El anarquismo considera que es la sociedad, el conjunto de sus integrantes de modo libre e igualitario, la que deben otorgarse sus normas y hacer prevalecer el derecho; las conquistas sociales no son una concesión del poder, como permanentemente quieren hacernos ver, más bien lo contrario. Es el desarrollo de la propia sociedad, gracias al continuo enriquecimiento cultural, el que debe señalar el camino de la transformación hacia nuevas formas de derecho y libertades.
Es lógico que, históricamente, Iglesia y Estado acabara enfrentándose, ya que ningún poder tolera competencia y está siempre inspirado por el deseo de ser el único. Tal y como lo expresa Rocker, la voluntad de poder sigue sus propias leyes basadas en luchar por la hegemonia, ampliar su campo de dominio, buscar la unificación y someter todo movimiento social a su autoridad. Erich Fromm definía a alguien sicológicamente sano como una persona autónoma y solidaria, sin ningún deseo de dominar o ser dominado. El análisis de Rocker está en esa línea, la voluntad de poder resulta perniciosa, no solo para sus víctimas, también para sus propios representantes, los cuales se convierten igualmente en máquinas inertes. El proceso de envilecimiento de los que ejercen el poder no parece tener límites, ya que la máxima "el fin justifica los medios" conduce a cualquier acción (traición, mentira, intrigas...) para lograr el éxito.
La división de la sociedad en clases es condición necesaria para la existencia del poder, por lo que se produce alguna forma de esclavitud humana. El privilegio necesita de la separación de los seres humanos en castas, estamentos y clases, y la tradición confirmará esa necesidad de manera permanente. Desgraciadamente, tantos movimientos que se enfrentaron en origen a una clase dirigente, no tardaron demasiado en erigir una nueva casta privilegiada que ejecutara los nuevos planes. Desde la Antigüedad, como es el caso de la República de Platón, toda concepción del Estado se basa en la división de clases. Naturalmente, es necesario crear también las condiciones síquicas en el individuo para que aceptara ese rol que la sociedad le tiene asignado, por lo que se crearon toda suerte de engaños relacionados con el destino y la Providencia. Por supuesto, la idea de Estado va unida a la de unidad nacional, por lo que se fomentó la separación con el resto de los pueblos y una supuesta superioridad frente a todo extranjero. Hay que tener en cuenta esta concepción del poder como un órgano creador, que parte de Platón y Aristóteles, y que llega hasta nuestros días; al igual que con la religión, y por muy grandes que fueran estos filósofos en tantos aspectos, su idea del Estado se basa en mistificaciones y hay siempre que recordar que necesita de una oligarquía, así como de súbditos y de esclavos.
El Estado no es para nada creador, más bien al contrario, se encuentra incluso subordinado a sus súbditos para poder subsistir. La creencia que se ha fomentado es que es el poder el que fomenta el proceso cultural, cuando hay que verlo más bien al revés, como un feroz obstáculo a todo desenvolvimiento cultural. En este sentido, hay que ver poder y cultura como conceptos antagónicos, la fuerza del primero es siempre a costa de la debilidad de la segunda. Hay que reflexionar profundamente sobre esto, con el fin de averiguar si todo lo que se ha pretendido que creamos es, efectivamente, una falsedad e indagar consecuentemente en las verdaderas causas del proceso cultural. No es posible crear una cultura por decreto, ya que está originada y desarrollada de manera espontánea, por las necesidades de los seres humanos y gracias a su cooperación social. Los Estados se sirven, precisamente, de los logros sociales para sus aspiraciones de dominio. Sin embargo, con sus intenciones uniformadoras, consiguen finalmente petrificar el proceso cultural. Se producirá una lucha interna en la sociedad, entre las pretensiones políticas y económicas de dominio de los privilegiados y las manifestaciones culturales del pueblo, dos fuerzas que llevan vías muy diferentes. La unidad solo será posible por la coacción externa y gracias al sometimiento de todo tipo, lo cual supondrá solo una aparente armonía.
Merece la pena reproducir unas palabras del sabio chino Lao-Tsé:
Es lógico que, históricamente, Iglesia y Estado acabara enfrentándose, ya que ningún poder tolera competencia y está siempre inspirado por el deseo de ser el único. Tal y como lo expresa Rocker, la voluntad de poder sigue sus propias leyes basadas en luchar por la hegemonia, ampliar su campo de dominio, buscar la unificación y someter todo movimiento social a su autoridad. Erich Fromm definía a alguien sicológicamente sano como una persona autónoma y solidaria, sin ningún deseo de dominar o ser dominado. El análisis de Rocker está en esa línea, la voluntad de poder resulta perniciosa, no solo para sus víctimas, también para sus propios representantes, los cuales se convierten igualmente en máquinas inertes. El proceso de envilecimiento de los que ejercen el poder no parece tener límites, ya que la máxima "el fin justifica los medios" conduce a cualquier acción (traición, mentira, intrigas...) para lograr el éxito.
La división de la sociedad en clases es condición necesaria para la existencia del poder, por lo que se produce alguna forma de esclavitud humana. El privilegio necesita de la separación de los seres humanos en castas, estamentos y clases, y la tradición confirmará esa necesidad de manera permanente. Desgraciadamente, tantos movimientos que se enfrentaron en origen a una clase dirigente, no tardaron demasiado en erigir una nueva casta privilegiada que ejecutara los nuevos planes. Desde la Antigüedad, como es el caso de la República de Platón, toda concepción del Estado se basa en la división de clases. Naturalmente, es necesario crear también las condiciones síquicas en el individuo para que aceptara ese rol que la sociedad le tiene asignado, por lo que se crearon toda suerte de engaños relacionados con el destino y la Providencia. Por supuesto, la idea de Estado va unida a la de unidad nacional, por lo que se fomentó la separación con el resto de los pueblos y una supuesta superioridad frente a todo extranjero. Hay que tener en cuenta esta concepción del poder como un órgano creador, que parte de Platón y Aristóteles, y que llega hasta nuestros días; al igual que con la religión, y por muy grandes que fueran estos filósofos en tantos aspectos, su idea del Estado se basa en mistificaciones y hay siempre que recordar que necesita de una oligarquía, así como de súbditos y de esclavos.
El Estado no es para nada creador, más bien al contrario, se encuentra incluso subordinado a sus súbditos para poder subsistir. La creencia que se ha fomentado es que es el poder el que fomenta el proceso cultural, cuando hay que verlo más bien al revés, como un feroz obstáculo a todo desenvolvimiento cultural. En este sentido, hay que ver poder y cultura como conceptos antagónicos, la fuerza del primero es siempre a costa de la debilidad de la segunda. Hay que reflexionar profundamente sobre esto, con el fin de averiguar si todo lo que se ha pretendido que creamos es, efectivamente, una falsedad e indagar consecuentemente en las verdaderas causas del proceso cultural. No es posible crear una cultura por decreto, ya que está originada y desarrollada de manera espontánea, por las necesidades de los seres humanos y gracias a su cooperación social. Los Estados se sirven, precisamente, de los logros sociales para sus aspiraciones de dominio. Sin embargo, con sus intenciones uniformadoras, consiguen finalmente petrificar el proceso cultural. Se producirá una lucha interna en la sociedad, entre las pretensiones políticas y económicas de dominio de los privilegiados y las manifestaciones culturales del pueblo, dos fuerzas que llevan vías muy diferentes. La unidad solo será posible por la coacción externa y gracias al sometimiento de todo tipo, lo cual supondrá solo una aparente armonía.
Merece la pena reproducir unas palabras del sabio chino Lao-Tsé:
Dirigir la comunidad es, según la experiencia, imposible; la comunidad es colaboración de fuerzas y, como tal, según el pensamiento, no se deja dirigir por la fuerza de un individuo. Ordenarla es sacarla del orden; fortalecerla es perturbarla. Pues la acción del individuo cambia; aquí va adelante, allí cede; aquí muestra calor, allí frío; aquí emplea la fuerza, allí muestra flojedad; aquí actividad, allí sosiego.
Por tanto, el perfecto evita el placer del mando, evita el atractivo del poder, evita el brillo del poder.
No podemos estar más de acuerdo con Rudolf Rocker, cuando afirma que Nietzsche señaló también esa
verdad sobre el poder y su antagonismo con la cultura, aunque oscilara a
menudo de manera contradictoria entre concepciones autoritarias y
pensamientos libertarios. El siguiente texto es de El ocaso de los ídolos:
Nadie puede dar más de lo que tiene: esto se aplica al individuo como se aplica a los pueblos. Si se entrega uno al poder, a la gran política, a la economía, al tráfico mundial, al parlamentarismo, a los intereses militares; si se entrega el tanto de razón, de seriedad, de voluntad, de autosuperación que hay hacia ese lado, falta del otro lado. La cultura y el Estado -no hay que engañarse al respecto- son antagónicos: Estado cultural es sólo una idea moderna. Lo uno vive de lo otro, lo uno prospera a costa de lo otro. Todas las grandes épocas de la cultura son tiempos de decadencia política: lo que es grande en el sentido de la cultura, es apolítico, incluso antipolítico.
Toda
forma cultural, si es auténticamente grande y no está obstaculizada por
el poder político, lleva en su interior una permanente energía
renovadora de su impulso creador, lo que podemos definir como un
continuo intento de perfeccionarse. Muy al contrario, el poder es
infecundo y destructor al tratar de constreñir mediante la ley todos los
fenómenos de la vida social. La cultura es sinónimo de voluntad
creadora, el ímpetu que existe en cada hombre de manifestarse y de
realizarse, frente a un poder que no tolera más que aquello que le
favorece. Es una permanente tensión entre dos tendencias contrapuestas,
siendo una representante de la minoritaria clase privilegidada y otra de
las exigencias de la comunidad, mediante la cual se constituye una
nueva relación entre poder (Estado) y cultura (sociedad). Esa lucha
entre dos fuerzas antagónicas tiene como resultado lo que entendemos
como Derecho y Constitución, inclinándose hacia un lado o hacia otro
según predomine en la sociedad, bien el poder, bien la cultura. Podemos
distinguir entre derecho natural, propio de una comunidad de libres e
iguales, y derecho positivo, desarrollada ya en una sociedad
estructurada como Estado y reflejo del privilegio y la división de
clases. Por lo tanto, las leyes pueden tener una doble fuente, los
viejos hábitos y costumbres convertidos en fórmula, los derechos de las
clases privilegiadas convertidos en carácter legal. Si en los antiguos
regímenes despóticos esa dualidad no se mostraba con claridad, sí lo
hace en el Estado moderno en el que la comunidad participa, más o menos,
en la elaboración del derecho. Desgraciadamente, la lucha por el
derecho se ha convertido casi siempre en la lucha por el poder, de tal
manera que los revolucionarios de ayer se convierten en los
reaccionarios de hoy. El mal no se encuentra en la forma de poder, sino
en el poder mismo.
La reforma del derecho ha partido siempre de pueblo, no del Estado, al contrario de lo que el poder suele querer hacer creer, como si las conquistas sociales fueran una concesión de la buena voluntad de los gobernantes. Más bien al contrario, por su naturaleza el poder obstaculizará o tratará de convertir en inútil la aparición de un nuevo derecho. Son los energías culturales que manan de la sociedad la que presionan para que cedan los poderes dominantes. El desarrollo social señala las necesidades que llevan a la transformación, a un nuevo derecho y a nuevas libertades, y la otorgan consistencia, no el hecho de estar legalmente registradas. Parlamentos y Constituciones nada valen sin un pueblo que haga valer sus conquistas y las mantenga vivas.
La reforma del derecho ha partido siempre de pueblo, no del Estado, al contrario de lo que el poder suele querer hacer creer, como si las conquistas sociales fueran una concesión de la buena voluntad de los gobernantes. Más bien al contrario, por su naturaleza el poder obstaculizará o tratará de convertir en inútil la aparición de un nuevo derecho. Son los energías culturales que manan de la sociedad la que presionan para que cedan los poderes dominantes. El desarrollo social señala las necesidades que llevan a la transformación, a un nuevo derecho y a nuevas libertades, y la otorgan consistencia, no el hecho de estar legalmente registradas. Parlamentos y Constituciones nada valen sin un pueblo que haga valer sus conquistas y las mantenga vivas.
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