpetuarse. Los anarquistas hicieron más hincapié en la naturaleza social del individuo -con algunas excepciones, como las de los individualistas de inspiración en Max Stirner-, de lo necesaria que era la sociedad para que el ser humano alcanzara su pleno desarrollo y para que la individualidad adquiriera conciencia de su participación en lo colectivo; el liberalismo abogaba, más bien, por un pacto entre individuos donde se asumía la pérdida de ciertos derechos y con algunas obligaciones mínimas en aras de un sistema estable que asegurara cada meta personal.
Estas teorías invitan a una interesante reflexión, e imposible resulta dar una respuesta definitiva, sobre la condición humana. Lo que sí resultará diáfano es la denuncia que han hecho siempre los anarquistas de todo Estado, como defensor de los intereses de una minoría y no como benefactor del interés general. Esto último es lo pretendía el mencionado pacto social del liberalismo y que acabó desembocando, junto a los mecanismos limitadores y equilibradores de los diferentes poderes ideados por Montesquieu, en el Estado burgués moderno. Resulta curioso, y una muestra más de la honestidad y heterodoxia de los anarquistas al buscar toda vía emancipatoria, cómo uno de los pioneros del pensamiento libertario español, Anselmo Lorenzo, citara en su obra El Estado a multitud de ideólogos liberales, como Castelar o Pi y Margall (aunque, este último tuvo una curiosa evolución, que tal vez le hace difícil de etiquetar), junto a los clásicos anarquistas; por supuesto, el mismo Lorenzo advertirá también sobre esa última defensa que hacen del Estado los liberales manteniendo, así, los privilegios de clase.
De esta manera, el liberalismo se convirtió en la ideología de la emergente clase burguesa del siglo XIX, los nuevos propietarios con intereses contrapuestos a los terratenientes y aristócratas. Como ya he mencionado anteriormente, esta nueva clase demandaba un Estado que garantizase un marco estable y neutral, con leyes objetivas donde el derecho de propiedad fuera garantía de autonomía y libertad. Es aquí donde la ambivalencia del liberalismo empieza a adquirir un matiz más fuerte, al unirse, cuando así le interesara, a los desfavorecidos en su lucha contra el antiguo régimen pero actuando, en otras ocasiones, como freno conservador a las reivindicaciones de las clases bajas. Si bien los liberales apoyaron mayoritariamente el sufragio universal, se mostrarán reacios a la posibilidad de una mayor profundización democrática que pudiera acabar con sus privilegios. Con el tiempo se irá asentando un sistema liberal y democrático electivo, que se da en los países considerados más avanzados, y donde una minoría privilegiada traiciona definitivamente los principios liberales que dicen defender al detentar el poder económico y controlar la cultura y los medios de información, primordiales para una auténtica democratización social.
A muchos intelectuales -tratemos de englobar así a todos estos elementos, por misericordia- parece que la historia no ha enseñado mucho; unos, perdidos en su universo socialista autoritario, buscan nuevos referentes después de que la praxis haya deparado desastre tras desastre para su ideario; otros -curiosamente, muchos conversos del socialismo de Estado- mencionan continuamente el peligro totalitario para justificar un sistema político y económico que conlleva progreso económico sí, pero sustentado en demasiadas miserias y convirtiendo al ciudadano en un mero consumidor. Estas personas, contraponen liberalismo a socialismo como si las dos doctrinas tuvieran un único camino -dominación en suma, que podemos calificar bien de totalitaria y explícita, o de democrática y sutil, en uno u otro caso- y obviando lo que resulta la perfecta síntesis de ambas que es el anarquismo. Ya el alemán Rudolf Rocker -no tengo ningún reparo en citar continuamente a los grandes autores de pasado, ya que la lucidez que manifestaron en su momento tiene un doble valor al revestirse de una increíble actualidad- señaló la confluencia de esas dos principales corrientes que desde la Revolución francesa se desarrollaron en la vida intelectual de Europa.
La perspectiva crítica del sistema capitalista, en aras de la emancipación de la clase trabajadora, sitúan al pensamiento libertario en una tradición socialista -es hora de recuperar los auténticos valores de esta palabra tan denigrada y apartar aquello que supone una merma de la soberanía individual- y actúa como un perfecto complemento autogestionario para ese liberalismo radical que muchos creemos ver en el anarquismo. Espontaneísmo es otra de las palabras que tienen un perfecto acomodo en la tradición libertaria y que el liberalismo puede subscribir en muchos aspectos; en el terreno económico, que es junto al político el que resulta más controvertido en la comparación que nos ocupa, resulta extraordinario cómo se han reivindicado dentro del anarquismo conceptos como la armonía de las fuerzas económicas, comunes a los primeros liberales, desprovista, claro está, de todo privilegio y explotación y, aquí entramos dentro del campo libertario, con la educación y el valor de la solidaridad como una corrección constante para toda desigualdad de las mismas. Aquella filosofía racionalista que pretende planificar -aquí, el Estado entra en juego en cualquiera de sus formas- la vida económica o social no comprende que la libertad acaba siendo sacrificada en nombre de un supuesto progreso; es fundamental consolidar un escenario donde las energías humanas -individuales y colectivas- se desenvuelvan libremente y tomen sus propias decisiones conforme a continuos ensayos de prueba -no hay división entre la teoría y la praxis, otra idea/fuerza tan del gusto del anarquismo-.
Comprobando otros puntos de conexión histórica entre liberalismo y anarquismo nos hace plantearnos hasta donde puede llegar la perversión histórica y el cinismo de aquellos que hoy abrazan sin vergüenza el ideario liberal. Una coincidencia fundamental resulta la soberanía individual, que resulta inalienable de cara al colectivo pero que, como ya he mencionado, no debería contraponerse a las necesidades individuales sino más bien, al contrario, cobran sentido en el contexto social gracias a la libre cooperación; esto último resulta una nueva corrección libertaria para esa desviación que da lugar a que algunos individuos se beneficien del resto de la sociedad dentro de esa filosofía de mínima intervención por parte de Estado -el llamado laissez faire, "dejar hacer"-, donde, supuestamente, cada individuo buscará lo mejor para sí mismo pero que conduce a concentración de poderes, monopolios y numerosas desigualdades.
Hoy, en un contexto de generalizada ignorancia política, son las fuerzas conservadoras las que parecen apropiarse del término "liberal". Por supuesto, no es esconde más que una visión conservadora del mundo refugiada en un concepto de la nación-Estado, por supuesto, rechazable para quien tenga una visión emancipatoria, que solo puede ser internacionalista en lo fraternal. Otra vieja concepción ácrata plenamente reivindicable. El socialismo parlamentario, no obstante, también reivindica en algunos momentos una visión liberal del mundo; incluso, en algunos momentos, algún líder político se ha atrevido a mencionar la palabra "libertario". Más confusión ideológica para los tiempos que vivimos. En la prácticas, unos u otros partidos políticos en el Gobierno lo que llevan a la práctica es una mezquina política neoliberal subordinada a los poderes económicos.
En suma, son tiempos estos que dan lugar a una gran confusión y donde yo no tendría ningún reparo, desde el anarquismo, en reclamar gran parte del espacio donde campa triunfante un “neoliberalismo”, con sus periódicas crisis que pagan siempre los más humildes, y que sí resulta un enemigo feroz en lo económico como resulta obvio, que oculta la actuación de Estados llamados "democráticos", que siguen siendo demasiado fuertes, y al que debemos desproveer de numerosos conceptos robados y, al mismo tiempo, dar un significado sólido a la palabra “progreso” y conjuntarla con un socialismo auténticamente libertario y autogestionario. Al fin y al cabo, el anarquismo debe resultar la perfecta síntesis.
Con el liberalismo, estamos hablando de la doctrina política y económica triunfante en la modernidad y en los países desarrollados -tal vez, el llamado “tercer mundo” todavía nos depare algunas sorpresas que rompan, sin caer en ninguna otra barbarie, este cuestionable avance de la civilización que sufren tantas vidas- y que aboga por la reducción del Estado -al menos parcialmente, ya que si bien abomina de él como intervencionista en lo económico, recurrirá a él cuando lo necesite, especialmente en su faceta policial-. ¿Supone esta minimización del Estado una esperanza para el anarquismo? Que nadie se alarme ante dicho "razonamiento". Simplemente, quiero señalar lo que resultará paradójico para todo simpatizante de los auténticos valores anarquistas -esos históricos que deben servir como impulsores para encontrar nuevas respuestas a los nuevos tiempos-: el mencionado “desarme” del Estado se da en un contexto donde se asume la desigualdad, marcada por la ley económica del más fuerte; de esta manera, la atomización, la incomunicación y una individualidad y materialismo mal entendidos son los resultantes de esta sociedad de consumo donde se diluyen los valores o se convierten en coyunturales, como esa petición de solidaridad para los más desfavorecidos en la cual los grandes poderes se abstraen hábilmente.
Pueden ser muchas las diferencias históricas entre anarquismo y liberalismo, pero ambos manifestaban la importancia de la educación y capacidad de progreso de la persona -extendida a lo largo de toda su vida-, del disentimiento frente a lo establecido, de la crítica y oposición a todo poder arraigado que, por su propia naturaleza, tenderá a no aceptarlas y a perpetuarse. Los anarquistas hicieron más hincapié en la naturaleza social del individuo -con algunas excepciones, como las de los individualistas de inspiración en Max Stirner-, de lo necesaria que era la sociedad para que el ser humano alcanzara su pleno desarrollo y para que la individualidad adquiriera conciencia de su participación en lo colectivo; el liberalismo abogaba, más bien, por un pacto entre individuos donde se asumía la pérdida de ciertos derechos y con algunas obligaciones mínimas en aras de un sistema estable que asegurara cada meta personal.
Estas teorías invitan a una interesante reflexión, e imposible resulta dar una respuesta definitiva, sobre la condición humana. Lo que sí resultará diáfano es la denuncia que han hecho siempre los anarquistas de todo Estado, como defensor de los intereses de una minoría y no como benefactor del interés general. Esto último es lo pretendía el mencionado pacto social del liberalismo y que acabó desembocando, junto a los mecanismos limitadores y equilibradores de los diferentes poderes ideados por Montesquieu, en el Estado burgués moderno. Resulta curioso, y una muestra más de la honestidad y heterodoxia de los anarquistas al buscar toda vía emancipatoria, cómo uno de los pioneros del pensamiento libertario español, Anselmo Lorenzo, citara en su obra El Estado a multitud de ideólogos liberales, como Castelar o Pi y Margall (aunque, este último tuvo una curiosa evolución, que tal vez le hace difícil de etiquetar), junto a los clásicos anarquistas; por supuesto, el mismo Lorenzo advertirá también sobre esa última defensa que hacen del Estado los liberales manteniendo, así, los privilegios de clase.
De esta manera, el liberalismo se convirtió en la ideología de la emergente clase burguesa del siglo XIX, los nuevos propietarios con intereses contrapuestos a los terratenientes y aristócratas. Como ya he mencionado anteriormente, esta nueva clase demandaba un Estado que garantizase un marco estable y neutral, con leyes objetivas donde el derecho de propiedad fuera garantía de autonomía y libertad. Es aquí donde la ambivalencia del liberalismo empieza a adquirir un matiz más fuerte, al unirse, cuando así le interesara, a los desfavorecidos en su lucha contra el antiguo régimen pero actuando, en otras ocasiones, como freno conservador a las reivindicaciones de las clases bajas. Si bien los liberales apoyaron mayoritariamente el sufragio universal, se mostrarán reacios a la posibilidad de una mayor profundización democrática que pudiera acabar con sus privilegios. Con el tiempo se irá asentando un sistema liberal y democrático electivo, que se da en los países considerados más avanzados, y donde una minoría privilegiada traiciona definitivamente los principios liberales que dicen defender al detentar el poder económico y controlar la cultura y los medios de información, primordiales para una auténtica democratización social.
A muchos intelectuales -tratemos de englobar así a todos estos elementos, por misericordia- parece que la historia no ha enseñado mucho; unos, perdidos en su universo socialista autoritario, buscan nuevos referentes después de que la praxis haya deparado desastre tras desastre para su ideario; otros -curiosamente, muchos conversos del socialismo de Estado- mencionan continuamente el peligro totalitario para justificar un sistema político y económico que conlleva progreso económico sí, pero sustentado en demasiadas miserias y convirtiendo al ciudadano en un mero consumidor. Estas personas, contraponen liberalismo a socialismo como si las dos doctrinas tuvieran un único camino -dominación en suma, que podemos calificar bien de totalitaria y explícita, o de democrática y sutil, en uno u otro caso- y obviando lo que resulta la perfecta síntesis de ambas que es el anarquismo. Ya el alemán Rudolf Rocker -no tengo ningún reparo en citar continuamente a los grandes autores de pasado, ya que la lucidez que manifestaron en su momento tiene un doble valor al revestirse de una increíble actualidad- señaló la confluencia de esas dos principales corrientes que desde la Revolución francesa se desarrollaron en la vida intelectual de Europa.
La perspectiva crítica del sistema capitalista, en aras de la emancipación de la clase trabajadora, sitúan al pensamiento libertario en una tradición socialista -es hora de recuperar los auténticos valores de esta palabra tan denigrada y apartar aquello que supone una merma de la soberanía individual- y actúa como un perfecto complemento autogestionario para ese liberalismo radical que muchos creemos ver en el anarquismo. Espontaneísmo es otra de las palabras que tienen un perfecto acomodo en la tradición libertaria y que el liberalismo puede subscribir en muchos aspectos; en el terreno económico, que es junto al político el que resulta más controvertido en la comparación que nos ocupa, resulta extraordinario cómo se han reivindicado dentro del anarquismo conceptos como la armonía de las fuerzas económicas, comunes a los primeros liberales, desprovista, claro está, de todo privilegio y explotación y, aquí entramos dentro del campo libertario, con la educación y el valor de la solidaridad como una corrección constante para toda desigualdad de las mismas. Aquella filosofía racionalista que pretende planificar -aquí, el Estado entra en juego en cualquiera de sus formas- la vida económica o social no comprende que la libertad acaba siendo sacrificada en nombre de un supuesto progreso; es fundamental consolidar un escenario donde las energías humanas -individuales y colectivas- se desenvuelvan libremente y tomen sus propias decisiones conforme a continuos ensayos de prueba -no hay división entre la teoría y la praxis, otra idea/fuerza tan del gusto del anarquismo-.
Comprobando otros puntos de conexión histórica entre liberalismo y anarquismo nos hace plantearnos hasta donde puede llegar la perversión histórica y el cinismo de aquellos que hoy abrazan sin vergüenza el ideario liberal. Una coincidencia fundamental resulta la soberanía individual, que resulta inalienable de cara al colectivo pero que, como ya he mencionado, no debería contraponerse a las necesidades individuales sino más bien, al contrario, cobran sentido en el contexto social gracias a la libre cooperación; esto último resulta una nueva corrección libertaria para esa desviación que da lugar a que algunos individuos se beneficien del resto de la sociedad dentro de esa filosofía de mínima intervención por parte de Estado -el llamado laissez faire, "dejar hacer"-, donde, supuestamente, cada individuo buscará lo mejor para sí mismo pero que conduce a concentración de poderes, monopolios y numerosas desigualdades.
Hoy, en un contexto de generalizada ignorancia política, son las fuerzas conservadoras las que parecen apropiarse del término "liberal". Por supuesto, no es esconde más que una visión conservadora del mundo refugiada en un concepto de la nación-Estado, por supuesto, rechazable para quien tenga una visión emancipatoria, que solo puede ser internacionalista en lo fraternal. Otra vieja concepción ácrata plenamente reivindicable. El socialismo parlamentario, no obstante, también reivindica en algunos momentos una visión liberal del mundo; incluso, en algunos momentos, algún líder político se ha atrevido a mencionar la palabra "libertario". Más confusión ideológica para los tiempos que vivimos. En la prácticas, unos u otros partidos políticos en el Gobierno lo que llevan a la práctica es una mezquina política neoliberal subordinada a los poderes económicos.
En suma, son tiempos estos que dan lugar a una gran confusión y donde yo no tendría ningún reparo, desde el anarquismo, en reclamar gran parte del espacio donde campa triunfante un “neoliberalismo”, con sus periódicas crisis que pagan siempre los más humildes, y que sí resulta un enemigo feroz en lo económico como resulta obvio, que oculta la actuación de Estados llamados "democráticos", que siguen siendo demasiado fuertes, y al que debemos desproveer de numerosos conceptos robados y, al mismo tiempo, dar un significado sólido a la palabra “progreso” y conjuntarla con un socialismo auténticamente libertario y autogestionario. Al fin y al cabo, el anarquismo debe resultar la perfecta síntesis.
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