Reflexionamos sobre la idea central del trabajo, en las sociedades modernas, identificado con la libertad y la dignidad humanas, pero reducido a la mera capacidad productiva; la cuestión es que, ahora, que cada vez escasea más en un mundo en el que el bienestar sigue negado para muchos, se requiere un cuestionamiento de esa idea fundamentalista.
El trabajo, al menos en la tradición judeocristiana, es un castigo al mayor de los pecados, como sabemos por la frase "ganarás el pan con el sudor de tu frente". Tal vez, en el paraíso ultraterreno, no sea necesario trabajar, pero en este mundo estaríamos condenados. No obstante, en la Grecia antigua, cuna de la filosofía, tampoco está claro que la idea del trabajo fuera benévola, más bien lo contrario. Seguro que por eso, la libertad no era un bien inherente a seres inferiores, lo esclavos, que no por casualidad eran los encargados de los peores trabajos. En la Edad Media, hallamos ya una reflexión más amplia en torno al trabajo, que discernía entre la mera actividad, la habilidad para una labor o la producción de alguna cosa. Al parecer, ya en esta época el trabajo pasó de ser una maldición a todo lo contrario, un camino para la salvación. Esa división del trabajo en tres aspectos bien diferenciados garantizaba en el orden social ciertas necesidades: espiritualidad, seguridad y provisión de bienes materiales. Alfredo Vallota nos recuerda que ya en el siglo XIII se produce una situación que llega hasta nuestros días, con el predicto del que "el que no trabaja, no come", lo cual relega a la marginalidad a los que se niegan a hacerlo o sencillamente no puede. Esta situación, al igual que en las sociedades de hoy, genera compasión y benevolencia, por un lado, pero también desprecio.
Llegamos a la Modernidad, en la que podemos observar el trabajo como una idea central para el progreso, el bienestar y la ciencia. Adam Smith, en La riqueza de las naciones, sostiene que la riqueza proviene del trabajo y de la producción, no tanto de los bienes que puedan poseerse en un país. Con este autor nace también la identificación entre tiempo y valor del trabajo, que también llega hasta nuestro días. Al identificarse el trabajo con la creación de riqueza material, el concepto vuelve a reducirse a labores meramente productivas. Así, con el antagonismo entre productivo e improductivo, quedarían fuera de la primera categoría profesiones como la del filósofo, el maestro, el artista o el científico. Esa dualidad se extiende mediante distintas formas: práctico-teórico, manual-intelectual, hacedor-pensador… La medida de la riqueza de una nación parece medirse por su producción material, no tanto artística o intelectual, aunque estos ámbitos adquirieran prestigio con el paso del tiempo. La identificación del trabajo con la producción se expresará mostrando lo perdurable de la acción humana mediante lo producido. Esta concepción del trabajo acabará subordinada al capitalismo, algo que el marxismo tampoco supo cambiar, por lo que el trabajo se convierte en una idea central para la vida humana y social.
En la sociedad occidental, en el seno de la cultura cristiana, pero también en las corrientes socialistas, el trabajo se acaba convirtiendo en la esencia del individuo, lo que da lugar a su libertad y a su capacidad productiva, lo que determina sus relaciones sociales y puede contribuir a cambiar el mundo, al mismo tiempo que es su medio de ganarse la vida. Negar esta concepción, rechazar el trabajo productivo, será absurdo y poco menos que digno de un enfermo para el sistema. En el capitalismo, será la empresa, pública o privada, la que cumpla esta función al otorgar empleo, por muy mal remunerado que esté. Esa situación ensalzará y justificará la labor del patrón. Sin embargo, ¿qué ha ocurrido en las últimas décadas? La realidad es que cada vez se produce más con menos trabajo humano y, con la revolución tecnológica imparable y un sistema en el que el bienestar está dirigido a unos pocos, esta situación parece incrementarse. Por supuesto, la desigualdad planetaria hace que esa tecnificación sea todavía más costosa que la explotación de mano de obra barata en determinados países. Esa situación, en la que multitud de personas se ven desocupadas, pone en cuestión sencillamente que el trabajo sea la esencia del ser humano. ¿Alguien que no trabaja deja de ser humano? Es muy probable que los pensadores posmodernos tengan mucha razón en este aspecto, no hay una esencia o naturaleza inmutable en el hombre, sencillamente queda modificada por las circunstancias.
Lo que podemos observar, de forma evidente, son las consecuencias de esta situación, la terrible desesperanza, necesidad, sumisión y alienación de tantas personas. Los intentos para salvar, o al menos paliar, la situación se realizan dentro de una sociedad en la que esa idea central del trabajo continúa siendo la misma. Está claro que la solución, vistas las insuficientes reformas, pasa por cambios radicales. Desgraciadamente, el sistema político y económico actual supone el sacrifico de gran número de vidas humanas. La gran cuestión es si esa sociedad, en la que el trabajo se identifica con la dignidad humana (e, incluso, su esencia) está llegando a su fin. En cualquier caso, es importante que hagamos un análisis profundo de la situación, comprender que la modernidad, a pesar de haber pretendido dejar el dogmatismo religioso a un lado, conllevó tal vez nuevas visiones fundamentalistas. La condición del hombre, su supuesta esencia, se modifica con el paso del tiempo y con nuevos paradigmas sociales, por lo que no podemos seguir cayendo en idealismos, concepciones del progreso y de la sociedad incluso de apariencia progresista, como es el caso de esa identificación del trabajo con la emancipación humana.
En la antigua Grecia, la sociedad se desarrolló en muchos aspectos, pero a costa del esfuerzo y el embrutecimiento de los esclavos. Tal vez, ese trabajo arduo pudieran hacerlo hoy las máquinas, los sistemas automatizados, pero dirigido el progreso y el bienestar hacia el conjunto de la sociedad, no de una pequeña élite. Tal y como están concebidas las instituciones, esto resulta imposible. La educación no puede estar dirigida únicamente hacia el trabajo productivo, es necesario el cultivo de las humanidades y la valoración del tiempo de ocio para el desarrollo intelectual y físico. El capitalismo nos ha reducido a lo que podemos aportar como productores, pero la realidad es que la ausencia de trabajo, forzosamente, está conduciendo a un nuevo escenario. Es primordial aportar la visión libertaria de emancipación, con su idea de la diversidad social, y su concepción amplia y creadora del ser humano, no reducible al mero trabajo productivo. Tenemos que potenciar todas nuestras capacidades: la especulación filosófica, la creación artística, la imaginación, la capacidad de elección, de conocimiento, de disfrutar de todos los placeres de la vida… No hay una respuesta definitiva sobre la condición humana, nuestra naturaleza es modificable, para mal o, esperemos y trabajemos por ello, para bien.
El trabajo, al menos en la tradición judeocristiana, es un castigo al mayor de los pecados, como sabemos por la frase "ganarás el pan con el sudor de tu frente". Tal vez, en el paraíso ultraterreno, no sea necesario trabajar, pero en este mundo estaríamos condenados. No obstante, en la Grecia antigua, cuna de la filosofía, tampoco está claro que la idea del trabajo fuera benévola, más bien lo contrario. Seguro que por eso, la libertad no era un bien inherente a seres inferiores, lo esclavos, que no por casualidad eran los encargados de los peores trabajos. En la Edad Media, hallamos ya una reflexión más amplia en torno al trabajo, que discernía entre la mera actividad, la habilidad para una labor o la producción de alguna cosa. Al parecer, ya en esta época el trabajo pasó de ser una maldición a todo lo contrario, un camino para la salvación. Esa división del trabajo en tres aspectos bien diferenciados garantizaba en el orden social ciertas necesidades: espiritualidad, seguridad y provisión de bienes materiales. Alfredo Vallota nos recuerda que ya en el siglo XIII se produce una situación que llega hasta nuestros días, con el predicto del que "el que no trabaja, no come", lo cual relega a la marginalidad a los que se niegan a hacerlo o sencillamente no puede. Esta situación, al igual que en las sociedades de hoy, genera compasión y benevolencia, por un lado, pero también desprecio.
Llegamos a la Modernidad, en la que podemos observar el trabajo como una idea central para el progreso, el bienestar y la ciencia. Adam Smith, en La riqueza de las naciones, sostiene que la riqueza proviene del trabajo y de la producción, no tanto de los bienes que puedan poseerse en un país. Con este autor nace también la identificación entre tiempo y valor del trabajo, que también llega hasta nuestro días. Al identificarse el trabajo con la creación de riqueza material, el concepto vuelve a reducirse a labores meramente productivas. Así, con el antagonismo entre productivo e improductivo, quedarían fuera de la primera categoría profesiones como la del filósofo, el maestro, el artista o el científico. Esa dualidad se extiende mediante distintas formas: práctico-teórico, manual-intelectual, hacedor-pensador… La medida de la riqueza de una nación parece medirse por su producción material, no tanto artística o intelectual, aunque estos ámbitos adquirieran prestigio con el paso del tiempo. La identificación del trabajo con la producción se expresará mostrando lo perdurable de la acción humana mediante lo producido. Esta concepción del trabajo acabará subordinada al capitalismo, algo que el marxismo tampoco supo cambiar, por lo que el trabajo se convierte en una idea central para la vida humana y social.
En la sociedad occidental, en el seno de la cultura cristiana, pero también en las corrientes socialistas, el trabajo se acaba convirtiendo en la esencia del individuo, lo que da lugar a su libertad y a su capacidad productiva, lo que determina sus relaciones sociales y puede contribuir a cambiar el mundo, al mismo tiempo que es su medio de ganarse la vida. Negar esta concepción, rechazar el trabajo productivo, será absurdo y poco menos que digno de un enfermo para el sistema. En el capitalismo, será la empresa, pública o privada, la que cumpla esta función al otorgar empleo, por muy mal remunerado que esté. Esa situación ensalzará y justificará la labor del patrón. Sin embargo, ¿qué ha ocurrido en las últimas décadas? La realidad es que cada vez se produce más con menos trabajo humano y, con la revolución tecnológica imparable y un sistema en el que el bienestar está dirigido a unos pocos, esta situación parece incrementarse. Por supuesto, la desigualdad planetaria hace que esa tecnificación sea todavía más costosa que la explotación de mano de obra barata en determinados países. Esa situación, en la que multitud de personas se ven desocupadas, pone en cuestión sencillamente que el trabajo sea la esencia del ser humano. ¿Alguien que no trabaja deja de ser humano? Es muy probable que los pensadores posmodernos tengan mucha razón en este aspecto, no hay una esencia o naturaleza inmutable en el hombre, sencillamente queda modificada por las circunstancias.
Lo que podemos observar, de forma evidente, son las consecuencias de esta situación, la terrible desesperanza, necesidad, sumisión y alienación de tantas personas. Los intentos para salvar, o al menos paliar, la situación se realizan dentro de una sociedad en la que esa idea central del trabajo continúa siendo la misma. Está claro que la solución, vistas las insuficientes reformas, pasa por cambios radicales. Desgraciadamente, el sistema político y económico actual supone el sacrifico de gran número de vidas humanas. La gran cuestión es si esa sociedad, en la que el trabajo se identifica con la dignidad humana (e, incluso, su esencia) está llegando a su fin. En cualquier caso, es importante que hagamos un análisis profundo de la situación, comprender que la modernidad, a pesar de haber pretendido dejar el dogmatismo religioso a un lado, conllevó tal vez nuevas visiones fundamentalistas. La condición del hombre, su supuesta esencia, se modifica con el paso del tiempo y con nuevos paradigmas sociales, por lo que no podemos seguir cayendo en idealismos, concepciones del progreso y de la sociedad incluso de apariencia progresista, como es el caso de esa identificación del trabajo con la emancipación humana.
En la antigua Grecia, la sociedad se desarrolló en muchos aspectos, pero a costa del esfuerzo y el embrutecimiento de los esclavos. Tal vez, ese trabajo arduo pudieran hacerlo hoy las máquinas, los sistemas automatizados, pero dirigido el progreso y el bienestar hacia el conjunto de la sociedad, no de una pequeña élite. Tal y como están concebidas las instituciones, esto resulta imposible. La educación no puede estar dirigida únicamente hacia el trabajo productivo, es necesario el cultivo de las humanidades y la valoración del tiempo de ocio para el desarrollo intelectual y físico. El capitalismo nos ha reducido a lo que podemos aportar como productores, pero la realidad es que la ausencia de trabajo, forzosamente, está conduciendo a un nuevo escenario. Es primordial aportar la visión libertaria de emancipación, con su idea de la diversidad social, y su concepción amplia y creadora del ser humano, no reducible al mero trabajo productivo. Tenemos que potenciar todas nuestras capacidades: la especulación filosófica, la creación artística, la imaginación, la capacidad de elección, de conocimiento, de disfrutar de todos los placeres de la vida… No hay una respuesta definitiva sobre la condición humana, nuestra naturaleza es modificable, para mal o, esperemos y trabajemos por ello, para bien.
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