Para el anarquismo, la libertad no es una abstracción anterior al hecho social. Por lo tanto, al contrario de lo que afirman los liberales partidarios del contrato social, los seres humanos no ceden parte de su libertad para dar lugar a la sociedad; no se produce enajenación alguna, al menos no por la la propia voluntad de los individuos.
La libertad se construye sobre la base de la igualdad y de la solidaridad colectiva, de todos los miembros de la sociedad. Tanto la libertad, como la dominación, para los anarquistas, son producto de la actividad social, por lo tanto, contingentes, se pueden producir o no. Si el poder político se hace independiente de la sociedad, nace el Estado y, consecuentemente, se produce un abismo insalvable entre libertad e igualdad. El principio del Estado supone la heteronomía de la sociedad al mismo tiempo que justifica la jerarquía y la dominación. Esto explica las críticas anarquistas a toda teoría del contrato, que no funda la sociedad, sino el Estado; se trata de una diferencia considerable con el liberalismo, por mucho que tantas veces se enmascare este último como una forma de nuevo anarquismo. El liberalismo, tal y como se produce a partir del siglo XVII, acaba dando lugar al principio del Estado-nación, una consecuencia lógica del contrato social.
El anarquismo, por el contrario, considera la instancia política como parte de la sociedad en su conjunto; concibe lo político como una estructura social compleja, nunca definitiva, en conflicto permanente y basada en la reciprocidad y en la autonomía del sujeto en acción (es decir, la negación de una parcelación del poder que enajene al conjunto de la sociedad). La anarquía no niega lo político, sino que ofrece una alternativa al Estado con una estructura no jerárquica en la que el poder no es expropiado por una parte de la sociedad. En toda la filosofía política moderna, solo el anarquismo ha ofrecido una propuesta no dependiente del principio político del Estado. No estamos hablando de mera teoría política, ni de simples abstracciones, tanto el Estado como el anarquismo tienen su justificación histórica y empírica.
En su versión moderna, el Estado posee una legitimación metafísica. Es decir, el principio del Estado es considerado como una idea imperativa y trascendente a la voluntad de los individuos, que presupone el sometimiento de todos los miembros de la sociedad. El poder político no es ya, como antaño, un tirano incluso caprichoso, sino que posee rasgos racionales y abstractos, que queda enmarcado por la ley y el derecho. Por supuesto, estas leyes no son producto de un ser superior, sino que nacen del propio poder político formado por hombres, por lo que hay que buscar una primera crítica y falta de legitimación en esa cuestión. Al menos, desde finales del siglo XVIII, en la teoría política es posible una primera crítica a esa contrato social que funda y legitima el principio del Estado.
Sin embargo, pensadores anarquistas más recientes han considerado que el Estado, como entidad real y existente, no puede reducirse al conjunto de sus aparatos: (gobierno, administración, ejército, policía, escuela) y tampoco a la continuidad institucional en el tiempo. Llevado a un terreno lingüístico y semántico, el Estado existe en gran medida por la creencia de una mayoría de ciudadanos en él. Así, la posición anarquista puede considerarse como "descreimiento"; el ácrata no piensa en la existencia del Estado, no cree en él, y por lo tanto no lo justifica en su mente ni en su corazón. El imaginario colectivo está compuesto por una serie de representaciones, imágenes, ideas y valores, que en el caso del Estado suponen la justificación de un poder central supremo diferenciado de la sociedad civil e incluso legitimado por el uso de la fuerza. En la Historia, el proceso de formación del Estado ha sido largo, y es posible que se haya completado cuando, como sistema simbólico de legitimación del poder, ha logrado atraer una mayoría de voluntades.
Si entendemos que las sociedades humanas, como estructuras complejas e inestables, se regulan en base a la creación de ese sistema simbólico (es decir, de significados, normas, códigos e instituciones), podemos comprender el proceso legitimador del Estado. No es que el imaginario colectivo haya dado lugar al Estado, sino que es la alienación del poder que sufre la sociedad, con el nacimiento de la dominación o poder político, la que determina esa situación. Se trata de una expropiación de la capacidad simbólico-instituyente por parte de una minoría, clase mediadora o grupo especializado. De esa manera, la instancia política se autonomiza y nace el Estado. Para el anarquismo, el poder nace de la sociedad, como resultante de la diversidad y de todas las fuerzas en conflicto, no a la inversa. El Estado, en sus diversas formas, también el moderno democrático, no es más que un paradigma, una forma histórica particular. Resulta contingente, no necesario. Para el futuro, el reto es conquistar la sociedad libertaria, sin Estado, sin dominación.
La libertad se construye sobre la base de la igualdad y de la solidaridad colectiva, de todos los miembros de la sociedad. Tanto la libertad, como la dominación, para los anarquistas, son producto de la actividad social, por lo tanto, contingentes, se pueden producir o no. Si el poder político se hace independiente de la sociedad, nace el Estado y, consecuentemente, se produce un abismo insalvable entre libertad e igualdad. El principio del Estado supone la heteronomía de la sociedad al mismo tiempo que justifica la jerarquía y la dominación. Esto explica las críticas anarquistas a toda teoría del contrato, que no funda la sociedad, sino el Estado; se trata de una diferencia considerable con el liberalismo, por mucho que tantas veces se enmascare este último como una forma de nuevo anarquismo. El liberalismo, tal y como se produce a partir del siglo XVII, acaba dando lugar al principio del Estado-nación, una consecuencia lógica del contrato social.
El anarquismo, por el contrario, considera la instancia política como parte de la sociedad en su conjunto; concibe lo político como una estructura social compleja, nunca definitiva, en conflicto permanente y basada en la reciprocidad y en la autonomía del sujeto en acción (es decir, la negación de una parcelación del poder que enajene al conjunto de la sociedad). La anarquía no niega lo político, sino que ofrece una alternativa al Estado con una estructura no jerárquica en la que el poder no es expropiado por una parte de la sociedad. En toda la filosofía política moderna, solo el anarquismo ha ofrecido una propuesta no dependiente del principio político del Estado. No estamos hablando de mera teoría política, ni de simples abstracciones, tanto el Estado como el anarquismo tienen su justificación histórica y empírica.
En su versión moderna, el Estado posee una legitimación metafísica. Es decir, el principio del Estado es considerado como una idea imperativa y trascendente a la voluntad de los individuos, que presupone el sometimiento de todos los miembros de la sociedad. El poder político no es ya, como antaño, un tirano incluso caprichoso, sino que posee rasgos racionales y abstractos, que queda enmarcado por la ley y el derecho. Por supuesto, estas leyes no son producto de un ser superior, sino que nacen del propio poder político formado por hombres, por lo que hay que buscar una primera crítica y falta de legitimación en esa cuestión. Al menos, desde finales del siglo XVIII, en la teoría política es posible una primera crítica a esa contrato social que funda y legitima el principio del Estado.
Sin embargo, pensadores anarquistas más recientes han considerado que el Estado, como entidad real y existente, no puede reducirse al conjunto de sus aparatos: (gobierno, administración, ejército, policía, escuela) y tampoco a la continuidad institucional en el tiempo. Llevado a un terreno lingüístico y semántico, el Estado existe en gran medida por la creencia de una mayoría de ciudadanos en él. Así, la posición anarquista puede considerarse como "descreimiento"; el ácrata no piensa en la existencia del Estado, no cree en él, y por lo tanto no lo justifica en su mente ni en su corazón. El imaginario colectivo está compuesto por una serie de representaciones, imágenes, ideas y valores, que en el caso del Estado suponen la justificación de un poder central supremo diferenciado de la sociedad civil e incluso legitimado por el uso de la fuerza. En la Historia, el proceso de formación del Estado ha sido largo, y es posible que se haya completado cuando, como sistema simbólico de legitimación del poder, ha logrado atraer una mayoría de voluntades.
Si entendemos que las sociedades humanas, como estructuras complejas e inestables, se regulan en base a la creación de ese sistema simbólico (es decir, de significados, normas, códigos e instituciones), podemos comprender el proceso legitimador del Estado. No es que el imaginario colectivo haya dado lugar al Estado, sino que es la alienación del poder que sufre la sociedad, con el nacimiento de la dominación o poder político, la que determina esa situación. Se trata de una expropiación de la capacidad simbólico-instituyente por parte de una minoría, clase mediadora o grupo especializado. De esa manera, la instancia política se autonomiza y nace el Estado. Para el anarquismo, el poder nace de la sociedad, como resultante de la diversidad y de todas las fuerzas en conflicto, no a la inversa. El Estado, en sus diversas formas, también el moderno democrático, no es más que un paradigma, una forma histórica particular. Resulta contingente, no necesario. Para el futuro, el reto es conquistar la sociedad libertaria, sin Estado, sin dominación.
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