miércoles, 25 de junio de 2014

Sobre la vida eterna

Reflexionamos de modo crítico, y hacemos hincapié en la perspectiva libertaria de la emancipación, y según la entendemos el ateísmo es equiparable al librepensamiento y a la libertad de indagación en todos los ámbitos de la vida, sobre una interesante obra de Fernando Savater, La vida eterna; recordamos, parafraseando al autor a nuestro modo, que ya en el siglo XXI el debate no debería ser acerca de cuál es el dogma sobrenatural correcto, sino si la religión es o no beneficiosa para la humanidad.

Jean Bricmont dijo lo siguiente:
La existencia de Dios, de los ángeles, del cielo y del infierno, o la eficacia de la oración son aserciones de hecho; y si las retiramos de veras, es decir, si admitimos que son falsas, entonces no sé lo que queda del discurso religioso:¿cómo crear, por ejemplo, sentido o valores diferentes a los de los ateos partiendo de la misma base factual? (…) Supongamos que retiramos de la religion la literalidad de la Biblia, la eficacia de la oración y las demás cosas de las que podría surgir el conflicto con la ciencia (en la esfera de los hechos) ¿qué nos queda? O bien aserciones puramente metafísicas que no interesan a casi nadie, o bien aserciones puramente morales.
 Pero ¿en qué diferirá esta moral de una moral no religiosa si abandonamos todos las aserciones de hechos, los castigos divinos aquí y en el más allá, el interés de Dios por sus criaturas y demás?
A propósito de estas palabras, Fernando Savater en su obra La vida eterna considera que este planteamiento de Bricmont, no solo no simplifica el problema, sino todo lo contrario, se enfrenta con ello a esa complejidad de planteamientos que pretender arrojar ambigüedad para evitar la crítica. Lo que tal vez sea una simplificación excesiva es considerar que la religión es un mero fraude por parte de los clérigos para mantener su poder sobre los creyentes, aunque no está nada mal tener ese factor siempre presente. El problema religioso supone una mayor complejidad e interés al tener que preguntarse acerca de la condición humana. Desde la perspectiva actual, no basta considerar solo los engaños y charlatanerías para explicar la persistencia de la religión. Y esto lo digo desde un ateísmo combativo y, en la medida que me es posible, desde una escepticismo ferozmente crítico acerca de todo lo que obstaculiza el progreso. Las "creencias", incluso en personas cultas y racionalistas, existen, por lo que hay que tener en cuenta los múltiples factores que conducen a las mismas (o, como dijo, Gianni Vattimo a "la creencia en la creencia"). Los creyentes, con todas las dudas y críticas que se quiera, están convencidos de que los postulados de su religión son más auténticos que cualquier otra visión naturalista. William James, con el que no estaremos por supuesto nada de acuerdo en su justificación de la creencia, lo expresó del siguiente modo: "estimo que la hipótesis religiosa da al universo una expresión que determina en nosotros reacciones específicas, reacciones muy diferentes de las que serían provocadas por una creencia de forma puramente naturalista". La creencia religiosa supone una perspectiva privilegiada que revela la verdad, de una forma bien diferenciada de otras formas de conocimiento, por lo que en ningún caso puede considerársela otra forma de interpretación diferenciada de lo ofrecido por la ciencia (como se han empecinado algunos autores). Volvamos a William James: "la creencia religiosa de un hombre -sean cuales fueren los puntos especiales de doctrina que implica- representa esencialmente para mí la creencia en algún orden invisible en el cual los enigmas del orden natural encontrarían explicación"; además, añade James que junto a esa creencia se produce la convicción de que hay un interés efectivo en practicar esa fe. Según esta perspectiva, la creencia religiosa permitiría entender mejor la vida en su contexto, vivirla mejor y abriría la posibilidad de algo mejor que la propia vida.

Creencias tenemos todos y, en la mayor parte de los casos, queremos pensar que están justificadas. Bernard Williams explica que "una creencia justificada es aquélla a la que se llega a través de un método, o que está respaldada por consideraciones que la favorecen no sólo porque la hagan más atractiva o algo por el estilo, sino en el sentido específico de que proporcionan razones para creer que es verdadera". El deseo, de forma obvia, alimenta la creencia hasta el punto de aceptarla incluso sabiendo en el fondo que no es verdadera. De una u otra forma, porque somos humanos, cultivamos creencias más o menos infundadas, falsamente esperanzadoras y finalmente decepcionantes. Por supuesto, solemos considerar que los parámetros científicos son el mejor acceso a creencias justificadas; sin embargo, siguen siendo muchas las personas que persisten en creencias paranormales: cuando la educación rebaja considerablemente la influencia religiosa, las creencias a veces se desvían a otros fenómenos igualmente considerables. Es precisamente William James, en La voluntad de creer, el que apuesta por la fe como forma de fundar las creencias adecuadamente; estamos hablando de uno de los fundadores del pragmatismo filosófico, por lo que no se cuestiona de dónde provienen las creencias, sino a dónde conducen en la práctica. Según James, la fe originada en el deseo de hacer o conseguir algo es, no solo legítima, también indispensable. Sin embargo, Pío Baroja en El árbol de la ciencia responde adecuadamente a James: la fe puede ser útil para una acción dada, pero dentro de lo natural, siempre que se utilice dentro del radio de acción de lo posible; así, lo que se llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza, la cual existe siempre, se quiera o no se quiera, a diferencia de una fe fundada en lo imposible. La fe es muy peligrosa cuando pasa de lo útil, cómodo y eficaz a lo meramente arbitrario. Otro autor, Donald Davidson, también refuta a William James al recordar que existe una salvaguarda crítica sobre los deseos que conducen a las creencias: la veracidad y honradez en lo que creemos, algo que no deja de ser un deseo más fuerte. El famoso aserto de Los hermanos Karamazov, "Si Dios no existe, todo está permitido" (cambiemos, iguamente, a Dios por cualquier creencia sobrenatural sin la cual nada tendría sentido), no solo no demuestra la veracidad de una creencia, sino que más bien constata una urgencia patética que debería hacernos dudar. Lo único que se demuestra cierto con un deseo que empuja a creer es el propio deseo, por lo que en lugar de abandonarnos a él deberíamos tratar de comprender los mecanismos que nos han llevado hasta ese punto.

Se dice que las religiones cumplen (o han cumplido) determinadas labores sociales en las que pueden buscarse la justificación de su origen (cohesión social, explicación cosmogónica, obligaciones y tabúes, legitimación de una autoridad...), aunque existen otros factores para explicar las creencias religiosas individuales y, lo que resulta aún más sorprendente, algo tan aparentemente disparatado como el respeto a la clase sacerdotal. Por supuesto, en gran parte de los casos la creencia religiosa se produce por mímesis social: en circunstancias habituales, el ser humano hace, piensa y venera lo que ve hacer, pensar y venerar. Las sociedades modernas son heterogéneas, por lo que la oferta de creencias es dispar y los devotos y creyentes, parte al menos, pueden ser sinceros en su fuero interno. Algunos autores se han esforzado en considerar la creencia religiosa originada en alguna experiencia o conmoción subjetiva; por supuesto, es lógico considerar lo contrario, dicho fenómeno es resultado de la creencia y no al revés. En cualquier caso, los deseos como fundamento de las creencias es el factor más digno de ser atendido. Tal y como señala Fernando Savater en la obra citada, la mayor parte de nuestros deseos más urgentes están dirigidos a evitar o aplazar la muerte. Las religiones se habrían convertido así en tecnologías de la salvación, según las cuales los deseos humanos son satisfechos por trucos mitológicos con la exigencia de creer en algo sobrenatural; estamos hablando, con toda la sofisticación que se quiera, de un simple "efecto placebo". La creencia religiosa, para desgracia de los librepensadores que anunciaban su fin hace tiempo, depende más de lo que apetece que de lo que se sabe o se piensa. También, depende de lo que se teme y así hay que recordarlo para seguir combatiendo la religión y apostando por un mayor horizonte humano. Sorprende igualmente la cantidad de personas incrédulas que muestra respeto hacia las creencias religiosas (no hacia los creyentes, que por supuesto son objeto del mayor de los respetos) y hacia la gran cantidad de doctrinas y dogmas sencillamente intolerables. Desgraciadamente, los responsables de las religiones suelen invocar lo contrario, piden un respeto, que resulta imposible desde la honestidad intelectual, y señalan lo que consideran que es una carencia al no haber abrazado una fe, la cual está fundada en cuestiones muy humanas. La "voluntad de creer", tal y como lo expresó William James, surge de debilidades y angustias humanas que resultan muy comprensibles (y que habría que ser cauto a la hora de condenar sin más), pero es infinitamente más aceptable la incredulidad fundada en el esfuerzo por buscar la verdad sin engaños y una moral fraterna sin excusas sobrenaturales y trascendentes.


Los problemas que conlleva la idea de Dios

El muy combativo ateo Michel Onfray declaró una vez que la creencia en Dios se asemeja a la de pensar que Papá Noel o Santa Claus existen. Aunque estas argumentaciones resulten atractivas y escandalicen en según qué contextos, no soy muy amigo de simplificar así la cuestión. Aunque solo sea por la implicaciones que tiene la idea de Dios, no resulta muy apropiado compararla con otras supersticiones y personajes de ficción. A lo largo de la historia, el asunto de Dios ha preocupado tanto a los filósofos que, al menos, hay que esforzarse un poquito más si consideramos señalar lo absurdo de determinadas creencias. Frente a tanto desvarío en el debate, tanto juicio intimidatorio, tanto exhabrupto y tanto relativismo posmoderno, tal y como pide Fernando Savater en La vida eterna, es bueno acudir a los clásicos de la Ilustración. Veamos qué dice David Hume, en Historia natural de la religión: "El único punto de la teología en el cual hallaremos un casi universal consenso entre los hombres es el que afirma la existencia de un poder invisible e inteligente en el mundo. Pero respecto de si este poder es supremo o subordinado, de si se limita a un ser o se reparte entre varios, de qué atributos, cualidades, conexiones o principios de acción deben atribuirse a estos seres, respecto de todos estos puntos hay la mayor discrepancia en los sistemas populares de teología". Hume señala una primera condición, que el dios es invisible; la divinidad no sería ninguna de las cosas perceptibles de este mundo, sino su fundamento. Según este punto, tener mentalidad religiosa es sustentar lo que nuestros sentidos perciben en algo inverificable, pero que se considera imprescindible para explicar la realidad; se suele pensar que la divinidad interviene en el mundo, pero no se rige ni está obligada por las leyes naturales. Los ateos solemos ser, obviamente, materialistas, negamos un plano "espiritual", pero hay que ser cauto a la hora de forzar nuestros argumentos con peticiones de que la divinidad imperceptible se materialice de algún modo (estamos hablando, en tal caso, de "espiritismo", que deberíamos considerar igualmente absurdo).

Hume señala una segunda condición y es que el dios invisible es también inteligente. Estamos aquí en un punto clave para la mentalidad religiosa, la existencia de una voluntad y un propósito trascendentes al ser humano, que no es obviamente la concurrencia en el universo de efectos y causas, sino un subjetividad que proyecta y decide: el dios no es algo, sino alguien, es personal como lo somos nosotros. Gracias a Hume, podemos comprender la disposición religiosa de la mente humana, anterior a la comprensión científica: "Existe entre los hombres una tendencia general a concebir a todos los seres según su propia imagen y a atribuir a todos los objetos aquellas cualidades que les son más familiares y de las que tienen más íntima conciencia. Descubrimos caras humanas en la luna, ejércitos en las nubes. Y por una natural inclinación, si ésta no es corregida por la experiencia o la reflexión, atribuimos malicia o bondad a todas las cosas que nos lastiman o nos agradan". La sicología evolutiva confirma y aclara lo dicho por Hume, la especie humana es depredadora y, para sobrevivir, es preferible atribuir intencionalidad a lo que no la tiene frente a desconocerla donde se produce. Hay que tener esto en cuenta, en los orígenes atribuir designio voluntario a los fenómenos naturales, a las enfermedades o al universo entero no constituía una estúpida superstición, sino una prudente precaución. La mentalidad religiosa considera que la divinidad invisible es, además, inteligente, obra con intención y motivos y ayuda al creyente a comprender mejor el fundamento real; no es una inteligencia animal, como la de las presas que persigue el ser humano o la de los depredadores que le persiguen, sino antropomórfica: al ser la divinidad personal, el creyente puede mantener una relación privilegiada con ella. Jean-Marie Guyau, en La irreligión del porvenir, señaló que el primer beneficio de la religión era la extensión de las pautas sociales, con mayores o menores modificaciones, al universo entero. Se encuentre donde se encuentre el creyente, puede mantener una reciprocidad con la divinidad inteligente, crea un entorno de seguridad sicológica extendiendo así su hogar al mundo entero.

Savater considera que la divinidad, por mucho que no resulte una compañía social fácil de manejar, resulta preferible a los creyentes frente a la hostil e impersonal necesidad de la naturaleza. Tal vez, algo que forma parte de las religiones, además de la propia creencia en un dios que se necesita es, a la vez, creer que ese dios necesita a sus creyentes. Se intenta conseguir de los dioses una respuesta positiva; a pesar de su excepcionalidad, se considera que pertenece a la comunidad humana lo mismo que los humanos pertenecen a la divina. Es la evolución histórica de las religiones la que da lugar a la sofisticación de esa creencia, se renuncia a los métodos coercitivos y se establece un acuerdo ético y legal entre la divinidad y el hombre: el dios se convierte en garante y legislador de la rectitud moral, los creyentes acatan esas normas y esperan el correspondiente premio o sanción conforme con su conducta en el mundo ultraterreno propio de la divinidad. Por supuesto, ese hecho da lugar a uno de los grandes problemas de los que se ha ocupado la teodicea: la responsabilidad de la divinidad ante los males que se producen en el mundo. Obviamente, hay males para la humanidad que no son más que fenómenos naturales, pero muchos otros son responsabilidad de los hombres ante los que Dios permanece impasible; a estas alturas, no basta con considerar un supuesto castigo para los responsables en el mundo sobrenatural de los creyentes. Uno de los mayores problemas de la religión es la existencia de intermediarios entre la divinidad y los creyentes, los cuales aportan justificaciones absurdas como que Dios no desea estar interviniendo permanentemente con medidas correctoras ante el rumbo que toman las cosas. La creencia en los milagros, los cuales no parecen producirse para solucionar los grandes problemas, conduce ante una de las argucias habituales de los religiosos: la apelación al misterio de la voluntad divina ("ese asilo de toda ignorancia", como dijo Spinoza). A pesar de la evolución obvia de estos problemas de la religión, que hay que considerar, sin que nadie se ofenda, algo pueriles; los creyentes en mayor o en menor medida siguen apelando a la intervención divina. Sin embargo, su ideal de bondad y perfección parece actuar de modo muy arbitrario cuando observamos las grandes catástrofes que afectan a multitud de seres humanos, tanto víctimas como verdugos. Hay religiosos que consideran que su dios respeta la libertad humana, mientras que otro apelan a lo inescrutable del designio divino; lo que pedimos desde este texto es un poco de reflexión sobre los absurdos de la religión.

No obstante, el debate sobre la naturaleza y designios de la divinidad ha dado lugar a una entrega muy entusiasta. Savater, en la obra citada, considera tres actitudes básicas ante la cuestión: en primer lugar, la de quienes simplemente desmontan como inverosímil, inconsistente o falsa de cualquier modo la creencia en uno o varios dioses; en segundo lugar, la de los que consideran que la fe en Dios consiste precisamente en creer en un ser invisible totalmente incomparable en cuanto a su esencia a cuanto conocemos o podemos comprender; en tercer y último lugar, la de quienes aceptan la divinidad como el esbozo todavía impregnado de mitología de un concepto supremo que sirve para pensar el conjunto de la realidad, aunque no tenga los rudos rasgos antropomórficos que habitualmente se le otorgan. Por supuesto, no existe una división rígida entre cada una de las tres posiciones, lo mismo que existen subdivisiones e influencias mutuas en ellas dentro de un debate mantenido desde hace siglos. El primero de los tres órdenes es el de los ateos; ya Jenófanes de Colofón (siglo V a.e.c.) señaló que los dioses se parecen sospechosamente a los humanos que los veneran, mientras que Lucrecio (siglo I a.e.c.) estableció que en el principio fue el temor (a lo desconocido, a lo arbitrario o a la muerte) en que dio lugar a la caterva de dioses. David Hume, a pesar de que nunca hizo profesión de ateísmo tal vez por temor, en su Historia natural de la religión intenta una antropología de la cuestión ofreciendo causas social y sicológicamente plausibles para el paganismo y el monoteísmo, alejándose de justificaciones sobrenaturales oficiales; pero es en su obra Diálogos sobre la religión natural donde refuta, tanto al teísmo como al deísmo, al demostrar que no hay razones para creer que el universo es un reloj que precisa un relojero (ni para fabricarlo ni para garantizar su funcionamiento). Es Feuerbach el que irá más allá de Hume al sostener que la razón sicológica de la creencia en Dios es el conjunto insatisfecho de los deseos humanos; se proyecta hacia el mundo ultraterreno todo lo que se apetece y no alcanza en este mundo, a la vez que sirve de consuelo para los sufrimientos de los seres humanos y se brinda una coartada para no mejorar la situación terrenal. Con Feuerbach, tan influyente en grandes autores posteriores, el ateísmo pasa de ser una mera negación de las creencias religiosas a una denuncia de las mismas y de su función en la vida de los individuos y las sociedades. La posición en la gran obra de Feuerbach, que constituye uno de los puntos clave para el proyecto de la modernidad, trata de ser combatido por teólogos modernos al desprender a Dios de sus rasgos personales: de nuevo, una apelación a lo incomprensible, que esta vez desprende a la divinidad de sus rasgos humanizadores y trae nuevos problemas que contradicen la tradición religiosa. Dios para de ser alguien a ser algo, lo que está ya a punto de convertirse en ser nada. Savater cuenta una divertida anécdota que hemos vivido en todo debate religioso; aquellas personas que, recelosos ya de reconocer sus creencias, afirman algo así como "hombre, yo creo que hay algo"; la respuesta debe ser "vaya, que hay algo es cosa en la que todos estamos de acuerdo, incluso los más incrédulos. De lo que se trata al mencionar a Dios es si creemos o no que hay alguien".


Fe, deseos y creencias

Durante siglos, y hoy en día todavía ocurre de una u otra manera, los que han disentido de los dogmas y prejuicios de la mayoría han sido víctima de todo tipo de maltrato. Si no haces lo que es considerado "normal" en una sociedad, si tienes hambre de cultura, si no te apetece caminar por donde está más transitado (especialmente, si gran parte de la gente se refugia en pobres identidades colectivas) o si simplemente consideras que dejarse llevar por la corriente es contrario a la dignidad y al espíritu, tal vez no seas perseguido en la mayor parte de las sociedades, pero tu comportamiento traerá la sospecha de una forma o de otra. El delito ha sido siempre el mismo: el escepticismo militante enfrentado a las creencias (supuestamente) mayoritarias u, otra forma de llamarlo, la falta de fe. Ya definió Mark Twain la palabra con su agudeza habitual: "La fe es creer en lo que sabemos que no hay". La intransigencia hacia los escépticos no es cosa del pasado, para comprobarlo solo hay que emprender un camino donde nos veamos libres de dogmas. En 1885, lo expresó Jean-Marie Guyau de manera inmejorable: "Durante un tiempo bastante largo se ha acusado a la duda de inmoralidad, pero podría sostenerse también la inmoralidad de la fe dogmática. Creer, es afirmar como real para mí lo que concibo simplemente como posible en sí, a veces incluso como imposible; es pues querer fundar una verdad artificial, una verdad de apariencia, cerrándose al mismo tiempo a la verdad objetiva que se rechaza de antemano sin conocerla. La mayor enemiga del progreso humano es la cuestión previa. Rechazar no las soluciones más o menos dudosas que cada cual pueda aportar sino los problemas mismos es detener de golpe el movimiento que avanza; la fe, en ese punto, se convierte en una pereza espiritual. Incluso la indiferencia es a menudo superior a la fe dogmática. El indiferente dice. no me empeño en saber, pero añade: no quiero creer; en cambio el creyente quiere creer sin saber. El primero permanece por lo menos perfectamente sincero para consigo mismo, mientras que el otro trata de engañarse. Sobre cualquier cuestión, la duda es pues siempre mejor que la afirmación sin vuelta de hoja, esa renuncia a toda iniciativa personal que llamamos fe. Esta especie de suicidio intelectual es inexcusable, y lo más extraño de todo es pretender justificarlo -como suele hacerse habitualmente- invocando razones morales".

No obstante, no es justo hablar de la fe en términos tan generales. El anarquista Erricco Malatesta aludió a un sentido de la fe, no como una creencia ciega hacia el absurdo y la incomprensión, sino como una fortalecida mezcla de voluntad y esperanza en un mundo mejor. No todas nuestras acciones están guiadas por un conocimiento verificable; de hecho, las empresas más arriesgadas y generosas necesitan al menos un componente, por pequeño que sea, de fe. Desde luego, la fe como creencia ciega lleva al suicidio intelectual, al absolutismo o a la persecución de los que no la comparten, pero la ausencia completa de fe lleva, tal vez, a la inacción. Para evitar polémicas, no mencionaremos una fe que tiene una excesiva polisemia, y hablaremos totalmente en contra de la credulidad. Existen tantos factores que conducen a las personas a creer en cosas tan disparatadas, además, en ocasiones en nombre de una abierta imaginación, que la cosa trasciende este espacio. Como dice Fernando Savater, la auténtica imaginación se basa en explorar todos los rincones de lo posible, pero sin salirse nunca de ello; por supuesto, seremos cautos a la hora de expresar lo que es o no posible, aunque el intelecto y el sentido común constituyan siempre unos guías inmejorables. La credulidad es lo que hay combatir por medio de la educación; lo que la caracteriza es su rasgo acrítico y su fondo interesado, por los motivos que sean y aunque acabe siendo nefasto para el creyente. Por supuesto, no estamos reclamando pura y llanamente un objetivismo científico, ya que las experiencia subjetivas pueden y deben aportar mucho a la mera constatación de hechos. Existe una credulidad extrema de índole sobrenatural, lo mismo que puede darse por defecto en los que aceptan un rígido cientifismo reductor al rechazar cualquier tipo de inquietud humana. Lo que se esconde detrás de la creencia religiosa es, en gran medida, el deseo, y así hay que expresarlo; sin embargo, tantas veces se pretende despachar del mismo modo que la fe religiosa otro tipo de inquietudes, como es el caso de las preocupaciones éticas o la búsqueda de un mayor horizonte para las pautas morales. Es un terreno peligroso, ya que el rechazo a las religiones, no solo por sus propuestas sobrenaturales, también por rechazo a las ideas inmutables y por favorecer el libre examen, no puede en ningún caso aliarnos con la razón científica deshumanizada que prevalece en las sociedades desarrolladas.

Precisamente, la falta u olvido de valores en la actualidad hace que algunos aseguren que la fe religiosa resulta importante para la formación ética. Por supuesto, por muy repetida que sea tal cosa, no es un argumento para nada sólido. De hecho, resulta extraño que los que sitúan la moral en una fuerza trascendente al individuo y a la sociedad pretendan dar lecciones de ningún tipo. Respecto al asunto, Bertrand Russell dijo lo siguiente: "Para mí hay algo raro en las valoraciones éticas de los que creen que una deidad omnipotente, omnisciente y benévola, después de preparar el terreno durante muchos millones de años de nebulosa sin vida, puede considerarse justamente recompensada por la aparición final de Hitler, Stalin y la bomba H". Tal y como dice Fernando Savater en La vida eterna, no hay un criterio moral único en ninguna religión, es necesario salirse fuera de la fe y apelar a la razón. Spinoza ya tocó otro punto clave cuando afirmó que lo propio de la religión es fomentar la obediencia, en ningún caso la moral autónoma basada en razones o sentimientos. Si algo hay que quite autoridad moral a un comportamiento es comportarse por mera obediencia, máxime cuando lo que se encuentra también detrás es la búsqueda de una recompensa o el miedo al castigo. No solo es falso que la ética necesita a la religión, sino que es todo lo contrario; se necesitan los planteamientos de una ética humanista y laica, la cual ha sido propiciada por el librepensamiento a lo largo de la historia. Es la religión la que se ha adaptado al desarrollo de las sociedades y a sus pautas morales, la que necesita del apoyo de la ética, no al revés. La ética humanista siempre está abierta al debate, todo lo contrario que el prejuicio religioso plagada de dogmas y dictado desde las (supuestas) alturas. Ni la moral ni la sociedad, ni obviamente la política (los que criticamos al Estado, hablamos de laicismo en sentido amplio), necesitan a la religión. Dicho esto con el deseo de una sociedad con total libertad de conciencia, dediquemos ahora unas breves palabras al ateísmo.

Ser ateo no es estar exento de fe ni falto de inquietudes humanas (aunque los religiosos suelen aludir a la espiritualidad, los valores humanos no tienen por qué estar vinculados a religiosidad alguna). He mencionado antes dos motivos para rechazar la religión, que por sí solos podrían ser suficientes, pero existen muchos más. No todas las creencias religiosas hablan explícitamente de un dios creador y legislador, por lo que no somos justos si generalizamos en nuestra crítica a ellas cuando hablamos del absoluto rechazo a una especie de dictador sobrenatural; ése es un punto para mí clave desde la dignidad antiautoritaria (la cual no concibe ni dominar ni ser dominado). En ese sentido, Feuerbach y Bakunin son de plena actualidad en la crítica a la fe religiosa, se trata de una proyección, originada en el temor y en el deseo, de nuestras potencialidades hacia un plano sobrenatural en detrimento de nuestra vida real. Sin embargo, como humanos que somos, detrás de la falta de creencias sobrenaturales puede encontrarse igualmente algún tipo de anhelo. Thomas Nagel lo expresa del siguiente modo: "Hablo desde la experiencia, ya que yo mismo padezco fuertemente este temor a la religión, no en sus evidentes efectos perversos en este mundo, sino como visión explicativa universal. Quiero que el ateísmo sea verdadero y me incomoda que algunas de las personas más inteligentes y bien informadas que conozco sean creyentes religiosos. No es sólo que no creo en Dios y que, naturalmente, espero estar en lo correcto en mi creencia. ¡Es que ansío que no exista ningún Dios! No quiero que exista un Dios; no quiero que el universo sea así". La evidencia nos demuestra que no existe ningún Dios, ni plano sobrenatural alguno, pero desde un otro ámbito diferente al intelectual o científico, podemos también valorar que la existencia de un ser supremo resulta indeseable.

viernes, 20 de junio de 2014

Sociología del anarquismo hispánico

Sintetizamos la obra de Juan Gómez Casas sobre el anarquismo en España, en la que desmonta los desvirtuadores tópicos sobre las ideas y praxis libertarias aportando además su propia visión militante; desgraciadamente, no ha visto la luz hasta ahora la segunda parte del ensayo.

Esta estupenda obra de Juan Gómez Casas arroja luz sobre el nacimiento y desarrollo del anarquismo en España. Son tres las hipótesis que se critican sobre el porqué del fenómeno ácrata: la ruralista, la religiosa y la que se refiere a idiosincrasia: Historia y Fuero. La hipótesis ruralista, la favorita de autores marxistas y no libertarios en general, alude a una supuesta nostalgia de un mundo bucólico simple, compuesto por pequeñas comunidades rurales y artesanas, en el que el progreso no dictamina su severo juicio. Pueden verse aquí los rasgos de una visión lineal de la historia, reprochándose entonces al anarquismo su idealismo ajeno a las condiciones materiales objetivas. Según esta tesis, el anarquismo en España se justifica por su grado de atraso y subdesarrollo. Por supuesto, solo hace falta profundizar algo en las ideas ácratas para refutar esta visión demasiado generalizada. El anarquismo, optimista sí sobre el hombre y la sociedad, pero al mismo tiempo terriblemente pragmático al confiar más en las partes concretas que en el todo general, confía en un desarrollo en sentido amplio; lo que desmonta la hipótesis ruralista.

Gómez Casas echa mano de los clásicos para demostrarlo, como es el caso de Proudhon en Del principio federativo, en el que pueden apreciarse ya los rasgos autogestionarios de la empresa obrera, aunque todavía estarían por llegar Bakunin y Kropotkin. Es Bakunin el que consolida la visión anarquista al hablar de la planificación democrática y libertaria, realizada de abajo arriba por la federación de empresas autogestionadas. Con James Guillaume, aparecerán las formulaciones del sindicalismo moderno de inspiración libertaria al mostrarse partidario de la creación de federaciones corporativas industriales. Por lo tanto, se plantea con estos autores el problema de la convergencia de los dos federalismos, el económico y político. Bakunin considera que las asociaciones obreras de producción deben estar libremente federadas en el seno de las comunas, las cuales a su vez lo estarán entre sí: "La vida y la acción espontánea, suspendidas durante siglos por la acción, por la absorción todopoderosa del Estado, serán devueltas a las comunas tras la abdicación de aquel...". Kropotkin, que con su comunismo libertario o anárquico será el inspirador directo en las propuestas del anarcosindicalismo español, se expresa así en 1899: "Observamos en las naciones civilizadas el germen de una nueva forma social que ha de suceder a la antigua... Esta sociedad estará compuesta por numerosas asociaciones enlazadas entre sí para todo cuanto requiere un esfuerzo común: federación de productores para todas las clases de producción, comunidades para el consumo, federación de esas comunidades entre sí y federación de las mismas con los grupos de producción; por último, grupos más extensos aún que abarquen todo un país y hasta varios, y que estarán compuestos de personas que trabajen conjuntamente para la satisfacción de aquellas necesidades económicas, espirituales y artísticas que no están limitadas a un territorio determinado. Todos esos grupos asociarán sus esfuerzos por medio de un acuerdo mutuo... Se alentará la iniciativa personal y se combatirá toda tendencia a la unidad y a la centralización. Además, esta sociedad no cobrará rigidez en formas fijas e inmutables, puesto que será un organismo vivo y en constante desarrollo".

El pensamiento libertario en España tiene un proceso de evolución, desde las fórmulas del pactismo libre y federativo hasta el concepto eficacista de la autogestión, algo propio del movimiento obrero contemporáneo. La tesis ruralista queda desmontada al demostrarse que el anarquismo nació y se desarrolló a partir de dos núcleos iniciales radicados en Madrid, capital burocrática y administrativa del país, y Barcelona, emporio de la España industrial. Gómez Casas demuestra que el anarquismo español no tiene ningún carácter rural ni anacrónico ni es tampoco ajeno al progreso tecnológico. Otro asunto es, lo cual le sitúa con una innegable modernidad, que no se considere el desarrollo tecnológico como un fin, sino como un medio. Es algo inspirado en La conquista del pan, de Kropotkin, donde se nos recuerda que el ser humano, al conquistar la abundancia, tendrá tiempo para organizar su tiempo libre y reflexionar sobre el mundo por él creado y las interioridades humanas. La carrera tecnológica ciega emprendida por el capitalismo moderno tiene su alternativa en una lucha por la regeneración de la naturaleza, por el reestablecimiento del equilibrio ecológico y, en suma, por un mundo más humano no alienado por el progreso tecnológico.

Otra hipótesis sobre el asentamiento del anarquismo en España es la religiosa, según la cual se confiaría en una especie de advenimiento de perfección social e individual. En algunas versiones distorsionantes, el anarquismo vendría a ser una herejía contra la autoridad establecida, lo cual lo aproximaría al protestantismo. Se olvida aquí fácilmente que la rebelión promovida por Lutero y Calvino no tardó en traer nuevos dogmas guiados por el afán de dominio. No es tampoco necesario aclarar, para cualquiera con un mínimo de cultura, que esos autores religiosos jamás fueron reivindicados por ningún pensador ácrata. No existe un espíritu religioso en los anarquistas españoles, más bien todo lo contrario, se trata de un espíritu de rebelión o anárquico, el cual aflora a través de manifestaciones que pueden ser primigeniamente religiosas, pero que se mezclan con otros contenidos sociales, económicos y políticos. Al margen de una visión, optimista y anticipatoria, como la que pudo tener algún autor clásico, que considere que la historia camina hacia metas anárquicas, resulta indudable que esa tendencia del pensamiento humano aparece desde los albores de los tiempos, cuando el individuo empieza a cobrar conciencia de su propia entidad. Por su interés, reproducimos un texto de José Luis Rubio del prólogo de Historia del anarcosindicalismo español, del propio Juan Gómez Casas: "Exponía (alude al sociólogo y sindicalista Helmut Rüdiger) que la tensión entre el individuo y sociedad era algo permanente, imposible de superar en forma definitiva, y que la tarea del anarquismo era defender al individuo frente a su anulación en la comunidad, pero sabiendo que el triunfo pleno nunca podría alcanzarse, pues la tensión subsistiría siempre. Colocaba así el anarquismo en un plano aparentemente más modesto que el habitual y tradicional de fuerza revolucionaria, pero en el fondo en un plano más profundo, más perdurable: en el plano ético de la defensa del hombre, de su individualidad, de su personalidad, ahora, mañana, siempre, y en todas las sociedades imaginables. El anarquismo venía a ser, más que una táctica violenta de destrucción del sistema establecido, una ética de lucha permanente contra toda alienación, incluso contra la alienación revolucionaria".

No es necesario acudir a los clásicos para justificar que el anarquismo es ateo e incluso antirreligioso, por una cuestión de principios y necesidad filosófica. No existe simbiosis alguna entre el anarquismo y el protestantismo, como demuestra la actitud, no solo del anarquismo hispano, sino de importantes autores en un país como Alemania: Nettlau, Rocker, Landauer, Müssam...; por otra parte, mejor no hablar de Stirner, ahí donde el anarquismo se desliza hacia el nihilismo y derriba todo lo sacro en aras del desarrollo del individuo. En cuanto a otros sectores cristianos, y dejando a un lado a Tolstoi, que no deja de ser una peculiaridad como pensador, su contacto con el anarquismo no deja de ser un intento de promocionar la justicia y la libertad humanas frente a una realidad trascendente. La influencia anarquista se extiende largamente y, en este repaso a la (obviamente, falsa) hipótesis religiosa sobre el origen del anarquismo en España, Gómez Casas dedica un apartado al filósofo católico Emmanuel Mounier. Este autor, puede ser calificado de revolucionario cristiano, enemigo de todo conservadurismo y defensor de la dignidad de la persona y de su valor superior (trascendente), por lo que se muestra contrario a toda alienación y a toda cosificación. A nivel económico, como partidario del federalismo, de la descentralización y por su crítica al Estado, Mounier recuerda a Proudhon y a otros pensadores libertarios. Sin embargo, como recuerda Gómez Casas, este autor no es anarquista, y ni siquiera socialista, sino personalista; por ello, no acaba renunciando al Estado al necesitar su esquema de sociedad un arbitraje capaz de establecer equilibrios y ofrecer garantías a la persona y a los grupos sobre sus derechos. Puede decirse que en la filosofía personalista de Mounier existe una limitación del poder, en aras de una sociedad viva y multiforme, pero le reserva cierta fuerza coactiva para resolver los conflictos. El filósofo Carlos Díaz se empeñó en buscar las aproximaciones entre el personalismo de Mounier y el anarquismo, justificadas en una raíz común de búsqueda del amor y la libertad. Esa intención de fundar una especie de anarcopersonalismo tuvo un corto alcance; como se dijo anteriormente, las señas de identidad de las ideas libertarias son ateas (la idea de un ser supremo resulta inadmisible y se considera un simple reflejo de la acción humana) y contrarias a todo idea fija e inmutable (que se identifica con la religión). A pesar de ello, es comprensible que la defensa de la dignidad humana (de la persona o del individuo, la diferencia de terminología parece capricho de una u otra fiosofía) atraiga a personas de las más variadas sensibilidades.

Hemos visto hasta ahora la refutación que Juan Gómez Casas hace a dos hipótesis sobre el anarquismo hispánico: la ruralista y la religiosa; vamos ahora con la tercera, la que alude a la idiosincrasia: fuero e historia. Esto es, las razones aportadas para descifrar el fenómeno del anarquismo en España desde las hipótesis de ciertas características raciales o del carácter autóctono. Tal y como decía Ortega y Gasset en España invertebrada, no es fácil hablar de un carácter hispánico definido, aunque otros autores insistan en ciertos rasgos: particularismo, independencia, igualitarismo, justicia y quijotismo, individualismo... Si apartamos todos estos caracteres de cualquier relación histórica, es posible que los veamos como parte del anarquismo, tanto filosófico como práctico. Al fuerte individualismo en la idiosincrasia del hombre hispánico, se uniría el comunitarismo, la pertenencia a una comunidad, región o estrato social. Por supuesto, Gómez Casas comparte las reservas de Órtega, ya que los rasgos idiosincráticos están profundamente relativizados por la diversidad geográfica y del clima, por la diferencia de clase social y por las instituciones de distinta índole. El ser humano ve sus rasgos de carácter relativizados por los grandes hechos de la historia, por las revoluciones y las grandes transformaciones. Por el contrario, los regímenes absolutos de gobierno, que suspendieron fueros y libertades populares condujeron a la inhibición de las prerrogativas individuales y a la sumisión a fuerzas poderosas. Historiadores, como Rudolf Rocker, han considerado que el recuerdo de ciertas manifestaciones populares, como es el caso de los municipios libres, no se había borrado del todo en España. Sin embargo, Gómez Casas insiste en que la interrupción violenta y prolongada de ciertas libertadas han llevado a la afasia ante la presión de los nuevos tiempos. Hay que estar de acuerdo con él, cuando las generaciones posteriores a la Guerra Civil Española, después de décadas de dictadura, no poseen memoria alguna sobre el gran movimiento autogestionario iniciado en 1936. Por otra parte, sí hay que darle la razón a Rocker en que toda auténtica manifestación popular revolucionaria tiene rasgos inequívocamente libertarios. El movimiento anarquista, al margen de cierto espontaneísmo, no tuvo que improvisar al inicio de la revolución al existir una dilatada tradición obrerista en España. Los primeros esquemas de reestructuración social nacieron en el primer congreso de Barcelona, en 1870 (constitución de la Federación Regional Española), y se transmitieron sin interrupción hasta 1936. Es decir, existían criterios preconcebidos y estudiados durante décadas, los cuales descansaban sobre la sólida base de las ideas libertarias, desde la histórica llegada de Fanelli a España en 1869. No obstante, y aunque hay que tener en cuenta los condicionamientos de las circunstancias históricas, Gómez Casas considera que sí puede considerarse al anarquismo continuador de las más puras tradiciones fueristas y municipalistas de la historia de España. Es el caso, por ejemplo, de los municipios libres medievales, pero enriquecidos por la modernidad con los contenidos del socialismo y del anarquismo. Fueron momentos históricos con ciertos rasgos libertarios, pero se rechaza una memoria histórica como justificación del fenómeno anarquista, tesis defendida por ciertos historiadores.

En Sociología del anarquismo hispánico, se analiza también el anarquismo como acto decisivo de militancia revolucionaria y también el marco histórico que distintas circunstancias nacionales habían preparado de manera óptima para su desarrollo. La realidad es que, mientras en España se desarrollaba el internacionalismo anarquista, en otros países de Europa decrecía notablemente; la explicación de ese declive en el resto de Europa la coloca Gómez Casas en dos factores: la experiencia parlamentaria desarrollada por la socialdemocracia alemana, especialmente después de la Comuna de París, y la marea creciente del nacionalismo-imperialismo. En una Europa que se prepara para la guerra, el anarquismo organizado es una contracorriente que parece inviable. Por el contrario, en España es explicable el fenómeno anarquista por varios factores: el voluntarismo revolucionario, las peculiaridades políticas de la época y cierta marginación del país de las corrientes europeas dominantes. Las ideas de Bakunin ganaron la partida a las de Marx en España, ya que en el anarquismo es el hombre el que desencadena los procesos históricos frente a una concepción marxista que observa fundamentalmente el desarrollo de las fuerzas productivas. Las ideas liberarias se desarrollarán sobre el mantillo ya creado por las de Proudhon, por Ramón de la Sagra y por el republicanismo federal. Éste, es superado por un anarquismo que aspira a acabar con todo poder político. Frente a la declaración marxista "el primer deber del proletariado es la conquista del poder político", el anarquista "la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado". Los libertarios son fieles a la convicción de adecuar medios a fines, de tal manera que si el objetivo es la sociedad sin Estado y sin clases la estructura de las organizaciones anarquistas reflejará esa meta. Así, se anticipa la sociedad del povernir con estructuras federalistas y democráticas, en las cuales los dirigentes son substituidos por una base social activa con igual potestad para todos sus miembros. Si ciertas estructuras de partidos, centralizadas y jerárquicas, favorecen la creación del dirigente, las secciones libertarias dan lugar a la figura del militante, artífice de la prefiguración antes mencionada. El militante no acepta influencia externa alguna y, desde la base de su organización, construye y dirige su acción cotidiana elevándose desde lo concreto a lo abstracto. Frente al fatalismo producto de supuestas leyes de desarrollo histórico, la acción cotidiana y la proyección revolucionaria es el resultado de la acción concertada y corresponsable de todos los militantes libertarios. Es esta concepción, que supone el rechazo al Estado y a la lucha parlamentaria, la que confiere al anarquismo español una superioridad y coherencia sobre cualquier otra corriente izquierdista hasta 1936. Desgraciadamente, muchos autores han interpretado como un error este triunfo del anarquismo en España, pero la perspectiva que nos da una visión amplia pone las cosas en su sitio.

Gómez Casas nos introduce en las peculiaridades políticas de la época. Así, tras el golpe de Pavía y la Restauración, la Internacional para a ser clandestina hasta 1881. Hasta ese momento, el movimiento se mostraba cauto y trataba de organizar a los trabajadores sin apresuramiento. Cuando Sagasta inaugura en la fecha señalada un nuevo periodo de garantías constitucionales, ya están vigentes los partidos dinásticos que se suceden en el gobierno; el caciquismo oligárquico será el rasgo fundamental, estrechamente vinculado a los gobernantes de Madrid. Solo cuando los partidos modernos, como los republicanos y el socialista, van creando pequeños enclaves autónomos será posible el sufragio universal. El otro factor señalado influyente en la configuración del movimiento obrero español, de predominancia ácrata, es la inexistencia casi absoluta de presión nacionalista y, aún menos, imperialista. El desastre colonial deja apartada a España de la pugna entre las potencias europeas por adquirir mercados y territorios, tanto ultramarinos como colindantes. Así, no se da tampoco una centralización y regimentación sobre la conciencia nacional, que sí llega a contagiar al movimiento obrero en ciertos países. El anarquismo, a pesar de ser reprimido y relegado a la clandestinidad con frecuencia, conserva su pureza inicial y no se corrompe ni se disgrega volviendo, una y otra vez, a brotar con fuerza. Eso también explica que el socialismo en España no se integre en la lucha parlamentaria hasta mucho después que en el resto de Europa, debido al caciquismo que supone una centralización y tribalización del poder. El obrerismo, especialmente en las zonas rurales, se convence de la inutilidad de la lucha electoral y, al mismo tiempo, confía en la posibilidad del cambio revolucionario al comprobar que el poder es algo tangible y próximo sin necesidad de grandes aparatos burocráticos. Grosso modo, este es el repaso que da Gómez Casas a la vicisitud histórica, con muchos antecedentes claro está, del primer proletariado español organizado, militante y consciente de sus obligaciones y derechos.

Puede decirse que el anarquismo es una filosofía, sobre todo, de la persona, de su desarrollo integral y basada, por lo tanto, en una ética de la responsabilidad personal. Después de eso, sería una teoría revolucionaria y transformadora de la sociedad. Frente a la simple concepción economicista de la historia, los anarquistas se han esforzado en mostrar también la alienación producto de lo cultural, lo político y lo religioso, no subordinadas necesariamente a la económica. Los portadores del conocimiento científico y político en el seno de las poblaciones primitivas inauguraron el comienzo de la alienación para generar enseguida privilegios económicos y políticos. Es esta fuerza primaria la que da lugar al principio de autoridad, la que configura el mundo antiguo, cuyos valores han prevalecido. La originalidad el anarquismo está, entre otras muchas aportaciones, en haber visto esta perpetuación de toda forma de estatismo. Para lograr una nueva sociedad, en lugar de esa sumisión a supuestas leyes históricas y a condiciones objetivas, el anarquismo insiste en adecuar medios a fines, en crear las propias condiciones para caminar hacia la utopía. Así, el elemento clave es la racionalidad, ya que se propone la autogestión de todos los sectores económicos y productivos de la actividad humana; esa autogestión supondría la materialización de tres grandes ideas, libertad, democracia y autonomía, a las que puede denominarse anarquía (sociedad sin clases y sin Estado). En la sociedad actual, esas nociones apenas tienen sentido y sirven para encubrir y justificar la irracionalidad de las instituciones y de las estructuras sociales dominantes; es decir, en su verdadero sentido son incompatibles con el capitalismo y con el Estado, con la explotación económica y política. La acción coherente con la filosofía antiautoritaria es el federalismo, el cual no puede entrar en contradicción en cuanto a medios y fines; es sinónimo de pacto libre, alianza libre, acuerdo libre, apoyo mutuo y solidaridad. El medio para acabar con el Estado y con el capitalismo es el federalismo económico y político. En el federalismo libertario, en el cual no hay cabida para ninguna expresión nacionalista (ya que hablar de una cultura de los pueblos, de una identidad colectiva, conlleva el peligro del estatismo), las personas pueden controlar los procesos económicos como elementos concretos de la producción, así como organizar todas las relaciones humanas en general a partir del hábitat donde viven. Es otra forma de entender la política que conduce hacia la anarquía.

-Juan Gómez Casas, Sociología del anarquismo hispánico. Volumen I (Ediciones Libertarias, Madrid 1988).

lunes, 16 de junio de 2014

Subordinaciones de diversa índole

Para estos días que nos esperan, en el que los que dirigen el cotarro han prometido de manera indignante una prima estratosférica a esa banda de multimillonerios abanderados, habilidosos en dar patadas a un balón (la clase dirigente sabe dónde se encuentra el moderno pan y circo, aunque tantas veces falte el primero para tantos), viene al caso recuperar un par de reflexiones sobre la enajenación, esta vez protagonizada por el deporte.

En estos días de (irritante) sumisión al desenvolvimiento deportivo de un grupo de multimillonarios abanderados representantes de la nación/Estado, me vienen a la cabeza una serie de reflexiones sobre diversas aspiraciones libertarias, entre ellas la deseada (y olvidada por tantos, los intereses son muchos) fraternidad universal. Porque si Patria o Dios son abstracciones especulativas que tienen detrás diversas formas de dominación, la noción de fraternidad universal solo adquiere sentido para el anarquismo, al igual que cualquier otra teoría, en la práctica. Ya se ha debatido en no pocas ocasiones, y sin llegar la mayor parte de las veces a ningún lugar, sobre el concepto de nación, el cual tal vez tenga muchas interpretaciones, pero que se indigesta en cualquier caso para el que subscribe. Tal vez puedo ser reduccionista, pero para mí resulte plenamente identificable con un gobierno, con la independencia de un territorio e, incluso y con toda la flexibilidad que se quiera, con una identidad. Es por eso que los términos "nación" y "nacionalismo" son claramente vinculables, y solo la estrategia política de la clase política, de diversos pelaje e intereses, pretende diferenciarlos para desprestigiar a sus rivales (los otros nacionalistas).

Al anarquismo le repele todo forma de patriotismo (solo en el ámbito afectivo podría ser salvable el asunto, pero resulta indisociable de los aspectos jurídicos, clasistas e históricos). Creo que fue Rilke el que dijo que la verdadera patria es la infancia, algo bello y literario que podemos subscribir en nuestro pretendido equilibrio entre la libertad más íntima y el afán de hermanamiento entre todos los seres humanos (un ideal que seguro que no pertenece exclusivamente al anarquismo, ya que se manifiesta a lo largo de toda la historia, pero solo él se muestra intransigente con todo lo que lo bloquea). Pero no hay que olvidar la permanente crítica a toda abstracción, incluso la que se llama Humanidad o Pueblo, no hay culto posible porque no sería más que caer en una nueva religión (llámese quizá populismo). Mantener la lucidez es denunciar todo aquellos que impide el progreso, acercarse a las más nobles aspiraciones de los seres humanos, y estaremos de acuerdo en que existe una estrecha relación entre los diversos ámbitos de desenvolvimiento humano; si se apela a la "nación", de la manera que fuere, es por cuestiones sociales y políticas. A estas alturas, hablar de "opio del pueblo" es otra cosa que parece añeja, aunque hay que preguntar si ese afán de otorgar a las personas "tranquilidad existencial" (y creo que era esto lo que Marx quería decir con su famosa frase) no adquiere hoy en día una realidad con múltiples caras.

Son dos cosas diferenciadas, el deseo vulgar de que la adoración a un equipo deportivo, representativo de la nación, actúe como cohesión social (se apela, de esa manera, también a la religión) y el esparcimiento que suponen esos eventos para que las personas olviden sus problemas y manifiesten alguna que otra "alegría". Pablo Carbonell, en su debut como director de cine en Atún y chocolate, expresaba de esta hilarante manera aquellos que mantiene dividida a la humanidad: "los partidos políticos, las religiones y los equipos de fútbol". El gran Javier Krahe, en uno de sus impagables temas denominado "En las Antípodas" (que es, en realidad, el mundo en que vivimos), nos relata los grandes males que sufre la humanidad, la mayoría con evidentes causas políticas y económicas, para acabar su canción del siguiente modo: "Pero es fantástico, martes y miércoles, jueves y sábados, lunes y vísperas, dan espectáculo con el esférico, y allí, al unísono, arman escándalo y es como un bálsamo para sus ánimas". Diré, para los que vayan a quedarse solo con la superficie de las cosas, que puedo disfrutar perfectamente de un evento deportivo (fútbol incluido). Dejando el humor, que es tan necesario también para denunciar y para dilucidar, quiero subrayar mi deseo de no caer en la simpleza ni en un análisis pobre e injusto. Solo deseo mostrar el fanatismo inhibidor que está detrás de determinadas aficiones, que vivimos en un país en el que la gente sale a la calle para celebrar los éxitos de su equipo, mientras gran parte es incapaz de movilizarse para defender sus más elementales derechos. Por otra parte, es evidente la vinculación de la nación (llámese también "dominación política") y de sus símbolos coloristas con pretendidos factores emocionales de cohesión. Lo siento, pero no conozco mayor elemento de cohesión que la solidaridad con todos los seres humanos (sea cual fuere el lugar donde han nacido), esa idea de fraternidad universal que permanece obstaculizada por fronteras políticas, económicas y religiosas.

Se me dirá que todo esto es otra forma de abstracción, un ideal muy bello inalcanzable (o, para ponernos filosóficos, situado en una realidad superior), pero mi forma de entender el anarquismo y el internacionalismo solo adquiere sentido en el análisis de las condiciones materiales actuales. Tal vez es lo que quería decir Herbert Read cuando aludía a "tensión mística" dentro del anarquismo, sus ideales espirituales tan elevados (que parten, según Bakunin, de la realidad material), los cuales pueden ocupar el lugar de cualquier otra creencia, pero sin olvidar que la idea solo adquiere sentido y desarrollo en la práctica. El anarquismo es sinónimo de ética comunitaria, de reconocimiento permanente en el otro y de predominancia del factor solidario (apoyo mutuo), y obviamente la comunidad no queda delimitada de manera artificial ni interesada, ni es símbolo tampoco de una mundo dividido en clases; por otra parte, si gran parte del anarquismo histórico considera que la libertad se conquista, y se completa, en la cooperación social y en ese reconocimiento de la libertad del otro, es muy bella también la consideración de que cada ser humano es "único" y de que el desarrollo de cada persona es algo inalienable para tener una vida plena. Es una confianza en nuestra propia individualidad, un rechazo del colectivismo más vulgar que nos convierte en miembros de un rebaño (metáfora religiosa que puede extender también a cuestiones "nacionales").


Factores de enajenación y control social

No creo que haya muchas personas que puedan discutir, a poco que reflexionen un poquito, que son muchos los que trabajan en el mundo para provecho solo de unos pocos. Es el sistema económico en que nos encontramos, el cual parece encontrar su base más sólida en el conformismo, la resignación o incluso la aprobación de gran parte de las personas. Podemos hablar también de enajenación, concepto que creo que se ha agravado y sofisticado con el paso de las décadas y el desarrollo de la tecnología y la información, o lo que es lo mismo, nos encontramos frente a un mundo ilusorio ajeno a nosotros (a nuestra condición social y humana). Puede que muchos discutan esto, y cuestionen qué es eso de nuestra condición o incluso consideren que es más bien la misma la que nos ha llevado a la situación actual. Frente a esto, que en mi opinión es producto de no desear reflexionar y profundizar demasiado en ninguna cuestión (algo que nos caracteriza en la sociedad actual), hay que volver a recordar que el mundo continúa estando ferozmente jerarquizado y siendo terriblemente injusto y desigualitario: una minoría es la que toma las decisiones y la que se aprovecha económicamente a costa de la mayoría. Los medios de comunicación se ocupan apenas de los síntomas de un sistema enfermo, cada vez más a modo de espectáculo que contemplar a través de un velo irreal, confirmando por lo demás el mundo en que vivimos. Muchos pensadores materialistas del pasado, con tanta razón en considerar las relaciones productivas tan importantes, serían incapaces de concebir el grado de sofisticación que tendría un sistema económico, basado en la explotación masiva, estrechamente vinculado a una tecnología y otros mecanismos sociales alienantes. Entre esos fenómenos de masas, se encuentra el deporte y, más concretamente en ciertas sociedades "desarrolladas", el fútbol. Es tal vez una de los ejemplos mejores del mundo en que vivimos: las personas sustentando a las empresas económicas más poderosas (los clubes de fútbol) con toda suerte de acciones y con todo tipo de excusas "patrióticas", que a su vez sirven muy bien como respiro o alivio ante la aflicción de los males personales y como apaciguamiento ante una posible rebelión social. No se trata de culpabilizar, ni de ofender sin más, porque además la enajenación es algo de lo que todos participamos, se trata de profundizar y dilucidar por qué pensamos y actuamos de cierta manera, y hacerlo es liberarnos un poquito; me parece eso lo más importante, todos tenemos esas capacidades para una conducta racional, por lo que no hay tratar a unas personas diferentes de otras cual si fueren un rebaño.


El fútbol es, al menos desde un punto de vista materialista (no hace falta recordar que le doy un sentido filosófico, y no vulgar, a esta palabra), algo parecido a la religión. Se trata de una especie de alivio, como dijo el clásico acerca de la religión "el alivio de los que sufren", pero en ambos casos aludiendo a un alivio enajenante. Por supuesto, al menos en esta sociedad actual, esa enajenación tiene un lado útil, aunque sigue siendo el síntoma de una patología; lo importante es que se comprenda que si subsanamos los males del mundo, estrechamente vinculados a los males sicológicos individuales, el fenómeno de la enajenación irá disminuyendo y nuestra conciencia, moral e ideas serán muy diferentes. No es así en la concepción del progreso actual, con más problemas que soluciones. Los viejos despotismos no tienen, apenas, cabida hoy en día, pero a costa de un concepto de la libertad falso, de mera apariencia para decidir: en tener cualquier fe irracional, en ser un consumidor acrítico, en sentarse frente al televisor, en ir a despotricar a un estadio deportivo... Hay muchas más cosas en la vida de un individuo, algunas de ellas seguramente adoptarán formas menos alienantes, pero todas esas decisiones aparentemente libres antes mencionadas son producto, o están muy vinculadas, al mundo socioeconómico en el que vivimos. No desdeño otros factores en la vida social, pero sí creo que la enajenación es una de las características más evidentes de la realidad actual de las sociedades "avanzadas" y tiene una base esencialmente material. Las ideas pueden ser encomiables, transgresoras respecto a situaciones irracionales, pueden contribuir a hacernos mejores, pero también suelen ser abstractas y alienantes; es éste último caso el que más prolifera y que adopta tal vez su expresión más vulgar y sintetizadora en el fútbol (los mecanismos enajenantes de la religión y el patriotismo).

Hay quien opinará que la visión es tremendista, que incluso esos fenómenos son positivos y sirven de cohesión social, además de canalizar un papanatismo que podría adoptar peligrosos dogmas religiosos o políticos; en mi opinión, aunque algo de real puede tener ese análisis, sigue siendo una consecuencia del problema, no la solución, por lo que es una visión meramente superficial cautivada por símbolos y colores que pueden ser calificados de infantiles. Las energías de las masas, dirigidas a los grandes eventos deportivos (o de otra índole), podrían muy bien ser dirigidas a acabar con la pobreza, la guerra, la explotación y todos los males del mundo, pero para ello es importante analizar y profundizar, no seguir mirando hacia delante de forma ilusoria y acrítica. Somos un animal social, eso es ya indudable, desgraciadamente con cierta tendencia al gregarismo y al papanatismo; también seguramente, muy frágil, producto de esa dualidad de tener las capacidades de transformar nuestra realidad y, al mismo tiempo, estar muy condicionados por ella. Sin embargo, hablar de determinismo biológico o hablar de una naturaleza o esencia humana es claramente reducir las potencialidades; tenemos grandes capacidades intelectuales que, precisamente, pueden conducirnos a una mayor satisfacción y disfrute en la vida. Para ello, habría que empezar por cuestionar un mundo de apariencias, indagar en los problemas y no caer en las falsas soluciones; no se trata de hacer tabla rasa de uno mismo, ya que somos producto de muchas experiencias y resulta francamente difícil (e incluso, diría, está bien que así sea), pero sí es necesario para empezar un espíritu crítico. Es la base para desarrollar una conciencia, histórica, social y política, algo que es impensable en la sociedad actual de la enajenación.

viernes, 6 de junio de 2014

Anarquismo es movimiento

En este nuevo libro, recién editado por Virus, Tomás Ibáñez insiste en su visión posmoderna sobre el anarquismo, aunque con algunos interesantes matices que le apartan de otros autores. Así, se denuncia en la obra una vez más a los (supuestos) guardianes de un anarquismo clásico, que desearían preservar sus fundamentos intactos; si existen o no, al menos en la actualidad, este tipo de militantes ácratas es algo en lo que no entraremos, pero estamos de acuerdo en considerar que anarquismo es incompatible con ninguna forma de dogmatismo: el anarquismo es, efectivamente, movimiento, aunque siempre es bueno hilvanar con el pasado para aprender y buscar la adaptación a los nuevos tiempos. Saludable es, por lo tanto, cualquier reformulación del anarquismo en la que la única premisa es el trabajo por una sociedad libertaria sin ningún tipo de dominación ni explotación.

Lo que Ibáñez denuncia con fuerza es todo presupuesto esencialista para una concepción anárquica. Es decir, no existe un estado ideal previo a la existencia humana que podemos denominar "anarquía". Tanto una sociedad anárquica, como su antagonista, cualquier forma de sociedad autoritaria, son estados contingentes, posibles o no, y consecuencia de la actividad de los seres humanos; son, para emplear un término tantas veces empleado, construcciones sociales. De esta manera, la anarquía sería una construcción que surge del pensamiento anarquista y de los movimientos consecuentes. Ibáñez asocia ambos términos, el del anarquía y el de anarquismo, de forma inseparable y se distancia así de aquellos, muy probablemente influenciados por el pensamiento de Hakim Bey, que consideran que el anarquismo, por inmovilista, es la negación en la práctica de la muy deseable anarquía. Es de agradecer que Ibáñez se ocupe, a diferencia de en otras obras suyas, del anarquismo clásico; más discutible es considerar a Kropotkin, sin más, como portador de un anarquismo "milenarista", tanto como ver en este autor el máximo representante de una visión teleológica que, supuestamente, tendría el pensamiento ácrata decimonónico. Es cierto que algunos pensadores anarquistas, seguramente con Kropotkin a la cabeza, se ven impregnados de esa confianza exacerbada en el progreso, tan propia de su época; también es cierto que el anarquismo es muy heterodoxo y que, igualmente, podemos citar a muchos otros autores cuyo pensamiento puede ser más del agrado de esta visión posmoderna. El anarquismo ha sido, y debe seguir siendo, un pensamiento en continua formación; ha pasado por momentos de esplendor, y también por malas épocas, sin que jamás haya desaparecido por completo ni pueda calificarse, como pretenden sus enemigos, de ideología anacrónica y obsoleta.

Ibáñez señala que el anarquismo solo puede forjarse en prácticas de lucha contra la dominación; si ello no se produce, se instituiría en lugar de ser constitutivamente cambiante a medida que cambian los tiempos. El anarquismo, para este autor, habría cambiado entonces después de Mayo del 68 y estaría encontrando una nueva constitución a principios del siglo XXI en el contexto de una nueva realidad social, cultural, política y tecnológica. Esta nueva realidad, en la que el anarquismo parece acoplarse bastante bien en sus luchas contra la dominación (Seattle, Movimiento 15M, Ocuppy Wall Street…), le habría también transformado según Ibáñez. No podemos estar más de acuerdo, aunque con muchísimos matices en esa férrea división entre los supuestos portadores de un anarquismo esencialista, tomado como si fuera la verdad revelada en determinada época (un caricatura de lo más grotesca, vamos, que lo asemeja a cualquier religión), y aquellos que se muestran abiertos y heterodoxos abiertos a nuevos horizontes libertarios. Por supuesto que no hay personas ni siglas que sean los únicos defensores de los principios antiautoritarios y, estamos seguros, la inmensa mayoría de los anarquistas han recibido con entusiasmo a esos movimientos que no necesariamente se etiquetan como libertarios, pero si recogen en sus seno no pocos rasgos ácratas. También es cierto, y así lo indica Ibáñez, que esos movimientos conllevan el peligro de recibir finalmente la influencia de aquellos que promueven prácticas situadas en las antípodas del anarquismo; la realidad es extremadamente compleja. Nos da igual si un determinado movimiento se considera anarquista, o adopta una bandera rojinegra (que, por otra parte, muchos utilizamos como un simple elementos simbólico sin más connotaciones identatarias en un sentido ortodoxo), si verdaderamente favorece prácticas de libertad, solidaridad y cooperación social. Diremos también que la revolución social deseada por los anarquistas, por definición, deben llevarla a cabo las personas; resulta impensable que un movimiento libertario, por fuerza que tenga, sea la vanguardia de ningún tipo de transformación sociopolítica.
Llegamos aquí a uno de los primeros términos que emplea Ibáñez: el neoanarquismo. De nuevo implica, como puede verse en el prefijo empleado, una rígida división con el pensamiento clásico (que, más adelante, veremos que tiene mucho que ver con la modernidad). El imaginario anarquista no puede estar compuesto solo de los pensadores y experiencias decimonónicos,  o por la revolución majnovista en Ucracia o la española del 36, ya en el siglo XX, volvemos al mismo terreno; las nuevos formas de rebeldía han enriquecido ese imaginario revolucionario, tal y como lo entienden los libertarios. ¿Neoanarquismo o simplemente anarquismo?, algunos no nos sentimos a gusto con prefijos y apelativos y procuramos, seguramente como Ibáñez, ver las cosas de manera todo lo amplia posible en aras de buscar nuevas formas de expresión libertarias.


Neoanarquismo


Ibáñez quiere ver, en la diferenciación entre anarquismo y neoanarquismo, un cambio en el imaginario revolucionario; la revolución sería, en el presente, algo continuo e inmediato sin que se postergue el proyecto para el futuro de manera global (algo que se vincula con el peligro del totalitarismo). Esta visión es parte de la critica posmoderna que Ibáñez realiza al anarquismo clásico, considerando que se ve impregnado de la visión teleológica de la historia tan propia de la modernidad; de nuevo llegamos a un terreno controvertido y, como veremos más adelante, es injusto que se meta al anarquismo en el mismo saco de todo aquellos proyectos de la modernidad, que en realidad conllevaban nuevas formas absolutistas. Por supuesto, no podemos estar más de acuerdo en ver al anarquismo como obligado a generar, en el momento presente, nuevas formas de lucha y realidades diferentes. Para ello, siendo críticos con la visión materialista, según la cual son únicamente las condiciones económicas las que resultan en el motor de historia, hay que apelar también a los deseos de los seres humanos; para ello, hay que desconectar lo que Ibáñez denomina prácticas de subjetivación, por parte de los sistemas de dominación, e incidir en el imaginario de las personas, generar una subjetividad política que se "radicalmente rebelde". En este punto, llegamos a esa confrontación posmoderna entre un anarquismo social, que vendría a ser organizado, y ese otro que Bookchin denominó "estilo de vida"; con seguridad, ambos son importantes, necesarios y complementarios para el cambio social. Estamos de acuerdo en esto, entendiendo que ninguna forma de expresión libertaria es excluyente de las demás y que todo intento por imponer una u otra resulta contraproducente; la colaboración, dando ejemplo además del tipo de sociedad que queremos resulta primordial, y también con otros colectivos que pueden recoger rasgos libertarios y en los que se puede influir y también aprender de ellos. Aunque Ibáñez utiliza el término neoanarquismo, resulta grato que se muestra también crítico con todo intento de ruptura con el anarquismo de épocas anteriores; lo que se denuncia, repetimos, es la esterilidad de simplemente aceptar una herencia y repetir fórmulas en lugar de buscar formas de reinventarse.

El anarquismo, es indudable, resurge una y otra vez; al mismo tiempo, se renueva en ese resurgimiento e Ibáñez quiere ver que resulta constitutivamente cambiante, no solo coyunturalmente. Desde siempre, las ideas anarquistas han negado una división entre teoría y práctica buscando una simbiosis entre la idea y la acción; el anarquismo, a diferencia de otros proyectos emancipadores como el marxismo, pone énfasis en la práctica, aunque en su interior, obviamente, se den una serie de principios. Ibáñez va algo más allá y considera que el anarquismo no existe previamente a las prácticas del momento, salvo como un elemento histórico, y resulta renovado como consecuencia de las nuevas prácticas e incluso de los principios. Se esté totalmente de acuerdo, o no, con este autor, al menos se invita a la reflexión y a una nueva perspectiva libertaria. El anarquismo es algo vivo, que busca oxígeno en un determinado lucha contra la dominación, por lo que a la fuerza resulta renovado; en ese devenir, el anarquismo no es ya el mismo, aunque tampoco totalmente otro. Ibáñez insiste en que, si el anarquismo resurge en los últimos tiempos, es porque los cambios sociales, culturales, políticos y tecnológicos favorecen las condiciones para ello; al mismo tiempo, se le obligaría a renovar en cierta medida sus presupuestos y perspectivas. Si a ese nuevo resurgir se le quiere denominar neoanarquismo, entramos ahora en un nuevo laberinto con otro término: el postanarquismo.


Postanarquismo

Casi con seguridad, este término nace a finales de los 80, del siglo XX, gracias a Hakim Bey; como hemos dicho anteriormente, se hace en ese momento la distinción entre el anarquismo y la anarquía, llamando a sobrepasar el primero para alcanzar a la segunda. El postanarquismo toma elementos del llamado postestructuralismo y de la inevitable posmodernidad y las referencias a esta visión se han multiplicado en los últimos años como para no tenerlo en cuenta. Como no podría ser de otro modo, se critica en este nuevo enfoque que el anarquismo ha estado muy lejos de escapar de las influencias perniciosas de la modernidad; tendríamos que darles la razón si tomamos al anarquismo clásico como una esencia previa a toda práctica libertaria, y deberíamos saber que no es así. Repetiremos una vez más que el anarquismo nace en un momento histórico en el que, a la fuerza, se ve impregnado del proyecto ilustrado de la modernidad; al mismo tiempo, constituye la excepción dentro de ese proyecto por su condición antiautoritaria, huelga decirlo. Aunque Ibáñez no lo exprese así en esta obra, hay una forma de explicarlo que puede resultar satisfactoria para todo el mundo; el anarquismo representa una tensión entre modernidad y posmodernidad, ya que el proyecto emancipador continúan pendiente en una nueva época con unas circunstancias muy diferentes.
El postanarquismo, por otra parte, no supone ninguna novedad; su crítica al anarquismo clásico ya está en la visión posmoderna y en el postestructuralismo, y nos esforzaremos en buscar siempre la autocrítica, que es con seguridad en lo que estas teorías quieres incidir en aras de asegurar la pluralidad y la singularidad, tan valoradas por el anarquismo, y de combatir toda forma de dominación. A nuestro modo de ver las cosas, algo que ya han señalado algunos autores, no hay demasiado diferencia entre el anarquismo clásico y el llamado postanarquismo, y todo intento de distanciarlos se haría por ignorancia o con alguna intención sesgada; el reproche a no conocer en profundidad el anarquismo no está tampoco de más, ya que nunca puede ser tratado como un sistema cerrado de ideas, tendencia algo habitual en los posmodernos. No obstante, toda crítica debe ser bien recibida en el seno del anarquismo, o de lo contrario traicionaríamos nuestra condición antiautoritaria, y ello contribuye seguramente al enriquecimiento.