La creencia nacionalista, que no deja de ser una forma de religión secularizada, en la que el Estado parece ocupar, como instancia trascendente, el lugar que antes era propio de Dios, se nutre de un lenguaje patriótico, grandilocuente y redentor, que alimenta los deseos, ilusiones y temores de las personas, para encubrir intereses muy terrenales por parte de una minoría de dirigentes y privilegiados.
Antes del siglo XVI, no puede hablarse de existencia del Estado como organización política, al menos no en el sentido moderno. Es Maquiavelo, como gran teórico del Estado moderno, el que lo define como un sistema centralizado con el poder de controlar y ejercer el uso de la fuerza en un determinado territorio y contra un pueblo concreto. En esa definición, es explícita la subordinación de la sociedad a una instancia externa: el Estado. El Estado moderno se origina en base a dos factores primordiales: los impuestos y la guerra. En el primer caso, es el desarrollo de los impuestos lo que conduce a la precisión y centralización de las técnicas administrativas; se crea, consecuentemente, un cuerpo especial de funcionarios. En este aspecto, la creación de la administración de justicia, con las sanciones por multas diversas, contribuye no poco también a moldear la nueva concepción del Estado. Se va conformando así, una instancia abstracta conocida como Estado-nación, una autoridad suprema basada en la unidad política en el espacio y en el tiempo, y en instituciones impersonales y diferenciadas que consiguen la lealtad y subordinación de las personas en base a impuestos directos y sentimientos de pertenencia.
Es esa búsqueda de consentimiento por parte de la sociedad, de los de abajo, lo que caracteriza al Estado moderno. Es por eso que acaba creándose la "ficción" de la representación, que se encarna en la voluntad colectiva de asambleas y parlamentos. Así, se conforma también una instancia jurídica abstracta, un cuerpo político que recoge la soberanía absoluta. Es muy posible que el Estado moderno, que no deja de ser una nueva forma de las viejas estructuras autoritarias, empiece a existir verdaderamente cuando no necesita recurrir a la fuerza, ni aun a su amenaza, para hacerse reconocer. El aparato estatal no deja de ser una instancia imperativa, por encima de toda voluntad individual, ya que las personas tienen la obligación de someterse a sus decisiones políticas. Esta legitimidad la logra, en gran medida, por el sometimiento voluntario que le proporciona la gente. Así, no hay que reducir el Estado únicamente a sus aparatos, como el gobierno, la administración, la policía, el ejército o la escuela, ya que para poder existir necesita de un imaginario social, de la organización de su mundo sociopolítico en base a su propio modelo o paradigma. Ese imaginario que da lugar al Estado necesita de un proceso mental y voluntario, por lo que se basa en la creencia de las personas. Esa creencia se alimenta de representaciones, imágenes, ideas o valores, que legitiman ese poder centralizado de carácter supremo bien diferenciado de la sociedad civil.
Si en otros tiempos, ese espacio simbólico de legitimación estaba ocupado en la gente por lealtades más primitivas, como la tribu, el clan o la familia, ahora es el Estado el que se apropia de ella. En este caso moderno, la capacidad regulativa de la sociedad, el poder político, queda en manos de una minoría en base además a la ilusión de la representatividad. El Estado, que no deja de ser una forma concreta de organización política, contingente, no necesaria, se reapropia de un poder que podría residir en la sociedad. Es por eso que puede definirse el aparato estatal como una alienación política. Hemos hablado, no solo de Estado, sino de Estado-nación, ya que son dos conceptos que van indiscutiblemente unidos. El concepto de "soberanía nacional", al igual que el de sufragio universal (no olvidemos el carácter democrático del Estado moderno) se acabó convirtiendo en una especie de creencia religiosa de naturaleza política. En la creencia en el Estado-nación, como ocurre en toda religión, se asegura cierto bienestar a cambio de la redención personal. Para una minoría de dirigentes, no hay nada mejor que fomentar la creencia en las personas, hacerla pensar que una instancia superior, soberana, va a aportar color y contenido a sus vidas. Por supuesto, se está fomentando la creencia en una estructura jerarquizada y autoritaria, la subordinación a una instancia superior, que antes se llamaba Dios y ahora Nación (o Estado, estrecha y parece que necesariamente vinculados).
Si antaño se discutía, entre teólogos, si era Dios quien daba lugar a la religión o era a la inversa, en la época contemporánea el debate será quién origina al otro, si la nación al Estado, justificando el patriotismo, o al revés mediante la propaganda patriótica. Aunque es posible que exista cierta mística en el asunto, ya que hemos hablado de una especie de traslación de la creencia religiosa a lo político, no hay que olvidar los intereses muy terrenales de una minoría privilegiada. Así es, la credulidad de las personas en conceptos como "intereses nacionales", "capital nacional" o "espíritu nacional" encubre la ambición muy terrenal de políticos y empresarios. Como en todo tipo de teología, con su lenguaje trascendente y metafórico, se esconden problemas muy reales, en base a deseos y temores humanos por un lado, y a los privilegios de unos pocos por otro. De ese modo, detrás de toda veleidad nacionalista, una especie de religión secularizada, hay una ambición de poder, el poder centralizado del Estado sobre un territorio, por lo que el imaginario social se alimenta de esa estructura jerarquizada para la que no existen aparentemente alternativas. La realidad es que si el poder se retroalimenta, y afianza en el individuo el sentimiento de ser sometido o de ser sometedor, es posible una cultura que otorgue al ser humano una conciencia diferente, auténticamente liberadora. Una conciencia en la que no exista la posibilidad de dominar o ser dominado, y se sea consciente del potencial creativo de la humanidad junto a una concepción de la libertad y la cultura todo lo amplia posible.
Antes del siglo XVI, no puede hablarse de existencia del Estado como organización política, al menos no en el sentido moderno. Es Maquiavelo, como gran teórico del Estado moderno, el que lo define como un sistema centralizado con el poder de controlar y ejercer el uso de la fuerza en un determinado territorio y contra un pueblo concreto. En esa definición, es explícita la subordinación de la sociedad a una instancia externa: el Estado. El Estado moderno se origina en base a dos factores primordiales: los impuestos y la guerra. En el primer caso, es el desarrollo de los impuestos lo que conduce a la precisión y centralización de las técnicas administrativas; se crea, consecuentemente, un cuerpo especial de funcionarios. En este aspecto, la creación de la administración de justicia, con las sanciones por multas diversas, contribuye no poco también a moldear la nueva concepción del Estado. Se va conformando así, una instancia abstracta conocida como Estado-nación, una autoridad suprema basada en la unidad política en el espacio y en el tiempo, y en instituciones impersonales y diferenciadas que consiguen la lealtad y subordinación de las personas en base a impuestos directos y sentimientos de pertenencia.
Es esa búsqueda de consentimiento por parte de la sociedad, de los de abajo, lo que caracteriza al Estado moderno. Es por eso que acaba creándose la "ficción" de la representación, que se encarna en la voluntad colectiva de asambleas y parlamentos. Así, se conforma también una instancia jurídica abstracta, un cuerpo político que recoge la soberanía absoluta. Es muy posible que el Estado moderno, que no deja de ser una nueva forma de las viejas estructuras autoritarias, empiece a existir verdaderamente cuando no necesita recurrir a la fuerza, ni aun a su amenaza, para hacerse reconocer. El aparato estatal no deja de ser una instancia imperativa, por encima de toda voluntad individual, ya que las personas tienen la obligación de someterse a sus decisiones políticas. Esta legitimidad la logra, en gran medida, por el sometimiento voluntario que le proporciona la gente. Así, no hay que reducir el Estado únicamente a sus aparatos, como el gobierno, la administración, la policía, el ejército o la escuela, ya que para poder existir necesita de un imaginario social, de la organización de su mundo sociopolítico en base a su propio modelo o paradigma. Ese imaginario que da lugar al Estado necesita de un proceso mental y voluntario, por lo que se basa en la creencia de las personas. Esa creencia se alimenta de representaciones, imágenes, ideas o valores, que legitiman ese poder centralizado de carácter supremo bien diferenciado de la sociedad civil.
Si en otros tiempos, ese espacio simbólico de legitimación estaba ocupado en la gente por lealtades más primitivas, como la tribu, el clan o la familia, ahora es el Estado el que se apropia de ella. En este caso moderno, la capacidad regulativa de la sociedad, el poder político, queda en manos de una minoría en base además a la ilusión de la representatividad. El Estado, que no deja de ser una forma concreta de organización política, contingente, no necesaria, se reapropia de un poder que podría residir en la sociedad. Es por eso que puede definirse el aparato estatal como una alienación política. Hemos hablado, no solo de Estado, sino de Estado-nación, ya que son dos conceptos que van indiscutiblemente unidos. El concepto de "soberanía nacional", al igual que el de sufragio universal (no olvidemos el carácter democrático del Estado moderno) se acabó convirtiendo en una especie de creencia religiosa de naturaleza política. En la creencia en el Estado-nación, como ocurre en toda religión, se asegura cierto bienestar a cambio de la redención personal. Para una minoría de dirigentes, no hay nada mejor que fomentar la creencia en las personas, hacerla pensar que una instancia superior, soberana, va a aportar color y contenido a sus vidas. Por supuesto, se está fomentando la creencia en una estructura jerarquizada y autoritaria, la subordinación a una instancia superior, que antes se llamaba Dios y ahora Nación (o Estado, estrecha y parece que necesariamente vinculados).
Si antaño se discutía, entre teólogos, si era Dios quien daba lugar a la religión o era a la inversa, en la época contemporánea el debate será quién origina al otro, si la nación al Estado, justificando el patriotismo, o al revés mediante la propaganda patriótica. Aunque es posible que exista cierta mística en el asunto, ya que hemos hablado de una especie de traslación de la creencia religiosa a lo político, no hay que olvidar los intereses muy terrenales de una minoría privilegiada. Así es, la credulidad de las personas en conceptos como "intereses nacionales", "capital nacional" o "espíritu nacional" encubre la ambición muy terrenal de políticos y empresarios. Como en todo tipo de teología, con su lenguaje trascendente y metafórico, se esconden problemas muy reales, en base a deseos y temores humanos por un lado, y a los privilegios de unos pocos por otro. De ese modo, detrás de toda veleidad nacionalista, una especie de religión secularizada, hay una ambición de poder, el poder centralizado del Estado sobre un territorio, por lo que el imaginario social se alimenta de esa estructura jerarquizada para la que no existen aparentemente alternativas. La realidad es que si el poder se retroalimenta, y afianza en el individuo el sentimiento de ser sometido o de ser sometedor, es posible una cultura que otorgue al ser humano una conciencia diferente, auténticamente liberadora. Una conciencia en la que no exista la posibilidad de dominar o ser dominado, y se sea consciente del potencial creativo de la humanidad junto a una concepción de la libertad y la cultura todo lo amplia posible.
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