Tal y como se sostiene en el artículo "La anarquía como sublimidad democrática", publicado en el periódico Tierra y libertad de este mes, no hay forma de vida más democrática, de acuerdo con los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad, que la anarquista. Hay que estar muy de acuerdo con lo que se defiende en dicho texto, la anarquía es una profundización en la democracia, por lo que el movimiento libertario debe insistir en la penetración en el imaginario social para otorgar un verdadero contenido a ambos términos. Si la palabra democracia ha sufrido el añadido de diversos apelativos perversos para encubrir su naturaleza autoritaria (popular, orgánica..), ahora es importante aprovechar el paulatino descrédito de la llamada democracia parlamentaria para que la idea no acabe sucumbiendo a los intereses del poder. Quiere verse el origen de la democracia en la Antigua Grecia, sin olvidar el carácter exclusivista de aquel sistema, a lo largo de la historia puede verse como un intento de ampliar el número de participantes en el gobierno; desde ese punto de vista, la autogestión social y política que supone el sistema de la anarquía sería la forma más perfecta de autogobierno (si no se quiere renunciar definitivamente al término gobierno, asociado a un minoría que toma las decisiones). El término democracia, con el que se llenan la boca las políticos profesionales, ha pasado a tener un carácter abstracto y a encubrir sutiles formas de dominación, por lo que es el turno para que los anarquistas aporten mucho a la ampliación y perfección de su significado.
Antes de nada, y como forma también de ampliar el concepto y nuestro propio horizonte vital y político, tal y como sostiene el antropólogo David Graeber, hay que profundizar en el debate sobre si la democracia nace exclusivamente en Occidente y sobre si tiene algo que ver en realidad con la elección de representantes. Graeber defiende, y no podemos más que estar de acuerdo con él, que la democracia y el anarquismo (cuando hablamos de autorganización, asociación voluntaria, apoyo mutuo, negación del Estado…) deberían ser idénticos; por supuesto, no existe consenso en los movimientos sociales al respecto, aunque es un problema más terminológico que real. Sea como fuere, la palabra democracia sigue teniendo un poderoso reclamo y podemos dar una definición amplia, con la que la mayoría de la gente puede estar de acuerdo, según la cual se trata de la gestión colectiva por parte de la gente corriente de sus propios asuntos; Graeber afirma que dicha concepción ya existía en el siglo XIX y es por eso que los políticos del momento rechazaron el concepto para luego apropiárselo adaptando la historia para presentarse como los legítimos herederos de una tradición que se remontaba a la Antigua Grecia.
Lo que Graeber considera es que en la tradición democrática hay que incluir a cualquier tipo de comunidad, en cualquier lugar del mundo, que tienda a gestionar sus propia asuntos mediante un proceso abierto e igualitario de discusión pública; sus argumentos al respecto son: la democracia no se circunscribe a la llamada civilización occidental y hay que admitir a otro tipo de culturas en las que se dan esos procesos de toma de decisión igualitarios, estas prácticas se dan en sociedad donde no existen estructuras coercitivas; las formas democráticas perfeccionadas nacen cuando se cuestiona las tradiciones propias, en permanente debate con otras, y esto ocurre en los dos últimos siglos en diversos lugares del mundo (no solo en Europa); el intento moderno de vincular el ideal democrático a estructuras estatales coercitivas ha dado lugar a Repúblicas en las que los principios democráticos son muy limitados; la crisis, también política, de los últimos años tiene su origen en el cuestionamiento del Estado, no de la democracia, ya que en los movimientos sociales globales se produce un nuevo interés en las prácticas y procedimientos democráticos.
Por lo tanto, la vinculación de Estado con democracia ha supuesto, no solo una gran limitación de los procesos igualitarios en las tomas de decisión colectivas, también una nueva forma de dominación; más difícil de combatir, si se quiere, por ser más sutil y blanda que otras. Otro problema resulta de la muy obvia incompatibilidad entre los principios fundamentales de la democracia y el sistema capitalista, algo que dejaremos para más adelante. Frente a todo tipo de conservadurismo, y los que defienden una mera democracia representativa constituye uno de ellos, hay que insistir en la critica radical que abra el horizonte para nuevas prácticas igualitarias; que se llamen democráticas o libertarias es tal vez lo de menos, lo importante es la permanente subversión en aras de la conquista de la utopía. No obstante, continuemos con la labor de vincular anarquismo, o el ideal de la anarquía, a una perfeccionada forma de democracia; asumiendo, claro está como buena labor autocrítica, que el propio anarquismo debe aceptar que no es ningún sistema acabado y que debe dejarse también perfeccionar por nuevas invenciones y prácticas humanas.
De momento, es la tradición anarquista la que más ha tratado de perfeccionar el proceso democrático, vinculándolo a la libertad y la igualdad, y teniendo como paradigma y nexo la solidaridad. El motivo por el que los anarquistas siempre se han opuesto a la democracia representativa y al parlamentarismo es de peso, consideran que toda delegación del poder por parte de las personas supone necesariamente la constitución de un poder separado y dirigido contra ellas y la sociedad que forman. Puede decirse que la propuesta anarquista, frente a otras corrientes revolucionarias, siempre fue la democracia directa; Cappelletti, en La ideología anarquista, menciona el nombre de algunas formas de democracia directa como los consejos, las asambleas comunales o los soviets (en origen en la Revolución rusa, y antes de sucumbir a la centralización estatal, verdaderos órganos obreros de democracia autogestionaria). El anarquismo considera que no es posible la democracia sin extenderla a todos los ámbitos de la vida, incluido el económico y laboral. De hecho, Malatesta, en su conocida polémica con Saverio Merlino sobre la participación en elecciones democráticas, identifica éstas con la burguesía y considera que el parlamentarismo habitúa al pueblo a delegar en otros la conquista y defensa de su derechos; el socialismo solo es posible mediante las federaciones de asociaciones de producción y consumo en los que se produzca la democracia o acción directa. Se explica así muy bien la postura ácrata, los anarquistas no pueden comenzar a votar en la democracia burguesa, ya que eso les llevaría a entrar en la lógica del poder y podrían acabar considerando que ellos mismos pueden ser la mejor opción representativa.
La vida social y política, verdaderamente democrática, solo puede asentarse sobre grupos autónomos en los que se practique la horizontalidad y la gestión directa de los asuntos que les afectan. La critica anarquista se produce contra la democracia representativa, pero también contra toda "ley de la mayoría", ya que el pueblo no es una unidad, sino un colectivo múltiple y conflictivo; es por eso que las asambleas comunales no deben tener el poder de imponer su decisión a aquellos que no han participado en ellas. Tal y como dice Eduardo Colombo, en La voluntad del pueblo, el anarquismo mantiene desde sus orígenes el principio democrático fundamental de la autonomía, individual y colectiva; este principio, no es delegable ni representable. Insistiremos en que las élites político-financieras occidentales, en la modernidad, han logrado arrebatar en el imaginario social al anarquismo esa profundización en la democracia que es el principio de la voluntad del pueblo (Colombo, La voluntad del pueblo). Los anarquistas no pueden participar en un sistema de democracia indirecta, basada en la ficción participativa y en la delegación de la potestad del elector, donde la soberanía popular es escamoteada.
Antes de nada, y como forma también de ampliar el concepto y nuestro propio horizonte vital y político, tal y como sostiene el antropólogo David Graeber, hay que profundizar en el debate sobre si la democracia nace exclusivamente en Occidente y sobre si tiene algo que ver en realidad con la elección de representantes. Graeber defiende, y no podemos más que estar de acuerdo con él, que la democracia y el anarquismo (cuando hablamos de autorganización, asociación voluntaria, apoyo mutuo, negación del Estado…) deberían ser idénticos; por supuesto, no existe consenso en los movimientos sociales al respecto, aunque es un problema más terminológico que real. Sea como fuere, la palabra democracia sigue teniendo un poderoso reclamo y podemos dar una definición amplia, con la que la mayoría de la gente puede estar de acuerdo, según la cual se trata de la gestión colectiva por parte de la gente corriente de sus propios asuntos; Graeber afirma que dicha concepción ya existía en el siglo XIX y es por eso que los políticos del momento rechazaron el concepto para luego apropiárselo adaptando la historia para presentarse como los legítimos herederos de una tradición que se remontaba a la Antigua Grecia.
Lo que Graeber considera es que en la tradición democrática hay que incluir a cualquier tipo de comunidad, en cualquier lugar del mundo, que tienda a gestionar sus propia asuntos mediante un proceso abierto e igualitario de discusión pública; sus argumentos al respecto son: la democracia no se circunscribe a la llamada civilización occidental y hay que admitir a otro tipo de culturas en las que se dan esos procesos de toma de decisión igualitarios, estas prácticas se dan en sociedad donde no existen estructuras coercitivas; las formas democráticas perfeccionadas nacen cuando se cuestiona las tradiciones propias, en permanente debate con otras, y esto ocurre en los dos últimos siglos en diversos lugares del mundo (no solo en Europa); el intento moderno de vincular el ideal democrático a estructuras estatales coercitivas ha dado lugar a Repúblicas en las que los principios democráticos son muy limitados; la crisis, también política, de los últimos años tiene su origen en el cuestionamiento del Estado, no de la democracia, ya que en los movimientos sociales globales se produce un nuevo interés en las prácticas y procedimientos democráticos.
Por lo tanto, la vinculación de Estado con democracia ha supuesto, no solo una gran limitación de los procesos igualitarios en las tomas de decisión colectivas, también una nueva forma de dominación; más difícil de combatir, si se quiere, por ser más sutil y blanda que otras. Otro problema resulta de la muy obvia incompatibilidad entre los principios fundamentales de la democracia y el sistema capitalista, algo que dejaremos para más adelante. Frente a todo tipo de conservadurismo, y los que defienden una mera democracia representativa constituye uno de ellos, hay que insistir en la critica radical que abra el horizonte para nuevas prácticas igualitarias; que se llamen democráticas o libertarias es tal vez lo de menos, lo importante es la permanente subversión en aras de la conquista de la utopía. No obstante, continuemos con la labor de vincular anarquismo, o el ideal de la anarquía, a una perfeccionada forma de democracia; asumiendo, claro está como buena labor autocrítica, que el propio anarquismo debe aceptar que no es ningún sistema acabado y que debe dejarse también perfeccionar por nuevas invenciones y prácticas humanas.
De momento, es la tradición anarquista la que más ha tratado de perfeccionar el proceso democrático, vinculándolo a la libertad y la igualdad, y teniendo como paradigma y nexo la solidaridad. El motivo por el que los anarquistas siempre se han opuesto a la democracia representativa y al parlamentarismo es de peso, consideran que toda delegación del poder por parte de las personas supone necesariamente la constitución de un poder separado y dirigido contra ellas y la sociedad que forman. Puede decirse que la propuesta anarquista, frente a otras corrientes revolucionarias, siempre fue la democracia directa; Cappelletti, en La ideología anarquista, menciona el nombre de algunas formas de democracia directa como los consejos, las asambleas comunales o los soviets (en origen en la Revolución rusa, y antes de sucumbir a la centralización estatal, verdaderos órganos obreros de democracia autogestionaria). El anarquismo considera que no es posible la democracia sin extenderla a todos los ámbitos de la vida, incluido el económico y laboral. De hecho, Malatesta, en su conocida polémica con Saverio Merlino sobre la participación en elecciones democráticas, identifica éstas con la burguesía y considera que el parlamentarismo habitúa al pueblo a delegar en otros la conquista y defensa de su derechos; el socialismo solo es posible mediante las federaciones de asociaciones de producción y consumo en los que se produzca la democracia o acción directa. Se explica así muy bien la postura ácrata, los anarquistas no pueden comenzar a votar en la democracia burguesa, ya que eso les llevaría a entrar en la lógica del poder y podrían acabar considerando que ellos mismos pueden ser la mejor opción representativa.
La vida social y política, verdaderamente democrática, solo puede asentarse sobre grupos autónomos en los que se practique la horizontalidad y la gestión directa de los asuntos que les afectan. La critica anarquista se produce contra la democracia representativa, pero también contra toda "ley de la mayoría", ya que el pueblo no es una unidad, sino un colectivo múltiple y conflictivo; es por eso que las asambleas comunales no deben tener el poder de imponer su decisión a aquellos que no han participado en ellas. Tal y como dice Eduardo Colombo, en La voluntad del pueblo, el anarquismo mantiene desde sus orígenes el principio democrático fundamental de la autonomía, individual y colectiva; este principio, no es delegable ni representable. Insistiremos en que las élites político-financieras occidentales, en la modernidad, han logrado arrebatar en el imaginario social al anarquismo esa profundización en la democracia que es el principio de la voluntad del pueblo (Colombo, La voluntad del pueblo). Los anarquistas no pueden participar en un sistema de democracia indirecta, basada en la ficción participativa y en la delegación de la potestad del elector, donde la soberanía popular es escamoteada.
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