miércoles, 9 de abril de 2008

Ética y política (3/3)

Debemos buscar con los demás una relación recíproca basada en la comunicación racional; Fernando Savater, en su pequeña pero sustanciosa obra Invitación a la ética, afirma que la política se mueve en el plano del reconocimiento del otro, administra la violencia e implanta instituciones jerarquizadas; la ética puede subvertir ese orden político y sustituirlo por el del reconocimiento en el otro y por la comunicación racional. Sería, el de la ética que podemos calificar de “revolucionaria”, un enfrentamiento con las identidades surgidas de la violencia, y con la jerarquía que se nutre de la desigualdad de poder. Desprendemos a la política de su condición de revolucionaria, como tantes veces nos lo ha demostrado la historia, y se lo atribuimos a la ética que, sin ninguna duda, podemos considerar libertaria. Una ética que, a diferencia de la política, no instrumentaliza medios perversos para sus fines, no posterga su querer, sino que se la juega aquí y ahora. No sería cuestión, por lo tanto, de tener una confianza ciega en la promesa de una sociedad futura, en una utopía venidera que exije nuevas formas de sacrificio. Se trata, como ya hicieron los libertarios del pasado, de denunciar y combatir las contradicciones e injusticias de esta democracia que se contradice con los auténticos ideales libertarios. Naturalmente, la crítica anarquista, frente a otro tipo de revolucionarios, nunca se quedo ahí, denunció los males de una planificación autocrática, de la centralización estatista y la supresión de las instancias intermedias de poder. Curiosamente, Savater habla de “ideales democráticos”, pero su enumeración no desagradará a un espíritu anarquista y se puede comprobar que equivale a la disolución del Estado: igualdad de poder, gestión comunitaria, organización de abajo arriba, elegibilidad de los cargos, transparencia administrativa... La transparencia y profundización ética de la democracia tiene diversos campos de lucha; una importante es el trabajo, al cual no se le puede considerar desde una óptica meramente productiva, es importante contribuir al desmantelamiento del actual sistema económico y ofrecer nuevas e imaginativas vías laborales. Es un firme propósito ético sustituir institucionalmente la sociedad de la imposición por una sociedad de la invitación o de la propuesta; crear una comunidad de iguales que redescubra la diversidad de propuestas alternativas, frente a esta desigualdad y hostilidad actual. La superioridad de la autogestión sobre cualquier fórmula coactiva ordenadora se manifiesta en que permite la consciencia en sus socios de por qué las cosas deben ser hechas de determinado modo, para que las formas de creación social sean aceptadas paso a paso y desde dentro. Con la autogestión las cosas no tienen porque ser más efectivas o más rápidas, pero se posibilita la aceptación de la gente al conocer el por qué del funcionamiento, se descubre la racionalidad e incluso lo pactado que subyace a todo orden.
Para lograr un comunidad de iguales, sustentada en el diálogo racional, podemos analizar por enésima vez uno de de los imperativos categóricos que enunció Kant, el relativo a la universalización de las leyes morales conciliando la autonomía individual. Probablemente, el filósofo alemán no halló respuesta a tan compleja propuesta, ya que no parece bastar su invitación a obrar de tal manera que quisieramos que la máxima de nuestra conducta se convierta en ley universal. Kropotkin analizó la obra de Kant y se preguntó ya por quién debía ser reconocida la solución kantiana: ¿por la razón de un solo hombre o por el conjunto de la sociedad? El optimista anarquista ruso señaló que lo que le impidió descubrir respuestas más nitidas a Kant fue el no ser consciente que en la razón humana existía un componente relativo a la justicia, es decir, a la igualdad de derechos perfectamente universalizable como el imperativo categórico kantiano; si la aspiración a la felicidad es un principio regulador moral, ello se complementa con sentimientos de sociabilidad, de simpatía y de ayuda mutua. Recientemente, Habermas ha reformulado la fórmula de Kant de tal forma que invita a que nuestras propuestas morales las sometamos a consideración de los demás, es decir al diálogo racional. Si embargo, la propuesta de Habermas (en las que se basa, a priori, la democracia, la de dar voz a todos y cada uno de los miembros de una comunidad) se muestra insuficiente si tenemos en cuenta las restricciones en cuanto a la comunicación y el uso del lenguaje que se dan en las estructuras de dominación de nuestras sociedades. Javier Muguerza rechaza por este motivo la solución de una ética discursiva o comunicativa (una suerte de realización de la razón, que resulta utópica) y aboga por un racionalismo autocrítico que, en lugar de buscar el consenso colectivo, se apoya en el disenso, lo que supone una auténtica crítica racional a las instituciones vigentes. Si el consenso se refiere a la universalidad de un principio moral, el disenso se apoya en la autonomía individual, en la conciencia disidente y su capacidad de decir no. Para Mugüerza, la ética es un círculo en expansión de tal modo que todo disenso puede ser aceptado si contribuye a la ampliación de dicho círculo y no a su reducción. Mugüerza considera también que el hombre se ha desnaturalizado, ha perdido su sociabilidad en cuanto a miembro de una pólis (la postura clásica griega); si pueden existir neo-aristotélicos que defiendan la postura de una especia de ética comunitaria, es rechazable por lo que supondría de pérdida de independencia y libertad individuales. Obsérvese que Kropotkin, aun sustentando su moral en el apoyo mutuo e instintos sociables del ser humano, difícilmente puede ser encuadrable fácilmente en una línea de ética sociológica o comunitaria, si ésta se apoya en la tradición o en el sacrificio de la autonomía individual. Fue, el del príncipe ruso, un estudio que sirvió de punto de partida para lo que constituye la moral anarquista.

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