En general, se alude a Maquiavelo como el teórico del Estado moderno: una organización con el poder de ejercer y controlar el uso de la fuerza en un determinado territorio y contra un pueblo dado.
De esta manera, no puede hablarse de este concepto político, en el que la sociedad se subordina a la instancia estatal, antes del siglo XVI. Eduardo Colombo considera que las organizaciones políticas anteriores al Estado se dividen en tres grandes categorías: la ciudad griega, el reino y el imperio. En los imperios, caracterizados por ocupar grandes extensiones territoriales, y aunque estuvieran dotados de apartado administrativo y sistema jurídico, no existía una gran cohesión social; la participación en el proceso político de la población era, por lo general, bastante baja. Por el contrario, en la polis griega se produce lo contrario: espacio geográfico reducido, población limitada, así como fuertes cohesión y participación política. Lo que caracterizaba al reino, propio de la Europa occidental en la alta Edad Media, era una población con fidelidad hacia un rey (o familia real), sin que el espacio territorial fuera importante; era la antítesis también del Estado moderno, ya que tampoco se creaba en base a instituciones duraderas.
El Estado moderno se funda sobre dos cuestiones principales: los impuestos y la guerra. Por supuesto, existen matices, ya que hay precedentes en la Edad Media en intentos para crear ejércitos de carácter nacional (en vano, ya que no existía un vínculo de lealtad con el reino lo suficientemente sólido). En la cuestión de los impuestos, y sabiendo que también existían derechos de peaje y otros derechos feudales, es la invención de nuevos tipos impositivos lo que empezó a dar forma al Estado moderno. Así, a finales del siglo XV, todos los Estados occidentales logran imponer el impuesto directo, resolviendo de esa manera la cuestión de la lealtad, ya que se logró un consentimiento directo y universal en base a la lealtad principal de la gente hacia el Estado-nación (una autoridad suprema abstracta con potestad para decidir). El desarrollo de los impuestos condujo a la precisión y centralización de las técnicas administrativas, y a la creación de un cuerpo especial de funcionarios. La administración de la justicia, por su parte, también ayudó a moldear el Estado, reafirmando y extendiendo su poder, y a contribuir a sus arcas con sus propias sanciones por multas. Recapitulando, al final de la Edad Media el Estado moderno ha completado su formación: unidad política en el espacio y el tiempo, instituciones impersonales y diferenciadas, necesidad de una autoridad suprema. Tal y como dijo Kropotkin, principalmente en El Estado y su papel histórico, la formación del Estado-nación es un proceso lento que culmina bien entrado el siglo XVI, y se produce de forma paralela a su tendencia opuesta: la comuna y el federalismo.
En la Alta Edad Media, existen dos modos de legitimar el poder: el que se deriva de la voluntad popular (de abajo), propio de las tribus germánicas al elegir un jefe o rey, y el que lo hace de Dios o, de forma más concreta, del emperador, del ser supremo (de arriba). Con el triunfo de la Iglesia Romana se confirma que todo poder vendrá de arriba y toda relación política tendrá un ropaje jurídico (el comportamiento humano se adaptará a la ley). Al final del Medievo, empieza a producirse, en un proceso que durará tiempo, un cambio de paradigma con la importancia progresiva de las corporaciones; vuelve a requerirse cierto reconocimiento desde abajo, se busca al consentimiento de la comunidad para validar la ley. Se crea entonces la “ficción” de la representación, encarnada en la voluntad colectiva de asambleas y parlamentos. Se empieza a dar forma a una instancia jurídica abstracta, un cuerpo político que reúne la soberanía absoluta. Así, va formándose el Estado en un proceso lento que culminará con el jacobinismo resultante de la Revolución francesa. El Estado moderno comienza a existir, realmente, cuando tiene ya la capacidad de hacerse reconocer sin recurrir a la fuerza explícita o incluso a la amenaza de la misma. El aparato estatal se identifica con una instancia imperativa, superior a la voluntad individual, la cual debe someterse de forma obligatoria a sus decisiones políticas (esta legitimidad la logra en gran medida de la legitimidad voluntaria que le proporcionan las personas, tal y como expuso La Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria). El poder del Estado es abstracto, racional en el aspecto instrumental, encuadrado en la ley y el derecho. Tal y como dice Colombo, esta cuestión de un poder político supremo y abstracto asumido por las personas es sencillamente tautológico; la ley está hecha por los hombres para lograr determinados fines.
De esta manera, no puede reducirse simplemente el Estado a sus aparatos: gobierno, administración, ejército, policía, escuela… Para poder existir, el Estado exige del imaginario social la organización de su mundo sociopolítico en base a su propio modelo o paradigma. Efectivamente, es Hobbes el que da el punto de partida al Estado moderno al considerar que se le crea en base a un proceso mental y voluntario: el Estado existe, fundamentalmente, en el espíritu y el corazón de sus ciudadanos. Así, el Estado sería una creencia, por lo que la postura anarquista deriva de la descreencia. Para su formación, el Estado necesitó generar un imaginario colectivo en base a sus propios intereses con representaciones, imágenes, ideas, valores, que legitiman un poder centralizado de carácter supremo diferenciado de la sociedad civil. Este espacio simbólico de legitimación (lealtades primarias) logra atraer a la mayor parte de la población sustituyendo a otras formas más arcaicas: tribu, clan, familia, aldea… En este caso, se trata de una reapropiación del poder político, es decir, la capacidad regulativa de la sociedad, en manos de una minoría (con la ilusión, sí, de la participación en base a la representatividad). Para la visión anarquista, el poder nace de la sociedad, resultante de las distintas fuerzas individuales reunidas para cuestiones como el trabajo, la defensa o la justicia. Sin embargo, para el Estado, entendido como alienación política, es a la inversa; así, nace el poder político como dominación. El Estado es una forma concreta de poder político, un resultante histórico como en su tiempo lo fueron otras como la polis griega o el imperio romano. La aspiración anarquista de una sociedad sin Estado, sin poder político entendido como dominación, es una forma a conquistar para el futuro.
De esta manera, no puede hablarse de este concepto político, en el que la sociedad se subordina a la instancia estatal, antes del siglo XVI. Eduardo Colombo considera que las organizaciones políticas anteriores al Estado se dividen en tres grandes categorías: la ciudad griega, el reino y el imperio. En los imperios, caracterizados por ocupar grandes extensiones territoriales, y aunque estuvieran dotados de apartado administrativo y sistema jurídico, no existía una gran cohesión social; la participación en el proceso político de la población era, por lo general, bastante baja. Por el contrario, en la polis griega se produce lo contrario: espacio geográfico reducido, población limitada, así como fuertes cohesión y participación política. Lo que caracterizaba al reino, propio de la Europa occidental en la alta Edad Media, era una población con fidelidad hacia un rey (o familia real), sin que el espacio territorial fuera importante; era la antítesis también del Estado moderno, ya que tampoco se creaba en base a instituciones duraderas.
El Estado moderno se funda sobre dos cuestiones principales: los impuestos y la guerra. Por supuesto, existen matices, ya que hay precedentes en la Edad Media en intentos para crear ejércitos de carácter nacional (en vano, ya que no existía un vínculo de lealtad con el reino lo suficientemente sólido). En la cuestión de los impuestos, y sabiendo que también existían derechos de peaje y otros derechos feudales, es la invención de nuevos tipos impositivos lo que empezó a dar forma al Estado moderno. Así, a finales del siglo XV, todos los Estados occidentales logran imponer el impuesto directo, resolviendo de esa manera la cuestión de la lealtad, ya que se logró un consentimiento directo y universal en base a la lealtad principal de la gente hacia el Estado-nación (una autoridad suprema abstracta con potestad para decidir). El desarrollo de los impuestos condujo a la precisión y centralización de las técnicas administrativas, y a la creación de un cuerpo especial de funcionarios. La administración de la justicia, por su parte, también ayudó a moldear el Estado, reafirmando y extendiendo su poder, y a contribuir a sus arcas con sus propias sanciones por multas. Recapitulando, al final de la Edad Media el Estado moderno ha completado su formación: unidad política en el espacio y el tiempo, instituciones impersonales y diferenciadas, necesidad de una autoridad suprema. Tal y como dijo Kropotkin, principalmente en El Estado y su papel histórico, la formación del Estado-nación es un proceso lento que culmina bien entrado el siglo XVI, y se produce de forma paralela a su tendencia opuesta: la comuna y el federalismo.
En la Alta Edad Media, existen dos modos de legitimar el poder: el que se deriva de la voluntad popular (de abajo), propio de las tribus germánicas al elegir un jefe o rey, y el que lo hace de Dios o, de forma más concreta, del emperador, del ser supremo (de arriba). Con el triunfo de la Iglesia Romana se confirma que todo poder vendrá de arriba y toda relación política tendrá un ropaje jurídico (el comportamiento humano se adaptará a la ley). Al final del Medievo, empieza a producirse, en un proceso que durará tiempo, un cambio de paradigma con la importancia progresiva de las corporaciones; vuelve a requerirse cierto reconocimiento desde abajo, se busca al consentimiento de la comunidad para validar la ley. Se crea entonces la “ficción” de la representación, encarnada en la voluntad colectiva de asambleas y parlamentos. Se empieza a dar forma a una instancia jurídica abstracta, un cuerpo político que reúne la soberanía absoluta. Así, va formándose el Estado en un proceso lento que culminará con el jacobinismo resultante de la Revolución francesa. El Estado moderno comienza a existir, realmente, cuando tiene ya la capacidad de hacerse reconocer sin recurrir a la fuerza explícita o incluso a la amenaza de la misma. El aparato estatal se identifica con una instancia imperativa, superior a la voluntad individual, la cual debe someterse de forma obligatoria a sus decisiones políticas (esta legitimidad la logra en gran medida de la legitimidad voluntaria que le proporcionan las personas, tal y como expuso La Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria). El poder del Estado es abstracto, racional en el aspecto instrumental, encuadrado en la ley y el derecho. Tal y como dice Colombo, esta cuestión de un poder político supremo y abstracto asumido por las personas es sencillamente tautológico; la ley está hecha por los hombres para lograr determinados fines.
De esta manera, no puede reducirse simplemente el Estado a sus aparatos: gobierno, administración, ejército, policía, escuela… Para poder existir, el Estado exige del imaginario social la organización de su mundo sociopolítico en base a su propio modelo o paradigma. Efectivamente, es Hobbes el que da el punto de partida al Estado moderno al considerar que se le crea en base a un proceso mental y voluntario: el Estado existe, fundamentalmente, en el espíritu y el corazón de sus ciudadanos. Así, el Estado sería una creencia, por lo que la postura anarquista deriva de la descreencia. Para su formación, el Estado necesitó generar un imaginario colectivo en base a sus propios intereses con representaciones, imágenes, ideas, valores, que legitiman un poder centralizado de carácter supremo diferenciado de la sociedad civil. Este espacio simbólico de legitimación (lealtades primarias) logra atraer a la mayor parte de la población sustituyendo a otras formas más arcaicas: tribu, clan, familia, aldea… En este caso, se trata de una reapropiación del poder político, es decir, la capacidad regulativa de la sociedad, en manos de una minoría (con la ilusión, sí, de la participación en base a la representatividad). Para la visión anarquista, el poder nace de la sociedad, resultante de las distintas fuerzas individuales reunidas para cuestiones como el trabajo, la defensa o la justicia. Sin embargo, para el Estado, entendido como alienación política, es a la inversa; así, nace el poder político como dominación. El Estado es una forma concreta de poder político, un resultante histórico como en su tiempo lo fueron otras como la polis griega o el imperio romano. La aspiración anarquista de una sociedad sin Estado, sin poder político entendido como dominación, es una forma a conquistar para el futuro.
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