La crítica anarquista a la institución del ejército se basa, no solo en que se trata del soporte armado del Estado, sino por ser la máxima expresión del autoritarismo, que busca la subordinación del ser humano hasta matar o sacrificar su vida. Como menciona Cappelletti en "La ideología anarquista", puede decirse hasta que el anarquismo ve en el ejército el arquetipo del Estado, estructurado en dos modelos esenciales como son la coacción y la jerarquía. Cuando determinados gobiernos, normalmente los que se consideran a la izquierda, hablan de misión pacificadora de las fuerzas armadas se trata de un contrasentido, un oxímoron digno del lenguaje orwelliano -ya saben, lo del Ministerio de la Paz que se encarga de los asuntos relacionados con la guerra-. La derecha es, tal vez, algo más sincera en este caso, y suele afirmar que el ejército está para lo que está y no es ninguna ONG.
Carlos Malato definió el estado de guerra, resto del salvajismo de épocas primitivas, como el absolutamente opuesto a la anarquía -desenvolvimiento libre y pacífico de los individuos-. Su confianza en el progreso hizo que pensara que a medida que las masas aprendieron a pensar -que la humanidad se constituyó, en otras palabras- la guerra era menos frecuente y fue suscitando el horror. Su análisis llega hasta el punto de observar que las guerras de su tiempo, siendo infinitamente más devastadoras, requerían por parte de los Jefes de Estado de un conjunto de causas más complejas que en épocas precedentes para llamar al derramamiento de sangre. A principios del siglo XXI la retórica militar alude a conceptos como "libertad" o "democracia" y habla, como he mencionado anteriormente, de "misiones de paz". Quiero pensar que la capacidad de reflexionar del ser humano le lleve a considerar el patriotismo, paulatinamente, como mezquino y extravagante, y que resulte cada vez más inverosímil que la mayoría de la gente piense que las misiones militares puedan conllevar ninguna suerte de "idealismo". Más difícil de pedir es que dejen de considerar el ejército como un "mal necesario".
Particularmente, y no solo por una cuestión ideológica, detesto el ejército y todo tipo de disciplina castrense. Abomino de la retórica patriotera y uniformadora, la cual subyace tras el buen rollo democrático en cualquier otro momento, que acompañan estas festividades arcaicas. Tal vez, en las fuerzas armadas no haya ya elementos capaces de dar un golpe involucionista al Estado, pero el análisis libertario sigue siendo igual de válido. No soy tampoco un pacifista, algo que me situaría en una posición marginal o extremista que no deseo, pienso que hay buenos motivos para luchar por las personas que sufren y por las ideas que tratan de paliar ese sufrimiento -ideas que no caben en ningún Estado-.
El antimilitarismo es hoy tan necesario como en cualquier otro momento histórico. Puede servir perfectamente para descubrir los intereses de quienes quieren preservar un sistema injusto. No es únicamente una razón ética la que acompaña una posición contraria al ejército -insisto, no solo a "lo bélico", retórica que pretende utilizar el propio Estado-, es un análisis político radical y lúcido. El patriotismo no se lo cree ya casi nadie -salvo en momentos contados de pulsiones tribales, deportivas o de otra índole, dignas también de un análisis exhaustivo-, las fuerzas armadas se nutren, paradójicamente, de personas de otros países que han emigrado en busca de un mejor estatus económico -lo que demuestra que la clases más humildes siguen siendo las que "hacen la guerra"-, por lo que desenmascarar a quienes mantienen los conflictos armados por cuestiones económicas o por afán de poder es una obligación moral.
La lógica militar, junto a la industria -factor que tal vez es más determinante que aquél-, sigue imponiendo sus exigencias en los Estados más poderosos del planeta. Todo ello encubierto por la legitimación ideológica que emplean las cabezas visibles de esos regímenes jerarquizados -por muy democráticos que quieran denominarse-. El antimilitarismo -perfectamente disociado de un pacifismo cuasireligioso o de cualquier otra actitud sumisa- puede ser una fuerza impagable que se enfrente a ese estado de cosas. La violencia es algo que forma parte, quizás de forma esencial, del ser humano, y el empeño es trabajar por una sociedad que la haga todo lo innecesaria que se posible. Pero lo que no me convence es la extrema actitud de "erradicación" -tanto a nivel individual como social-, que pospone la felicidad total -la no violencia- para una supuesta sociedad futura. Sinceramente, creo que eso es un obstáculo para seguir ganando batallas en la actualidad -y perdón por el símil belicoso- y para proponer una alternativa sólida, aquí y ahora, el estatismo y al militarismo. El antimilitarismo, como parte esencial del código genético del anarquismo -y susceptible para los movimientos sociales que no quieran transmutar un tipo de poder por otro- debería formar parte de un terreno de intervención política, con presupuestos concretos de negación de esa "lógica militar", de desenmascaramiento de los intereses políticos y económicos que propician el belicismo y de lucha contra el nacionalismo -o, lo que es lo mismo, de puesta al día de esa vieja y bella lucha internacionalista, que considera la justicia social como inherente a toda la humanidad-.
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