La necesidad de explorar mayores "prácticas de libertad", por utilizar palabras de Foucault, obliga a llevar la discusión sobre el relativismo al campo de la política y de la ética. Este objetivo, sostenido por Tomás Ibáñez en su obra Contra la dominación, con una adscripción indudablemente libertaria y antiautoritaria, es demostrar que será mejor una opción relativista que absolutista. Porque precisamente en el terreno de la ética es donde más controvertido resulta el asunto, de tal manera que los detractores del relativismo afirmarán que esa opción, que niega que haya valores objetivamente superiores a otros, supondrá la barbarie, la ley de la selva del más fuerte. Las acusaciones hablan de tres consecuencias inevitables: el no tener legitimidad para oponernos a prácticas moralmente despreciables; la ausencia de exigencia de un compromiso político al no existir exigencias al respecto, y que solo se deja el recurso a la fuerza para dirimir conflictos entre partes. Lo que Ibáñez intenta razonar es que no solo esas acusaciones son falsas, sino que el relativismo está mejor armado que el absolutismo para afrontarlas.
Lo que sostiene el relativista es que ningún valor ético es "incondicionado", que no existe una fundamentación última para ninguno de ellos, pero de ello no se deriva la afirmación de que no es posible diferenciar entre valores. Por el contrario, los que sí creen en una fundamentación última de los valores, los que consideran que sus valores son más firmes que los contrarios, estarían obligados a aceptar esos valores hasta sus últimos consecuencias, aunque ello suponga el genocidio o la inquisición (como ha ocurrido a lo largo de la historia en nombre de valores "verdaderos" y "fundamentados", ya sean creencias religiosas o doctrinas políticas). El relativista no está obligado a aceptar el horror en que desembocan los valores fundamentados, pero sí puede elegir entre unos valores mejores que otros desde la perspectiva siempre de esa ausencia de fundamentación última. Puede decirse que la elección entre valores es inherente a la vida humana, por lo que está fuera de lugar la acusación al relativista de una incapacidad al respecto, lo que se niega es la existencia de un nivel trascendental donde existan esos valores. El hecho de considerar que los valores sean contingentes, producto de la historia o de la sociedad, no supone que no se pueda decidir entre valores diferentes. Pero, ¿qué hay del compromiso en la defensa de esos valores?
Parece que el relativista sale ganando al respecto, si observamos que el absolutista cree en unos valores trascendentes, universales e imperecederos, por lo que su defensa acaba siendo secundaria e incluso prescindible. Por el contrario, el relativista (o el antiabsolutista, si no nos terminamos de encontrar a gusto con el término) cree únicamente en una justificación en la práctica de sus valores, sin más base que la decisión de asumirlos, por lo que no existe otra forma de defenderlos que la de desarrollar y mantener las prácticas que los sustentan. El anarquismo siempre insistió en la anulación de la división entre teoría y praxis, en la justificación de las ideas en la práctica; aun estando armado a priori en lo ideológico y ético, siempre ha sostenido la práctica social y la libre experimentación para perfeccionar los valores. El relativismo parece propiciar la movilización política, el absolutismo (propio del conservadurismo o de cualquier tipo de necesidad histórica) todo lo contrario.
No obstante, la acusación más contundente contra el relativismo es la de hacer entrar en juego la ley de la fuerza. Pero, hay que ver quién es más amigo de la fuerza para imponer sus valores. En el caso de ser estos valores "objetivos" (es decir, instituidos como moralmente buenos para el conjunto de los seres humanos), está claro que discrepar de ellos supone caer en la irracionalidad o en la anormalidad y quedar fuera de la comunidad humana (o ser sometidos a alguna terapia u otro uso de la fuerza). La fuerza puede ser empleada por cualquier persona o comunidad, pero emplearla en nombre de valores trascendentes añade aún mayores dosis de violencia. Además, el absolutista suele ocultar esas relaciones de fuerza en las que impone sus propios planteamientos, por lo que reivindica el monopolio del uso de la fuerza (el Estado, en el campo político, es el ejemplo más evidente). La única fuerza legitimada para actuar es la que perpetúa el statu quo (un sistema sustentado en valores objetivos e inmutables). El relativista puede acudir a la fuerza en caso de ser necesario, pero lo hará sin más, a diferencia del absolutista que se considera plenamente legitimado para hacerlo. No parece una cuestión de matiz, ya que el uso de la fuerza se naturaliza y se atribuye a una necesidad ajena a nuestra propia voluntad. Los atributos del absolutista, amparado en lo que considera la Ley, de la naturaleza trascendente que fuere, parecen ser buena conciencia, tranquilidad espiritual, actitud indubitable y ausencia de la necesidad de dar cuenta de su propia actuación.
En el terreno epistémico (lo que atañe al conocimiento), el relativista no puede ser tampoco la caricatura que los dogmáticos o absolutistas hacen de él. No se defiende que la verdad sea un concepto del que se puede prescindir, lo que se dice es tan solo que la verdad es incondicionada (relativa). La relación que tenemos con el mundo, y con nuestros semejantes, presupone necesariamente la creencia en la verdad. Incluso el relativista acepta que en la vida cotidiana el predicado verdadero funciona con unos rasgos semánticos de características absolutistas, y así usa él mismo ese predicado. Wittgenstein dio una explicación a este hecho al señalar que "la gramática que rige cualquier lenguaje está constreñida por su valor pragmático", debe ser tal que nos permita desenvolvernos por el mundo. Pero la gran pregunta que se hace el relativista es acerca del grado de verdad que hay en esas creencias que empleamos en nuestra vida cotidiana. Se pueden aceptar unas reglas semánticas, asumirlas de cara a preservar la existencia, pero el compromiso no puede ir más allá de ese valor pragmático. En otra forma de vida, con una diferente historia evolutiva, los predicados se aplicarían a otras proposiciones y lo que hoy predicamos como verdadero pasaría a ser falso. Afirmar esto es sostener que la verdad no es incondicionada, sino que es relativa a un determinado marco en el que solo en su interior tiene sentido.
Pero, si en la vida cotidiana parece haber pocas diferencias entre el absolutista y el relativista, sí hay diferencias teóricas con consecuencias prácticas (tal vez pocas, pero de gran importancia). La primera de ellas es la imposición, siendo el absolutismo condición de posibilidad de prácticas inquisitoriales; solo los que consideran que existen verdades absolutas tienen el derecho, y aun la obligación moral, de forzar a los incrédulos. La segunda gran diferencia práctica es que el relativismo posibilita el cambio mientras el absolutismo tiende a frenarlo. Si las verdades son absolutas nada podrá alterar su condición, pero si la verdad está condicionada por el marco que la instituye, no puede ser permanente. Ninguna proposición es inmune para siempre a su revisión.
La posición relativista ataca frontalmente a una serie de creencias, dogmas firmemente asumidos (aunque no posean una definición clara de esa supuesta verdad) por los absolutistas. Éstos, sostienen que la reglas semánticas que ordenan el uso de la verdad en nuestro marco social es trascendente a la propia sociedad, la forma de vida social depende según ellos de aquellas. Si se tienen creencias verdaderas, universales y propias de cualquier tiempo y cualquier sociedad, ello constituye una negación aperturista en el futuro. Cualquier cosa que venga en el futuro no podrá alterar la verdad de esa proposición si es auténticamente verdadera, algo inasumible para el relativista. El objetivismo propio del absolutismo es otra creencia erosionada por el relativismo; según el mismo, una creencia es verdadera si trasciende cualquier punto de vista particular, si no se ve afectada por el que la enuncia y si se realiza desde un lugar genérico (seria propia de un punto de vista divino), algo sin sentido para el relativista. La tercera creencia dogmática amenazada sería el fundacionalismo, según el cual existen "verdades últimas" que no requieren justificación posterior y sirven de fundamento a la demás creencias verdaderas. La pregunta relativista o escéptica acerca de esas supuestas verdades, naturalmente, no tienen respuesta coherente.
Recordaremos que lo que sostiene el relativismo no es que sea inaceptable una creencia en la verdad, sino que esa creencia debe ser aceptada desde dentro de un determinado marco y que solo en él funciona con eficacia. Lo que se cuestiona es que esa verdad tenga una naturaleza que trascienda cualquier marco y, por lo tanto, no es incondicionada.
No es menos controvertido el relativismo en el campo ontológico e Ibáñez afirma igualmente que se le pretende descontextualizar si el relativista afirma "la realidad no existe". Ocurre algo parecido a la cuestión de aceptar un determinado criterio de verdad para sobrevivir en la cotidianeidad, forma también parte de nuestra condición de existencia aceptar que tenemos cierta incidencia en una parte de la realidad. Pero estamos en lo mismo, el valor de uso de una proposición no transita necesariamente a aceptar que es verdadera. La realidad es necesaria, y los realistas dirán que además es verdadera, el relativista sostendrá que no lo es. La postura realista afirma que "la realidad existe con independencia de los efectos que produce en el ser humano". No parece esto una simple creencia, sino la condición previa a cualquier creencia para que nuestros discursos y representaciones sean inteligibles. Esta asunción supone a priori que no se pueda cuestionar el realismo, pero el relativista ontológico recordará que el reconocimiento de que una creencia sea útil para ciertos fines no se deduce nada en cuanto a que esa creencia sea correcta (por lo que sí tiene sentido cuestionarla). El realismo sostendrá que no solo la realidad existen con independencia del ser humano, sino que posee unos atributos propios igualmente independientes. Ibáñez considera que la aceptación de este principio conduce a una "concepción del conocimiento verdadero" (la verdad como correspondencia) y no estamos lejos así del objetivismo.
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