lunes, 4 de agosto de 2008

Poder y cultura, contradicciones insuperables

Es frecuente, y muy triste, escuchar a la gente decir "siempre va a haber pobres y ricos". La tradición, la costumbre y la leyenda alimenta la inevitabilidad de aceptar una estructura de poder, que da lugar a la separación de los hombres en castas, estamentos, clases o como se les quiera llamar. La historia nos demuestra que poderes jóvenes han puesto fin a los privilegios de viejas clases solo para, inmediatamente, dar lugar a una nueva casta de privilegiados que se separa de la mayoría que constituye la clase trabajadora. La lucha contra esta creencia, con la forma que adopte y con todas las sutilezas que se quiera, de la necesidad del poder, de la necesidad del Estado, es la más firme empresa que se han propuesto los anarquistas. El Estado no es creador, no da lugar a ninguna forma de cultura y sucumbe a menudo ante procesos culturales superiores. Se puede decir que poder y cultura son contradicciones insuperables: allí donde se debilita el primero, prospera la segunda de forma inevitable. La cultura nunca se crea por decisión de ningún gobernante o autoridad, surge por la necesidad de las personas y por la cooperación social; más bien, la cultura es tomada por el poder con el afán de ponerla a su servicio y perpetuarse. Dominación política será sinónimo de uniformidad, tratará de someter todos los aspectos de la actividad humana a un único modelo; pero las fuerzas creadoras del proceso cultural pugnarán por nuevas formas y estructuras y tenderán a lo multiforme. Las formas superiores de la cultura espiritual harán saltar, tarde o temprano, escapando a la influencia del poder, la dominación política que considere una traba para su desarrollo. Esta visión se opone a las ideas hobbesianas que, de alguna manera, todavía perduran con el afán de perpetuar la idea la inevitabilidad del Estado. Pero hay que aprender de la Historia y ver cómo todo conocimiento y pensamiento superior que ha abierto paso a ulteriores formas de cultura, cómo cada nueva fase de desarrollo espiritual se ha abierto paso en lucha permanente con los poderes eclesiásticos y estatales. Estos poderes tuvieron que reconocer finalmente dicha evolución espiritual, cuando no tuvieron ya más remedio que aceptar lo irresistible.
Las energías culturales de la sociedad, de manera más o menos consciente o notoria según las posibilidades que tengan, se rebelarán contra la coacción de las instituciones políticas de dominio. El poder político se preocupará de que la cultura espiritual de la época no entre por caminos prohibidos que puedan erosionar la dominación. Esta tensión entre los intereses de la clase privilegiada y los de la comunidad da lugar a una relación jurídica donde se delimitan las atribuciones entre Estado y sociedad, es lo que se llama "Derecho" y "Constitución". Pero hay que distinguir entre "derecho natural", resultado de un convenio mutuo entre seres humanos libres e iguales, y "derecho positivo", desarrollado dentro del Estado en el que los hombres están ya separados por intereses diversos. El derecho positivo pretende alcanzar una nivelación entre los derechos, deberes e intereses de los diferentes estratos sociales. En esa nivelación, la clase subordinada estará acomodada a dicha situación jurídica o no estará preparada para luchar contra ella; se modificará cuando el pueblo demande una revisión de las condiciones jurídicas, que el poder político no tendrá más remedio que aceptar ante el empuje de la demanda si no quiere ver perjudicado su estatus. Las grandes luchas en el seno de la sociedad han sido luchas por el derecho; han sido el deseo de afianzar los nuevos derechos y libertades dentro de las leyes del Estado. Se puede entender entonces que esta lucha por el derecho dentro del Estado se convierta, de alguna forma, en una lucha por el poder en la que progresistas y revolucionarios acaben convirtiéndose en reaccionarios. El mal está en el poder mismo.
La reforma del derecho, con la ampliación o consecución de existentes o nuevos derechos, ha partido y debe partir siempre del pueblo, no del Estado. Como dije anteriormente, una gran empresa de los anarquistas es la lucha contra ese dogma de la inevitabilidad del poder, el cual no otorga libertades más que cuando le ha sido imposible seguir obstaculizando el progreso. Es un error, y un sustento para la dominación política, considerar que una Constitución es un garante de derechos políticos y libertades porque haya sido formulado legalmente y confirmada por el gobierno de turno. Los auténticos garantes son la presión cultural y la movilización social, cuando el pueblo es consciente de la necesidad vital e ineludible de sus derechos y libertades.

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