Dentro del proyecto de la modernidad, el conocimiento científico
parecía estar en plena consonancia con la realidad , se correspondería
con ella y la representaría con el debido rigor. En disciplinas como la
psicología, y más concretamente en la psicología social, se tenía la
realidad de unos fenómenos psicosociales que articulaban la cotidianeidad
de los seres humanos, a veces con efectos desafortunados (agresividad,
discriminación, sumisión a la autoridad, falta de solidaridad...).
Además, se poseían también instrumentos aparentemente eficaces para conocer esa realidad y explicar esos fenómenos, por lo que el papel de los especialistas estaba claro. Por una parte, una realidad, y por otra los instrumentos para comprenderla con exactitud. La gran tarea, a partir de la Ilustración, fue contribuir a la gran tarea del saber, sabiendo que ello conllevaría el bienestar, la armonía y, en suma, la emancipación de la humanidad. Se tenía una confianza firme en el poder liberador del conocimiento científico (que tenía que resultar indiscutiblemente válido). Tomás Ibáñez, en su obra Municiones para disidentes, relata cómo el vivió, aunque fuera tardíamente, estos tiempos de optimismo en los que, al margen de los numerosos obstáculos que iban a encontrar (como la oposición de los poderosos), se sabía al menos cuál era el camino. Se abría un horizonte de progreso ante los ojos de la humanidad y parecía empezar a caminarse hacia él de forma firme y segura.
Sin embargo, estemos o no de acuerdo con los postulados posmodernos al cien por cien, hay que aceptar que hoy las cosas están mucho más confusas y hay que ser críticos con la idea de razón y de ciencia que ha pretendido imponerse, e incluso con la misma noción de progreso. Si hubo un tiempo en que se creía que el progreso acabaría con el hambre y las enfermedades, hoy parece ser él el causante de las mismas, en un mundo algo más maquillado, pero con los mismos problemas de hace más de un siglo. Tomás Ibáñez utiliza, para estos tiempos de falta de certeza y de falta de ilusión, la analogía de un niño que se ha convertido en un adulto lúcido, pero triste y desesperanzado. Yo añadiría que el anarquismo, a pesar de su confianza clásica en los postulados de la modernidad, siempre quiso otorgar madurez y lucidez a los seres humanos, paralelamente a la construcción de una "realidad" mejor (jamás, sacrificando la subjetividad en ello). Muchas veces, discuto con las personas de mi entorno sobre la realidad que observamos y la forma de incidir en ella; desgraciadamente, tantas veces es limitada nuestra visión ajustándola a una supuesta realidad sociopolítica (debido, en gran medida, a la subordinación a un sistema que nos sobrepasa), que la misma crítica al contenido de esa realidad, desde parámetros marginales, es vista como cinismo o como desesperanza. No puede haber nada más lejos de esta actitud en las ideas libertarias y en sus propuestas éticas e incluso políticas (un anarquismo al que me cuidaría de poner adjetivos, los asideros a la modernidad pueden limitarle, pero lo mismo mantengo con el confuso horizonte posmoderno).
No hay que caer en el conformismo, algo permanentemente promovido por los poderes instituidos, ni en la desesperación producto de la falta de discursos o del fracaso de los que tanta ilusión produjeron en el pasado. He insistido mucho en que mi forma de definirlo, no siempre comprensible para los eruditos del saber instituido, es una tensión entre el proyecto de la modernidad y la posmodernidad, con los valores antiautoritarios del anarquismo como garante de un mundo sin dominación y sin grandes verdades que imponer a los demás. A pesar de todo, de esta época que atravesamos, puede abrirse ante nosotros un horizonte en el que la razón y la libertad se ensanchen, sin olvidar nunca esa realidad en la que las instituciones autoritarias han instrumentalizado los valores de la modernidad o se han adaptado a ellos. Los grandes asideros, sean divinos o terrenales, no tienen ya cabida, con lo que es el mismo principio de la autoridad es el primero en socavarse. La Ilustración trasladó la autoridad de la divinidad (y sus representantes) a la razón científica, a un nuevo sistema de dominación legitimado en el conocimiento y en la supuesta voluntad general. Con el tiempo, se ha descubierto que también la ciencia es el reflejo de los que se dicen que son sus representantes; como sostiene Tomás Ibáñez, "todo ello nos remite a la contingencia y a la finitud del ser humano". La autoridad es puesta en duda y no se transfiere ya a ningún otro lugar, aunque el trono está vacío, no se ha destruido. Por lo tanto, de nosotros depende esa tarea de marcar un rumbo antiautoritario, para ello se requiere de individuos críticos y conscientes, capaces de dar a la solidaridad un sentido social y profundo, fundamentada en una realidad no dogmática.
La situación actual, con la metáfora de este "trono vacío", pero con la realidad de unos poderes políticos, económicos y religiosos de apariencia liberal y constantemente permutados, con gran parte de la población mundial explotada e intentando sobrevivir, y buena parte de los ciudadanos del "mundo desarrollado" anestesiados, no es evidentemente como para dar saltos de alegría. Por eso mismo, es más necesario que nunca potenciar el pensamiento (no las grandes teorías, ni los grandes asideros), huyendo de todo absolutismo, y buscar nuestro lado más cooperativo, vincular de una vez por todas la ética con la política (gran premisa del anarquismo). El discurso y la realidad no es disociable, se constituye recíprocamente. Por lo tanto, hay que desconfiar de todo discurso especializado que pretende estar legitimado en la objetividad. Para expresar nuestro acuerdo con un discurso, es necesario ver qué efectos produce, qué prácticas sugiere. Lo que se sostiene es que la realidad no produce nuestra representación de ella, sino que es el resultado de nuestras prácticas para representarla. Hay que se tremendamente críticos con los que se arrogan el propósito de describir la realidad, tal y como es, y de representarla de manera veraz. Aunque Tomás Ibáñez, al menos en los textos que he leído, no menciona la filosofía pragmatista, creo que estamos en un terreno común. Un discurso tiene el peligro de instaurar una nueva retórica de la verdad, usada para dominar de una manera u otra, si pretende estar legitimado en unas reglas adecuadas de producción. En cambio, si dejemos a un lado esa presunta legitimidad, y nos fijamos en sus efectos y finalidades, estaremos de acuerdo en si debe ser aceptado o no. De esa manera, pueden preservarse la ética y los valores humanos (trasladados a un plano en el que somos nosotros los que decidimos sobre su validez) en nuestra praxis.
Foucault dijo algo así como que si alguien afirmaba tener un discurso científico es porque alguna parcela de poder estaba buscando. El objetivo es extender esta crítica, que cualquier persona se formule esa pregunta acerca del poder, tanto en el ámbito científico como en cualquier otra retórica de la verdad. Una crítica constante hacia toda afirmación que pretenda estar aceptada sobre la base de su procedencia (ya sea, política, científica, religiosa...), y recordaremos la etimología de la palabra anarquía como negación de la autoridad, de todo fundamento (el famoso arjé de los griegos). Naturalmente, la crítica no podrá hacerse tampoco desde un lugar privilegiado, al no existir instancias firmes desde las que fundamentar la verdad. Nuestra crítica puede apelar a la razón, pero será una razón con minúsculas, la cual ha producido más cosas valiosas a lo largo de la historia que cualquier presunta gran verdad. Se recuerda que esta falta de asideros, esta apelación a la particularidad y a la subjetividad, no tiene porque abrir las puertas al horror de la ley del más fuerte; al contrario, es en nombre del absolutismo, de las grandes verdades, cuando se legitima el uso de la fuerza para meter en vereda a los que no transigen. Tomás Ibáñez, como sicólogo social, abandona todo referente absoluto y todo fundamentación científica y busca la legitimidad en la labor crítica capaz de desarrollar. Se convierte así la disciplina en una herramienta crítica capaz de erosionar las condiciones de dominación, sobre las que se asienta toda explotación y toda marginación.
Además, se poseían también instrumentos aparentemente eficaces para conocer esa realidad y explicar esos fenómenos, por lo que el papel de los especialistas estaba claro. Por una parte, una realidad, y por otra los instrumentos para comprenderla con exactitud. La gran tarea, a partir de la Ilustración, fue contribuir a la gran tarea del saber, sabiendo que ello conllevaría el bienestar, la armonía y, en suma, la emancipación de la humanidad. Se tenía una confianza firme en el poder liberador del conocimiento científico (que tenía que resultar indiscutiblemente válido). Tomás Ibáñez, en su obra Municiones para disidentes, relata cómo el vivió, aunque fuera tardíamente, estos tiempos de optimismo en los que, al margen de los numerosos obstáculos que iban a encontrar (como la oposición de los poderosos), se sabía al menos cuál era el camino. Se abría un horizonte de progreso ante los ojos de la humanidad y parecía empezar a caminarse hacia él de forma firme y segura.
Sin embargo, estemos o no de acuerdo con los postulados posmodernos al cien por cien, hay que aceptar que hoy las cosas están mucho más confusas y hay que ser críticos con la idea de razón y de ciencia que ha pretendido imponerse, e incluso con la misma noción de progreso. Si hubo un tiempo en que se creía que el progreso acabaría con el hambre y las enfermedades, hoy parece ser él el causante de las mismas, en un mundo algo más maquillado, pero con los mismos problemas de hace más de un siglo. Tomás Ibáñez utiliza, para estos tiempos de falta de certeza y de falta de ilusión, la analogía de un niño que se ha convertido en un adulto lúcido, pero triste y desesperanzado. Yo añadiría que el anarquismo, a pesar de su confianza clásica en los postulados de la modernidad, siempre quiso otorgar madurez y lucidez a los seres humanos, paralelamente a la construcción de una "realidad" mejor (jamás, sacrificando la subjetividad en ello). Muchas veces, discuto con las personas de mi entorno sobre la realidad que observamos y la forma de incidir en ella; desgraciadamente, tantas veces es limitada nuestra visión ajustándola a una supuesta realidad sociopolítica (debido, en gran medida, a la subordinación a un sistema que nos sobrepasa), que la misma crítica al contenido de esa realidad, desde parámetros marginales, es vista como cinismo o como desesperanza. No puede haber nada más lejos de esta actitud en las ideas libertarias y en sus propuestas éticas e incluso políticas (un anarquismo al que me cuidaría de poner adjetivos, los asideros a la modernidad pueden limitarle, pero lo mismo mantengo con el confuso horizonte posmoderno).
No hay que caer en el conformismo, algo permanentemente promovido por los poderes instituidos, ni en la desesperación producto de la falta de discursos o del fracaso de los que tanta ilusión produjeron en el pasado. He insistido mucho en que mi forma de definirlo, no siempre comprensible para los eruditos del saber instituido, es una tensión entre el proyecto de la modernidad y la posmodernidad, con los valores antiautoritarios del anarquismo como garante de un mundo sin dominación y sin grandes verdades que imponer a los demás. A pesar de todo, de esta época que atravesamos, puede abrirse ante nosotros un horizonte en el que la razón y la libertad se ensanchen, sin olvidar nunca esa realidad en la que las instituciones autoritarias han instrumentalizado los valores de la modernidad o se han adaptado a ellos. Los grandes asideros, sean divinos o terrenales, no tienen ya cabida, con lo que es el mismo principio de la autoridad es el primero en socavarse. La Ilustración trasladó la autoridad de la divinidad (y sus representantes) a la razón científica, a un nuevo sistema de dominación legitimado en el conocimiento y en la supuesta voluntad general. Con el tiempo, se ha descubierto que también la ciencia es el reflejo de los que se dicen que son sus representantes; como sostiene Tomás Ibáñez, "todo ello nos remite a la contingencia y a la finitud del ser humano". La autoridad es puesta en duda y no se transfiere ya a ningún otro lugar, aunque el trono está vacío, no se ha destruido. Por lo tanto, de nosotros depende esa tarea de marcar un rumbo antiautoritario, para ello se requiere de individuos críticos y conscientes, capaces de dar a la solidaridad un sentido social y profundo, fundamentada en una realidad no dogmática.
La situación actual, con la metáfora de este "trono vacío", pero con la realidad de unos poderes políticos, económicos y religiosos de apariencia liberal y constantemente permutados, con gran parte de la población mundial explotada e intentando sobrevivir, y buena parte de los ciudadanos del "mundo desarrollado" anestesiados, no es evidentemente como para dar saltos de alegría. Por eso mismo, es más necesario que nunca potenciar el pensamiento (no las grandes teorías, ni los grandes asideros), huyendo de todo absolutismo, y buscar nuestro lado más cooperativo, vincular de una vez por todas la ética con la política (gran premisa del anarquismo). El discurso y la realidad no es disociable, se constituye recíprocamente. Por lo tanto, hay que desconfiar de todo discurso especializado que pretende estar legitimado en la objetividad. Para expresar nuestro acuerdo con un discurso, es necesario ver qué efectos produce, qué prácticas sugiere. Lo que se sostiene es que la realidad no produce nuestra representación de ella, sino que es el resultado de nuestras prácticas para representarla. Hay que se tremendamente críticos con los que se arrogan el propósito de describir la realidad, tal y como es, y de representarla de manera veraz. Aunque Tomás Ibáñez, al menos en los textos que he leído, no menciona la filosofía pragmatista, creo que estamos en un terreno común. Un discurso tiene el peligro de instaurar una nueva retórica de la verdad, usada para dominar de una manera u otra, si pretende estar legitimado en unas reglas adecuadas de producción. En cambio, si dejemos a un lado esa presunta legitimidad, y nos fijamos en sus efectos y finalidades, estaremos de acuerdo en si debe ser aceptado o no. De esa manera, pueden preservarse la ética y los valores humanos (trasladados a un plano en el que somos nosotros los que decidimos sobre su validez) en nuestra praxis.
Foucault dijo algo así como que si alguien afirmaba tener un discurso científico es porque alguna parcela de poder estaba buscando. El objetivo es extender esta crítica, que cualquier persona se formule esa pregunta acerca del poder, tanto en el ámbito científico como en cualquier otra retórica de la verdad. Una crítica constante hacia toda afirmación que pretenda estar aceptada sobre la base de su procedencia (ya sea, política, científica, religiosa...), y recordaremos la etimología de la palabra anarquía como negación de la autoridad, de todo fundamento (el famoso arjé de los griegos). Naturalmente, la crítica no podrá hacerse tampoco desde un lugar privilegiado, al no existir instancias firmes desde las que fundamentar la verdad. Nuestra crítica puede apelar a la razón, pero será una razón con minúsculas, la cual ha producido más cosas valiosas a lo largo de la historia que cualquier presunta gran verdad. Se recuerda que esta falta de asideros, esta apelación a la particularidad y a la subjetividad, no tiene porque abrir las puertas al horror de la ley del más fuerte; al contrario, es en nombre del absolutismo, de las grandes verdades, cuando se legitima el uso de la fuerza para meter en vereda a los que no transigen. Tomás Ibáñez, como sicólogo social, abandona todo referente absoluto y todo fundamentación científica y busca la legitimidad en la labor crítica capaz de desarrollar. Se convierte así la disciplina en una herramienta crítica capaz de erosionar las condiciones de dominación, sobre las que se asienta toda explotación y toda marginación.
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