Conviene aclarar, antes de profundizar en el concepto de la enajenación propio de la pérdida de la personalidad, el significado de los términos, relativos al individuo, "neurótico" y "normal" o "sano". Ello es clave para el estudio de la psicología individual, siempre como base de la comprensión de la psicología social, ya que el estudio detallado de los mecanismos psicológicos esclarece, llevándolo a gran escala, el proceso social. El término "normal" o "sano" puede tener dos significados: desde la perspectiva de una sociedad en funcionamiento, una persona es considerada normal si es capaz de cumplir un determinado papel social (trabajar en cierta función, fundar una familia); en segundo lugar, y desde la perspectiva individual, puede considerarse una persona sana o normal a la persona que logra un grado óptimo de expansión y felicidad. Como es lógico, si la estructura social es adecuada, pueden coincidir ambas perspectivas, sin que sea ese el caso de la mayoría de las sociedades, ya que suele haber discrepancia entre asegurar el funcionamiento social y el promover el desarrollo del individuo. Por lo tanto, hay que distinguir bien entre esos dos conceptos de salud o normalidad, uno determinado por las necesidades sociales, otro por las normas y valores que rigen la existencia individual.
Fromm reprocha que se olvide esta diferenciación, primando casi siempre la adaptación del individuo a la función social, por lo que aquel que no lo esté se le estigmatiza como poco valioso. Muy al contrario, la persona muy eficiente en su función social es a menudo menos sana si adoptamos la perspectiva de los valores humanos. La adaptación social se produce con frecuencia porque la persona se despoja de su yo, de su espontaneidad y de su personalidad, para transformarse, en mayor o menor medida, y adecuarse a una función (a lo que se espera de ella). En el caso contrario, se considera individuo neurótico a aquel que se resiste a someter su yo en esa lucha, siendo difícil que obtenga éxito al expresar su personalidad de manera creadora, y lo normal es que acabe buscando refugio en alguna fantasía. A pesar de ello el individuo tildado de neurótico, y desde los valores humanos, es alguien menos mutilado que esa persona "normal" que ha sacrificado su personalidad. Naturalmente, no es este un juicio que se pueda aplicar a todas las personas, pero lo importante es dinamitar ese estigma sobre que alguien es neurótico al no ser eficiente socialmente. Desde este punto de vista de eficiencia social, no puede llamarse neurótica a toda una sociedad. Sin embargo, desde los valores humanos sí puede hacerse, si cada persona ha sacrificado su personalidad en el proceso social. Fromm, no obstante, no quiere etiquetar con el término neurosis y prefiere hablar de una sociedad favorable o no a la felicidad humana y a la autorrealización de la personalidad.
La inseguridad del individuo aislado, aquel que ha perdido los llamado vínculos primarios, provoca unos mecanismos de evasión. A esta persona, se le abren dos caminos para superar su estado de soledad e impotencia: uno de ellos puede progresar hacia la libertad positiva, llegar a una conexión con el mundo gracias al amor y al trabajo y a poder expresar genuinamente sus facultades emocionales, sensitivas e intelectuales, no hay sacrificio del yo individual; el otro camino es el que hace retroceder al individuo, abandona su libertad y trata de superar su estado de aislamiento rompiendo la brecha entre su personalidad individual y el mundo. Esta última opción no hace volver a un estado anterior a la individuación, ya que la ruptura con los vínculos primarios no tiene marcha atrás, y se caracteriza por un estado compulsivo (como los brotes de terror ante una amenaza) y por el sacrificio de la individualidad y de la integridad del yo. Por lo tanto, este camino no conduce a la felicidad ni a la libertad positiva, por el contrario es una pauta propia de los procesos neuróticos, que puede paliar la angustia vital y evitar estallidos de pánico, pero que deja el problema subyacente y relega la vida a actividades automáticas y compulsivas. Estos mecanismos de evasión que sacrifican la libertad, son propios de la sociedad contemporánea, tanto en los regímenes autoritarios, como en las democracias modernas.
Los mecanismos de evasión en los que insiste Fromm pasan, en primer lugar, por abandonar la independencia del yo individual propio y a fundirse con algo o alguien, exterior a la persona, con el fin de lograr la fuerza que el yo individual no tiene. Esta tendencia tiene su base en los sentimientos de inferioridad, impotencia e insignificancia del individuo, lo que conduce al individuo a rehuir la autoafirmación y a depender de fuerzas externas (personas, instituciones, la naturaleza...). Si bien hay veces que estos impulsos tienen consecuencias dramáticas, muchas veces el sometimiento a fuerzas poderosas adopta formas racionalizadas encubierto incluso con las formas de amor o lealtad. Este rechazo a la libertad, al igual que el otro extremo, el deseo de someter, es propio del llamado "carácter autoritario", que consistiría en la estructura caracterológica de una persona en la que el sentido de fuerza e identidad está basado en una subordinación simbiótica a las autoridades, y al mismo tiempo en una dominación simbiótica de los sometidos a esa autoridad. Por lo tanto, la persona, que podemos denominar "autoritaria", se siente fuerte cuando puede someterse y ser parte de una autoridad, la cual es magnificada (con el respaldo, hasta cierto punto, de la realidad); lo mismo que la persona se "engrandece" incorporando a los sometidos a su autoridad. Una amenaza a la autoridad se la toma la persona autoritaria como un peligro a su propia persona, a su vida o estabilidad mental.
Erich Fromm hace una aclaración sobre el término "autoridad", en relación con el carácter autoritario. La autoridad no sería una cualidad poseída, en el mismo sentido que la propiedad de bienes o las características físicas, se refiere a una relación interpersonal en la que alguien se considera superior a otra persona. Se establece una distinción entre autoridad racional, que es ese tipo basado en la superioridad-inferioridad, y lo que se denomina autoridad inhibitoria. Tanto la relación entre un maestro y su discípulo, como la del amo con el esclavo, se fundan en la superioridad de una parte sobre la otra. Sin embargo, en el primer caso los intereses van en la misma dirección, de tal manera que el éxito o el fracaso del educando pueden atribuirse a ambos, pero en el caso del amo y el esclavo los intereses son antagónicos (lo ventajoso para uno supone daño para el otro). La superioridad posee en cada ejemplo una función distinta, siendo necesaria en un caso para ayudar a la persona sometida, y siendo la condición de su explotación en el otro. Otra diferencia es que en un caso la autoridad tiende a disolverse, el alumno es cada vez más parecido a su maestro, y en el otro la superioridad es la base para una explotación que supone que la distancia entre las dos personas sea cada vez mayor.
En el carácter autoritario, se considera lo más importante la actitud hacia el poder que adopta la persona con esos rasgos. Para ella, solo existen dos géneros: los poderosos y los que no lo son. La fascinación hacia el poder es tal, que con su simple presencia (ya sea una persona o una institución) surge enseguida el sometimiento. No hay admiración hacia una encarnación de valores, sino hacia el poder mismo; del mismo modo, en el carácter autoritario se da inmediatamente el desprecio, y muy pronto el deseo de someter a las personas o instituciones que carecen de poder. Hay diferentes rasgos en el cáracter autoritario, si bien hay en algunos casos una falta de evidencia de resistencia y de actitud rebelde, uno de los modelos puede engañar a simple vista, ya que aparentemente desafía a la autoridad y a la jerarquía, y puede parecer que posee deseos de acabar con lo que obstruye su libertad e independencia; sin embargo, tarde o temprano se somete a un poder mayor capaz de satisfacer sus anhelos masoquistas. Las fuerzas que determinan la vida, tanto individual como social, son vistas como una fatalidad por la persona autoritaria; el ejemplo más evidente es la existencia de gobiernos, el hecho de que unas personas tomen decisiones en nombre de la mayoría, algo que se observa como inevitable e incluso tiende a racionalizarse ("ley natural", "destino humano", "deber"...). El carácter autoritario es reaccionario, lo que ha sido una vez está destinado a repetirse siempre, y desear algo nuevo o tratar de construirlo resulta un crimen o una locura. La tradición religiosa, con su idea del pecado original, tiene mucha responsabilidad en esta situación de dependencia, aunque la experiencia autoritaria tenga un campo más amplio. En definitiva, la característica común al pensamiento autoritario reside en la convicción de que la vida está determinada por fuerzas exteriores al yo individual y a sus deseos e intereses. Por supuesto, el carácter autoritario no carece de actividad, valor o fe, pero estas cualidades son muy diferentes a las que presenta una persona independiente, autónoma y sin anhelo de sumisión.
Frente a la consideración del carácter autoritario, como persona que desea someter o ser sometida, se opone el llamado "carácter revolucionario". Al respecto, hay que aclarar en primer lugar que esta estructura caracterológica no es propia necesariamente de una persona que participa en revoluciones. Hay que distinguir, en este caso, entre conducta y carácter, existiendo muchos motivos para que una persona participe en una revolución al margen de lo que siente en su interior, ya que puede tratarse de una persona resentida con la autoridad al no ser querida y aceptada, por lo que detrás de la intención de derribar la autoridad está el deseo de ocupar su lugar o de fundirse con ella. El carácter revolucionario no es tampoco un fanático, algo propio también de la conducta política. El fanático no es una persona con una convicción, sino una persona narcisista en exceso, alguien casi desconectado del mundo exterior que vive sólo para endiosar una causa del tipo que fuere. El sometimiento del fanático a su causa, convertida en ídolo y en "Absoluto", le produce una razón para vivir y le otorga un sentido vehemente a su existencia. Hay que observar la diferencia, a pesar de poses similares, entre un fánatico y un revolucionario. La característica fundamental del revolucionario es ser independiente, ser libre, estar exento del vínculo simbiótico con los poderosos o con los sometidos. Al margen de la liberación de las ataduras tradicionales en la historia, Fromm se esfueza en dar un sentido más profundo al concepto de independencia, fundamental en el desarrollo humano a todos los niveles.
Solo existirá plena libertad e independencia cuando el individuo piense, sienta y decida por sí mismo, y solo se producirá cuando alcance una relación productiva con el mundo que lo rodea y que le permite responder de manera auténtica. Puede decirse que la independencia y la libertad son la realización de la individualidad, no únicamente la erradicación de la coerción o la mera libertad económica. El carácter revolucionario, que posee estos rasgos de libertad e independencia, se identifica con la humanidad trascendiendo los estrechos límites de su propia sociedad, y así es capaz del pensamiento crítico adoptando el punto de vista de la razón y la humanidad. Se trata de un hombre consciente capaz de adoptar un criterio sobre lo meramente accidental en función de aquello que no lo es (la razón). El carácter revolucionario se identifica con la humanidad, posee un verdadero amor por la vida frente a las tendencias destructivas de otro tipo de caracteres.
Frente a la tendencia a creer en el juicio de la mayoría, identificado tantas veces con los dueños del poder, el carácter revolucionario tendrá espíritu crítico frente a toda reacción estereotipada o apelación al "sentido común". La relación con el poder que tiene el carácter revolucionario es muy particular, nunca llega a santificarlo ni le otorga el papel de la verdad, tendrá la capacidad de desobedecer y de apelar a nociones más elevadas de la moral y de la justicia. La desobediencia es un concepto dialéctico, ya que en realidad se trata también de un acto de obediencia; a no ser que estemos hablando de un acto banal, toda desobediencia supone obediencia a otro principio. Insistiremos, frente al modelo mayoritario de carácter autoritario que se da en la sociedad contemporánea fortalecido por factores sociales y psicológicos, que el carácter revolucionario no es alguien que repite proclamas, sino aquel que verdaderamente se ha emancipado de todos los vínculos de sangre y de tierra, de fidelidad a un Estado, clase, raza, partido o religión. Se trata de un humanista que siente en sí mismo a toda la humanidad, nada humano le es ajeno. Fromm habla de escepticismo y de fe en el carácter revolucionario: escepticismo, al desconfiar de toda ideología que encubre una realidad indeseable; fe, no en sentido místico, sino porque cree en aquello que existe potencialmente aunque puede considerarse todavía irreal.
Extracto del artículo "La enajenación en la sociedad capitalista. Una aproximación a las tesis de Erich Fromm", publicado en Germinal. Revista de Estudios Libertarios núm.8.
Fromm reprocha que se olvide esta diferenciación, primando casi siempre la adaptación del individuo a la función social, por lo que aquel que no lo esté se le estigmatiza como poco valioso. Muy al contrario, la persona muy eficiente en su función social es a menudo menos sana si adoptamos la perspectiva de los valores humanos. La adaptación social se produce con frecuencia porque la persona se despoja de su yo, de su espontaneidad y de su personalidad, para transformarse, en mayor o menor medida, y adecuarse a una función (a lo que se espera de ella). En el caso contrario, se considera individuo neurótico a aquel que se resiste a someter su yo en esa lucha, siendo difícil que obtenga éxito al expresar su personalidad de manera creadora, y lo normal es que acabe buscando refugio en alguna fantasía. A pesar de ello el individuo tildado de neurótico, y desde los valores humanos, es alguien menos mutilado que esa persona "normal" que ha sacrificado su personalidad. Naturalmente, no es este un juicio que se pueda aplicar a todas las personas, pero lo importante es dinamitar ese estigma sobre que alguien es neurótico al no ser eficiente socialmente. Desde este punto de vista de eficiencia social, no puede llamarse neurótica a toda una sociedad. Sin embargo, desde los valores humanos sí puede hacerse, si cada persona ha sacrificado su personalidad en el proceso social. Fromm, no obstante, no quiere etiquetar con el término neurosis y prefiere hablar de una sociedad favorable o no a la felicidad humana y a la autorrealización de la personalidad.
La inseguridad del individuo aislado, aquel que ha perdido los llamado vínculos primarios, provoca unos mecanismos de evasión. A esta persona, se le abren dos caminos para superar su estado de soledad e impotencia: uno de ellos puede progresar hacia la libertad positiva, llegar a una conexión con el mundo gracias al amor y al trabajo y a poder expresar genuinamente sus facultades emocionales, sensitivas e intelectuales, no hay sacrificio del yo individual; el otro camino es el que hace retroceder al individuo, abandona su libertad y trata de superar su estado de aislamiento rompiendo la brecha entre su personalidad individual y el mundo. Esta última opción no hace volver a un estado anterior a la individuación, ya que la ruptura con los vínculos primarios no tiene marcha atrás, y se caracteriza por un estado compulsivo (como los brotes de terror ante una amenaza) y por el sacrificio de la individualidad y de la integridad del yo. Por lo tanto, este camino no conduce a la felicidad ni a la libertad positiva, por el contrario es una pauta propia de los procesos neuróticos, que puede paliar la angustia vital y evitar estallidos de pánico, pero que deja el problema subyacente y relega la vida a actividades automáticas y compulsivas. Estos mecanismos de evasión que sacrifican la libertad, son propios de la sociedad contemporánea, tanto en los regímenes autoritarios, como en las democracias modernas.
Los mecanismos de evasión en los que insiste Fromm pasan, en primer lugar, por abandonar la independencia del yo individual propio y a fundirse con algo o alguien, exterior a la persona, con el fin de lograr la fuerza que el yo individual no tiene. Esta tendencia tiene su base en los sentimientos de inferioridad, impotencia e insignificancia del individuo, lo que conduce al individuo a rehuir la autoafirmación y a depender de fuerzas externas (personas, instituciones, la naturaleza...). Si bien hay veces que estos impulsos tienen consecuencias dramáticas, muchas veces el sometimiento a fuerzas poderosas adopta formas racionalizadas encubierto incluso con las formas de amor o lealtad. Este rechazo a la libertad, al igual que el otro extremo, el deseo de someter, es propio del llamado "carácter autoritario", que consistiría en la estructura caracterológica de una persona en la que el sentido de fuerza e identidad está basado en una subordinación simbiótica a las autoridades, y al mismo tiempo en una dominación simbiótica de los sometidos a esa autoridad. Por lo tanto, la persona, que podemos denominar "autoritaria", se siente fuerte cuando puede someterse y ser parte de una autoridad, la cual es magnificada (con el respaldo, hasta cierto punto, de la realidad); lo mismo que la persona se "engrandece" incorporando a los sometidos a su autoridad. Una amenaza a la autoridad se la toma la persona autoritaria como un peligro a su propia persona, a su vida o estabilidad mental.
Erich Fromm hace una aclaración sobre el término "autoridad", en relación con el carácter autoritario. La autoridad no sería una cualidad poseída, en el mismo sentido que la propiedad de bienes o las características físicas, se refiere a una relación interpersonal en la que alguien se considera superior a otra persona. Se establece una distinción entre autoridad racional, que es ese tipo basado en la superioridad-inferioridad, y lo que se denomina autoridad inhibitoria. Tanto la relación entre un maestro y su discípulo, como la del amo con el esclavo, se fundan en la superioridad de una parte sobre la otra. Sin embargo, en el primer caso los intereses van en la misma dirección, de tal manera que el éxito o el fracaso del educando pueden atribuirse a ambos, pero en el caso del amo y el esclavo los intereses son antagónicos (lo ventajoso para uno supone daño para el otro). La superioridad posee en cada ejemplo una función distinta, siendo necesaria en un caso para ayudar a la persona sometida, y siendo la condición de su explotación en el otro. Otra diferencia es que en un caso la autoridad tiende a disolverse, el alumno es cada vez más parecido a su maestro, y en el otro la superioridad es la base para una explotación que supone que la distancia entre las dos personas sea cada vez mayor.
En el carácter autoritario, se considera lo más importante la actitud hacia el poder que adopta la persona con esos rasgos. Para ella, solo existen dos géneros: los poderosos y los que no lo son. La fascinación hacia el poder es tal, que con su simple presencia (ya sea una persona o una institución) surge enseguida el sometimiento. No hay admiración hacia una encarnación de valores, sino hacia el poder mismo; del mismo modo, en el carácter autoritario se da inmediatamente el desprecio, y muy pronto el deseo de someter a las personas o instituciones que carecen de poder. Hay diferentes rasgos en el cáracter autoritario, si bien hay en algunos casos una falta de evidencia de resistencia y de actitud rebelde, uno de los modelos puede engañar a simple vista, ya que aparentemente desafía a la autoridad y a la jerarquía, y puede parecer que posee deseos de acabar con lo que obstruye su libertad e independencia; sin embargo, tarde o temprano se somete a un poder mayor capaz de satisfacer sus anhelos masoquistas. Las fuerzas que determinan la vida, tanto individual como social, son vistas como una fatalidad por la persona autoritaria; el ejemplo más evidente es la existencia de gobiernos, el hecho de que unas personas tomen decisiones en nombre de la mayoría, algo que se observa como inevitable e incluso tiende a racionalizarse ("ley natural", "destino humano", "deber"...). El carácter autoritario es reaccionario, lo que ha sido una vez está destinado a repetirse siempre, y desear algo nuevo o tratar de construirlo resulta un crimen o una locura. La tradición religiosa, con su idea del pecado original, tiene mucha responsabilidad en esta situación de dependencia, aunque la experiencia autoritaria tenga un campo más amplio. En definitiva, la característica común al pensamiento autoritario reside en la convicción de que la vida está determinada por fuerzas exteriores al yo individual y a sus deseos e intereses. Por supuesto, el carácter autoritario no carece de actividad, valor o fe, pero estas cualidades son muy diferentes a las que presenta una persona independiente, autónoma y sin anhelo de sumisión.
Frente a la consideración del carácter autoritario, como persona que desea someter o ser sometida, se opone el llamado "carácter revolucionario". Al respecto, hay que aclarar en primer lugar que esta estructura caracterológica no es propia necesariamente de una persona que participa en revoluciones. Hay que distinguir, en este caso, entre conducta y carácter, existiendo muchos motivos para que una persona participe en una revolución al margen de lo que siente en su interior, ya que puede tratarse de una persona resentida con la autoridad al no ser querida y aceptada, por lo que detrás de la intención de derribar la autoridad está el deseo de ocupar su lugar o de fundirse con ella. El carácter revolucionario no es tampoco un fanático, algo propio también de la conducta política. El fanático no es una persona con una convicción, sino una persona narcisista en exceso, alguien casi desconectado del mundo exterior que vive sólo para endiosar una causa del tipo que fuere. El sometimiento del fanático a su causa, convertida en ídolo y en "Absoluto", le produce una razón para vivir y le otorga un sentido vehemente a su existencia. Hay que observar la diferencia, a pesar de poses similares, entre un fánatico y un revolucionario. La característica fundamental del revolucionario es ser independiente, ser libre, estar exento del vínculo simbiótico con los poderosos o con los sometidos. Al margen de la liberación de las ataduras tradicionales en la historia, Fromm se esfueza en dar un sentido más profundo al concepto de independencia, fundamental en el desarrollo humano a todos los niveles.
Solo existirá plena libertad e independencia cuando el individuo piense, sienta y decida por sí mismo, y solo se producirá cuando alcance una relación productiva con el mundo que lo rodea y que le permite responder de manera auténtica. Puede decirse que la independencia y la libertad son la realización de la individualidad, no únicamente la erradicación de la coerción o la mera libertad económica. El carácter revolucionario, que posee estos rasgos de libertad e independencia, se identifica con la humanidad trascendiendo los estrechos límites de su propia sociedad, y así es capaz del pensamiento crítico adoptando el punto de vista de la razón y la humanidad. Se trata de un hombre consciente capaz de adoptar un criterio sobre lo meramente accidental en función de aquello que no lo es (la razón). El carácter revolucionario se identifica con la humanidad, posee un verdadero amor por la vida frente a las tendencias destructivas de otro tipo de caracteres.
Frente a la tendencia a creer en el juicio de la mayoría, identificado tantas veces con los dueños del poder, el carácter revolucionario tendrá espíritu crítico frente a toda reacción estereotipada o apelación al "sentido común". La relación con el poder que tiene el carácter revolucionario es muy particular, nunca llega a santificarlo ni le otorga el papel de la verdad, tendrá la capacidad de desobedecer y de apelar a nociones más elevadas de la moral y de la justicia. La desobediencia es un concepto dialéctico, ya que en realidad se trata también de un acto de obediencia; a no ser que estemos hablando de un acto banal, toda desobediencia supone obediencia a otro principio. Insistiremos, frente al modelo mayoritario de carácter autoritario que se da en la sociedad contemporánea fortalecido por factores sociales y psicológicos, que el carácter revolucionario no es alguien que repite proclamas, sino aquel que verdaderamente se ha emancipado de todos los vínculos de sangre y de tierra, de fidelidad a un Estado, clase, raza, partido o religión. Se trata de un humanista que siente en sí mismo a toda la humanidad, nada humano le es ajeno. Fromm habla de escepticismo y de fe en el carácter revolucionario: escepticismo, al desconfiar de toda ideología que encubre una realidad indeseable; fe, no en sentido místico, sino porque cree en aquello que existe potencialmente aunque puede considerarse todavía irreal.
Extracto del artículo "La enajenación en la sociedad capitalista. Una aproximación a las tesis de Erich Fromm", publicado en Germinal. Revista de Estudios Libertarios núm.8.
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