jueves, 31 de marzo de 2011

Dos experiencias educativas

La escuela libertaria La Ruche fue obra del francés Sèbastian Faure, militante anarquista con un papel destacado en el movimiento, infatigable conferenciante, fundador de los periódicos L'Agitation (1892) y Le Libertaire (1895) y autor de numerosos escritos como Autoridad y libertad (1891), Filosofía libertaria (1895) y del conocido Doce pruebas que demuestran la no existencia de Dios. Faure tenía, tal vez, una concepción muy optimista de la naturaleza humana, la cual era corrompida por el ambiente, y predice una sociedad libertaria en la que no hay cabida para los males derivados de la superstición religiosa, la guerra, la propiedad privada, el patriarcado o el alcoholismo, en la que se ha acabado con todo tipo de autoridad (el Estado es substituido por federaciones libres) y en donde todos trabajan por el bien común, tanto manual como intelectualmente. Su confianza reposaba en que, antes de cambiar las instituciones, había que trabajar en lo más íntimo de las conciencias, una revolución auténtica se preparaba sobre la base de las ideas y de los sentimientos. Antes de lanzarse a la práctica educativa, Faure elabora un gran trabajo teórico y considera que el propósito es formar hombres íntegros en los que se hayan desarrollado todas las facultades de forma armónica, por lo que debe servirse de un ambiente adecuado para provocar y fortalecer la fraternidad y la cooperación. De la misma manera, hay en su planteamiento una gran confianza en la cultura, la razón y la labor científica. Faure consideraba que el Estado burgués, comenzando por la familia, convertía a los chavales en una propiedad (bien de los padres o del propio Estado) y los cultivaba en los peores valores de egoísmo, hipocresía y conformismo; la supuesta neutralidad del sistema de enseñanza burgués no era más que una falacia.

En su novela propagandística, y muy prolija en detalles, Mon commnisme, Faure describe una hipotética sociedad libertaria  y en ella se dedican muchas páginas a la educación. El trabajo no es ya explotador y sí está equitativamente distribuido, por lo que todos disponen de tiempo libre para cultivar el espíritu y el intelecto. Existe un especial cuidado con los niños, los cuales crecen en el ambiente más adecuado para fortalecer los más nobles valores: ambientes higiénicos y bien equipados, con amplios espacios verdes y personal bien preparado, los chavales solo regresan a su casa por la noche cuando los padres ya han acabado su trabajo. Del jardín de infancia, que se ocupa del desarrollo físico y sensorial, se inicia a los niños en la lectura y en la educación sexual, y de ahí pasan a la escuela propiamente dicha. La escuela dispone de salas mixtas, con 20 alumnos como máximo, con amplias y luminosas aulas en las que los incómodos pupitres se han cambiado por mesas ligeras y funcionales; los alumnos reciben una enseñanza impartida por medio de conversaciones abundantes en elementos didácticos. El objetivo no es el estudio sin más, de hecho no hay mucho tiempo para el mismo, pero sí para el empeño y la seridad. Hay tiempo para cultivar las inclinaciones de cada uno y para divertirse, las relaciones con los maestros son libres y cordiales y no están oprimidos por normas disciplinarias ni preocupados por notas o exámenes (que se consideran inútiles y poco pedagógicos). Tampo se da la emulación ni la competición, ya que el más capacitado se encarga de ayudar a los demás sin comparar su progreso con el de sus compañeros y sí con uno mismo. La supuesta superioridad masculina es destruida por la coeducación, y se producen relaciones normales y sanas entre los dos sexos. Hay primero un curso elemental, al que sigue uno bienal a plena dedicación, en el que el estudio se alterna con el trabajo; se forman grupos de doce alumnos, los cuales reciben un instrucción preprofesional y ahí se valora la inclinación de cada uno. A los 15 años, se considera que comienza la edad adulta, y el que quiera puede comenzar a trabajar, los que desean continuar con sus estudios lo hacen sin obtener ningún privilegio.


En la escuela de la Ruche, entre 1904 y 1907 a 40 kilómetros de París, Faure intenta llevar a la práctica lo expuesto en su planteamiento teórico. Los alumnos son acogidos de forma gratuita, exceptuando las donaciones que se deseen hacer voluntariamente, entre los que estaban hijos de obreros y huérfanos. A pesar de las numerosas peticiones, nunca se pasó de la cincuentena de alumnos y diez profesores, y Faure ejercía labores más administrativas que directivas. Las actividades, que incluyen estudio, trabajo y diversas ocupaciones sociales, recreativas y deportivas, eran programadas periódicamente por una asamblea en la que todos participaban. Coherentemente, no existían normas disciplinarias impuestas, ni castigos o premios; tampoco había programas rígidos, ya que las materias impartidas no pretendían ser meramente acumulativas, y sí estimular el espíritu de observación y el razonamiento. Desgraciadamente, las restricciones producto de la censura impuesta a las actividades de Faure (principal fuente de financiación) y de la Primera Guerra Mundial acabaron con el proyecto educativo. El honesto Faure se ocupó, no obstante, de buscar tras el cierre de la escuela un lugar agradable para los alumnos, especialmente para los huérfanos.

Otro experimento antiaturitario, no tanto libertario al no tener propósitos políticos de manera directa,  tiene lugar en Summerhill (localidad de Limes Regis en Inglaterra), por obra del escocés Alexander 0'Neill (nacido en 1883). Fue un hombre de firmes convicciones pacifistas, estudiante de sicología y de sicoanálisis, que en 1921 colabora en la fundación, y más tarde en la dirección, de una escuela internacional cerca de Dresde abierta a alumnos de todo el mundo, con el fin de intentar que los pueblos se entiendan en un momento de máxima tensión. En contraste con la severidad de los colegios alemanes, esta escuela otorga una amplia libertad a los alumnos en el orden disciplinario y cultural. Despues de éste, y otros intentos educativos fallidos (por diversos motivos, no necesariamente internos), O'Neill se traslada a Summerhill, en el que pone en marcha el mencionado proyecto pedagógico. Los libros utilizados constituyen una tremenda crítica a las instituciones represivas de la sociedad moderna. Resulta fundamental su idea de que es la sociedad la que hace al criminal, y considera que los niños "difíciles" lo son por los motivos de una educación severa, basada en el palo, y por el temor a Dios, las predicaciones morales y los buenos ejemplos. Canalizando sus energías adecuadamente, el niño puede ser siempre bueno; no se pretende tampoco desviar el egoísmo, sino llevarlo a un nivel superior en el que finalmente coincide con el altruismo. Los educadores severos transmiten, de manera inconsciente, a los niños el odio contra ellos mismos y contra los instintos producto de una educación equivocada; puede decirse que este tipo de profesores castigan en los demás sus propios defectos, como es el caso de la mentira que los adultos emplean continuamente en su relación con los demás. La represión envenena las relaciones humanas, genera personas infelices y malvadas, transforma el amor en odio y la creatividad en rebeldía. Una de la tesis primordial de la escuela de Summerhill es el reconocimiento de la personalidad de cada niño, gravemente mutilada por una sociedad represiva. Del mismo modo, la educación religiosa, con su obsesión por anular el sexo, por realizar inumerables prohibiciones y por establecer una autoridad incuestionable, sin comprender que el comportamiento correcto realizado por temor es tremendamente frágil, es un peligro para la integridad síquica del niño.

Un planteamiento que sí es netamente libertario, presente en las experiencias educativas mencionadas, es la consideración de que cualquier relación humana y forma de vida comunitaria solo son sólidas si son resultado de un acuerdo espontáneo, aunque ello tenga más dificultad que la llamada disciplina. Frente al sistema tradicional, O'Neill proponía una educación antiautoritaria, basada en una filosofía de la libertad y en el autogobierno, en la que cada uno vive sin coacción y en la que los adultos debían comprender que no podían reproducir las mismas imposiciones y prohibiciones que ellos habían sufrido. Estas escuelas antiautuoritarias fueron renovadoras y muy valientes, y se encontraron con diversas dificultades, tanto internas, como por parte de las numerosos fuerzas autoritarias y tradicionales. El camino para edificar un mundo mejor pasa, por supuesto, por la educación de los chavales en una concepción amplia de la libertad y en valores de cooperación y respeto, lo que constituye un trabajo obviamente arduo. Por supuesto, es más fácil ejercer de severo instructor, que de un educador auténtico, algo que cuesta comprender a demasiados adultos.

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