Fromm considera que el supuesto implícito en el pensamiento de Lutero y Calvino, y también de Kant y Freud, es que el egoísmo es lo mismo que el amor a sí mismo, por lo que ambos conceptos se excluyen mutuamente: amar a los otros es una virtud, amarse a sí mismo, un pecado. Aquí se da un error teórico sobre la naturaleza del amor: el amor no es algo causado por un objeto específico, sino una cualidad que se halla en potencia en la persona y que se actualiza únicamente cuando es movida por un determinado objeto. Si el odio es un deseo apasionado de destrucción, el amor es la apasionada afirmación de un objeto (puede dirigirse también hacia cualquier persona o hacia uno mismo). Por lo tanto, el amor exclusivo es una contradicción en sí. En palabras del propio Fromm: "...el amor hacia un objeto especial es tan solo la actualización y la concentración del amor potencial con respecto a una persona". Es importante aclarar que la concepción romántica del amor es errónea y patológica, pretender que exista una única persona en el mundo a quien se puede querer, que esa es la "gran" oportunidad en la vida y que ese amor excluya y niegue a todos los demás solo puede calificarse como unión sadomasoquista. Lo que Fromm sostiene es que el amor abstracto (en este caso, al hombre en general) es una premisa necesaria para luego amar a una persona en concreto.
Por lo tanto, el propio yo constituye también un objeto de amor, tanto como otra persona, condición necesaria para desarrollar la vida, la libertad y la felicidad. Esta facultad, inherente al individuo, se dirige también hacia uno mismo; si solo ama a los demás sin hacerlo con uno mismo es, simplemente, incapaz de amar. Fromm afirma que el egoísmo no es lo mismo que el amor a uno mismo, sino lo contrario, una forma de codicia insaciable. La apariencia es que el egoísta está permanentemente preocupado de sí mismo, pero en realidad está inquieto y constantemente torturado por el miedo de no tener bastante y de perder algo. Su sentimiento es de envidia hacia los demás y una mirada en profundidad nos hace ver que en realidad tiene aversión hacia su propia persona. Fromm considera que ello no es ningún enigma, que en realidad el egoísmo se encuentra arraigado en esa aversión hacia uno mismo. Las características del egoísta son la angustia y una ausencia de seguridad interior, ya que ésta solo se produce con la base del cariño genuino y de la autoafirmación. Esta es la conclusión sicológica de Fromm respecto al egoísta y el narcisista, refutando incluso a Freud: no son capaces de amar a los demás, pero tampoco a ellos mismos.
Volvamos ahora a la cuestión inserta en el sistema capitalista, con la aparente contradicción entre un sujeto que parece movido por su propio interés, cuando la realidad es que se subordina a causas que le sobrepasan. Lo que Fromm concluye es que el hombre moderno no obra en interés de su propio "yo", sino del "yo social", que está constituido por el papel que se espera que desempeñe el individuo. Ese "yo social" vendría a ser un disfraz subjetivo de la función social objetiva que el sistema asigna a cada individuo. Se produce una mutilación del yo real en beneficio del yo social; parece haber una constante reafirmacion del yo en el hombre moderno, cuando en verdad se ha producido un debilitamiento de la personalidad total y se la reduce solo a determinadas facultades. Fromm otro factor que ha contribuido a que las potencialidades del yo individual se hayan vuelto un instrumento de una extensa máquina que le trasciende. Si bien la apariencia es que el hombre moderno ha conquistado la naturaleza, la sociedad no ejerce una fiscalización de esas fuerzas que ella misma ha creado. La racionalidad técnica se emplea en los sistemas de producción, mientras que la irracionalidad abunda en las funciones sociales, con el resultante de que el destino de las personas esté sujeto a elementos como el paro o las crisis periódicas. Si en épocas anteriores el sentimiento de insignificancia e impotencia lo tenía el hombre respeto a la divinidad (de forma consciente), ahora se produce igualmente en un sistema que mantiene, además, ilusiones contrarias.
Las relaciones sociales han perdido su carácter directo y humano, manejadas también por el espíritu de instrumentalidad y manipulación propio de las leyes del mercado, algo que contribuye igualmente al sentimiento de impotencia y aislamiento del individuo. Cada actor en el sistema capitalista es un medio para un fin, por lo que la indiferencia reina en las relaciones entre ellos; la relación respecto al trabajo es igualmente de carácter instrumental, el interés en lo que se produce es secundario y la producción es solo un medio para obtener un beneficio. Aunque Fromm no menciona esta palabra explícitamente en Miedo a la libertad, creo que puede decirse que se produce una cosificación en las personas y en las relaciones que mantienen. Sin embargo, el fenómeno más importante es la relación que el individuo tiene con su propio yo, ya que él mismo está puesto en el mercado y se considera, por tanto, una mercancía. Si el obrero manual vende su energía física, otro tipo de profesiones venden su personalidad, por lo que la confianza en uno mismo, el sentimiento del yo, es tan solo una señal de lo que los otros piensan de él. La creencia en el valor de uno mismo resulta indisociable de su popularidad y éxito en el mercado. El hombre moderno, como es cada vez más evidente en la inanidad de los medios de comunicación, depende de la popularidad y ella condiciona, no solo el progreso material, también la autoestima.
El individuo, aunque hubiera obtenido una nueva libertad, por un lado, se encontró más solo y aislado en el nuevo sistema capitalista, se convirtió en un instrumento en manos de fuerzas externas abrumadoras. Para superar la inseguridad interna, el individuo se refugió en varios factores: en la posesión de sus propiedad (indisociables de su propia personalidad, por lo que su ausencia se convierte una merma de su propio yo); en el prestigio y el poder, en parte consecuencia de la posesión de bienes, en parte resultado directo de su éxito con la competencia; para aquellos con escasas propiedades y nulo prestigio social, el refugio será la familia (en la que se sentirá "alguien"), y tambié la nación, la clase o cualquier grupo en el que pudiera sentirse superior a otros. Fromm insiste en que todos estos factores, que tienden a sostener el yo debilitado, son distinguibles de aquellos otros considerados positivos: las libertades políticas y económicas, la iniciativa individual o el avance de la ilustración racionalista. Estos elementos contribuyeron verdaderamente al desarrollo individual, a la independencia y la racionalidad, pero compensando la tremenda inseguridad y angustia que caracteriza al hombre moderno. Volvemos de nuevo a insistir en la necesidad del pensamiento dialéctica, en comprender que factores antagónicos pueden derivar de la misma causa. La existencia de sentimientos contradictorios al supuesto progreso individual se mantuvo subyacente, el hombre creía sentirse seguro de manera consciente, algo que se daba solo en la superficie y mantenido por los factores positivos de apoyo.
En Occidente al menos, Fromm quiere ver la histórica marcada por esas dos tendencias contradictorias, identificadas con la evolución de la "libertad de" a la "libertad para", que corren paralelas y, tantas veces, entrelazadas. Han existido periodos donde ha tenido más peso una concepción positiva de la libertad, definida por la fuerza y dignidad del ser. En la fase última del capitalismo, monopolista, las dos tendencias sufrieron cambios y predominaron los factores que tienden a debilitar el yo individual. Si bien "la libertad de", en la que se pierden las ataduras tradicionales, parece incrementarse, las posibilidades de lograr éxito individual se restringen para la mayoría y su destino depende de un pequeño grupo que maneja los hilos. La situación se convierte en más desigual que nunca, y aunque el pequeño y mediano hombre de negocios trata de continuar obteniendo beneficios y de preservar su independencia, la amenaza de los poderes abrumadores del capital le hacen más inseguro e impotente. Por su parte, el trabajador es tan solo un engranaje, de mayor o menor envergadura, de una imponente maquinaria que le impone su ritmo, que escapa a su control y ante la cual se siente pequeño e insignificante.
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