miércoles, 30 de abril de 2014

La Internacional, el sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo



La Asociación Internacional de Trabajadores, al filo del tercer tercio del siglo XIX, supuso una reactivación de un socialismo constructivo y militante. La Internacional fue un intento, en los países latinos, junto a la colaboración de obreros franceses e ingleses, de unir a los trabajadores para buscar su definitiva emancipación; la esclavitud de la clase obrera se fundamentaba en la dependencia económica de los dueños de los medios de producción.

La estructura organizativa de esa gran alianza obrera se asentaba en los principios del federalismo, lo que garantizaba a cada grupo particular trabajar según sus propias convicciones y las circunstancias concretas de cada país. El objetivo primero era acercar a los obreros de todos los lugares del mundo, haciéndoles comprender que las causas de su esclavitud eran las mismas en todas partes del mundo, buscando la solidaridad por encima de las fronteras y sin que hubiera un sistema social definido; los principios del movimiento iban surgiendo de su propio seno en base a su lenta evolución y a sus luchas cotidianas.
La Internacional llegó a convertirse en la gran maestra del movimiento obrero llegando a poner en jaque al mundo capitalista. A pesar de ello, los dos primeros congresos, en 1866 en Ginebra y en Lausana al año siguiente, se caracterizaron más bien por la moderación; no obstante, las huelgas constantes en países como Francia Bélgica o Suiza contribuyeron al impulso de la Internacional y a intensificar el pensamiento de los trabajadores. Así, en 1868, el congreso de Bruselas estuvo marcado por un espíritu fortalecido de carácter innovador con unos obreros con cada vez mayor consciencia y seguridad respecto a sus objetivos; la tendencia anarquista, predominante en los países latinos, iba tomando cada vez mayor protagonismo. El congreso de Basilea de 1869 supuso ya el cenit de la evolución ideológica de la Internacional; en él, se ratificaron resoluciones previas sobre la propiedad de los medios de producción y se vislumbró ya la importancia que tenía para la clase trabajadores la organización en sindicatos. Hay que recordar que en las escuelas estatales del socialismo no se concedía gran importancia a los sindicatos primando, como es obvio, la conquista del poder político. Se trataba, la libertaria que apostaba por el sindicalismo, de una nueva idea según la cual el futuro sistema socialista debería ir acompañado de una nueva forma política de organización social; en el congreso de Basilea empezó ya a germinar esta nueva visión anarquista, según la cual no había que imitar los modos de la sociedad burguesa, organizando un partido político para gobernar, sino que había que combatir el monopolio del poder junto al monopolio de la propiedad.

Esta visión socialista y libertaria de la Internacional negaba cualquier forma de Estado, y mucho menos una dictadura, y buscaba un socialismo constructivo en base a un sistema de consejos de obreros; este nuevo sistema debía llevarse a la práctica por medio de diversas ramas industriales y de la zonas agrarias de producción. Era el comienzo de una escisión radical en la Internacional, ya que las secciones libertarias no concebían la igualdad económica sin la igualdad política y social. De esta manera de ver las cosas surgió también la Cámara del trabajo, sugerencia de los internacionalistas belgas, opuesta al Parlamento burgués; sería una manera de representar al proletariado organizado de cada actividad económica o industrial ocupándose de todos los problemas económicos y sociales, y buscando la preparación intelectual de la clase obrera para ocuparse de los medios de producción. Estas ideas fueron difundidas en las secciones de la Internacional de diversos países, siendo en España donde mejor fueron asentadas; con el desarrollo de los partidos políticos, en el futuro serán notablemente ignoradas.
En la Conferencia de Londres de 1871, Marx y Engels hicieron valer su influencia para provocar que las diversas federaciones nacionales participaran en la acción parlamentaria. Como es lógico, eso supuso la oposición de los elementos libertarios de la Internacional; a pesar de la circular de Sonvillier, que hizo pública la Federación jurasiana, en protesta por los manejos iniciados en Londres, el congreso de La Haya de 1872 supuso la culminación de la política parlamentaria y provocó la escisión en la Internacional, dramática para el movimiento obrero. Después del Congreso de La Haya, los delegados de las federaciones más importantes y enérgicas de la Internacional se reunieron en el Congreso Antiautoritario de Saint-Imier donde negaron las resoluciones del congreso anterior; era una división irreconciliable para la corriente socialista entre los partidarios de la acción directa y los que abogaban por la política parlamentaria. Otros factores, como la guerra francoprusiana y la derrota de la Comuna de París, contribuyeron también a echar tierra sobre la idea de un sistema de consejos obreros; las secciones de la Internacional en Francia, España o Italia, mientras que en Alemania no existía una tradición revolucionaria en el movimiento obrero, llevaron una vida subterránea frente al fortalecimiento de la reacción. No fue hasta que despertó el socialismo revolucionario en Francia que fueron rescatadas del olvido las ideas constructivas de la Primera Internacional para revitalizar el movimiento obrero y socialista.

El sindicalismo revolucionario
El sindicalismo revolucionario en Francia, con el campo de influencia de la CGT, tendrá una gran incidencia en el movimiento obrero europeo; fue una revitalizadora reacción contra el socialismo político objeto de diversas escisiones. Los anarquistas, desde 1883, habían ejercido una gran influencia entre los obreros de ciudades como París y Lyon, lo que contribuirá notablemente a conformar un sindicalismo revolucionario opuesto a la acción parlamentaria. En el Congreso de Limoges de 1894, la CGT renunció al socialismo político, lo que supuso un gran esfuerzo organizativo y de unificación de los trabajadores. No obstante, hay que señalar que una gran parte de la CGT estaba compuesta por sindicatos reformistas, que sí habían sido conscientes de la desdicha que suponía la dependencia de los partidos políticos; a pesar de ello, la parte más enérgica y activo del movimiento contribuyó al desarrollo de las ideas del sindicalismo revolucionario hilvanando con el ala libertaria de la vieja Internacional. El sindicalismo revolucionario se extendió por Europa fortalecido por el ocaso de los partidos socialistas, divididos entre revisionistas y marxistas ortodoxos, y empujados a la fuerza al reformismo parlamentario. En el continente americano, se fundó en 1905 en un congreso de Chicago la Industrial Workers of the World, que recogía del sindicalismo los métodos de la acción directa y la idea de una reorganización socialista en base a las organizaciones agrícolas e industriales de los propios trabajadores. No obstante, frente a la neta tradición libertaria del sindicalismo revolucionario europeo, en la IWW existía una fuerte influencia marxista; a pesar de ello, son notables sus esfuerzos combativos frente a la represión capitalista. No podemos dejar de mencionar, como uno de los precedentes de la creación de la IWW, los trágicos sucesos de los Mártires de Chicago por la jornada de ocho horas de trabajo, donde nace la dimensión internacional del Primero de Mayo y también la conciencia de la huelga general como arma revolucionaria.
En Europa, después de la Primera Guerra Mundial y de los sucesos de la Revolución rusa, hubo un llamamiento por parte del partido bolchevique a los sindicatos revolucionarios para celebrar un congreso en Rusia; era un intento, que supuso la fundación de la Tercera Internacional, para instrumentalizar el movimiento obrero en Europa con un mecanismo dictatorial en su organización. Para 1921, se convocó en Moscú un nuevo congreso internacional de sindicales como intento de confirmar el dominio comunista sobre los sindicalistas de todos los países; a pesar de que una conferencia en Berlin, en diciembre de 1920, intentó asegurar la independencia del movimiento obrero frente a los partidos políticos, esas organizaciones sindicalistas estuvieron en minoría en Moscú y se aprobaron todas las resoluciones por parte de la Alianza Central de las Uniones Rusas del Trabajo.
Conjuntamente con la FAUD (Unión de los Trabajadores Libres de Alemania), reunido en Dusseldorf en octubre de 1921, se produjo una conferencia internacional de organizaciones sindicales con delegados de Alemania, Suecia, Holanda, Checoslovaquia y de Estados Unidos (de la IWW); se redactó en ella una declaración de los principios del sindicalismo revolucionario. Del Congreso Internacional de Sindicales, que tuvo lugar del 25 de diciembre de 1922 al 2 de enero de 1923, en Berlín, con numerosas organizaciones presentes, pero sin la presencia de la CNT española, en lucha con la Dictadura de Primo de Rivera, y con una escisión ya minoritaria de la CGT francesa tras el drama del conflicto mundial, reproducimos la siguiente declaración:
El Sindicalismo Revolucionario es enemigo declarado de toda forma de monopolio económico y social, y se propone su abolición por medio de comunidades económicas y de órganos administrativos de los trabajadores del campo y de las fábricas, a base de un sistema de consejos libres, completamente emancipados de toda subordinación a ningún gobierno ni poder político. Contra la política del Estado y de los partidos, levanta la organización económica del trabajo; contra el gobierno de los hombres, proclama la administración de las cosas. Por consiguiente, su objetivo no es la conquista del poder político, sino la abolición de toda función del Estado en la vida social. Estima que, juntamente con el monopolio de la propiedad, debe desaparecer el monopolio del dominio, y que toda forma de Estado, incluso la dictadura proletaria, sería siempre engendradora de nuevos monopolios y de nuevos privilegios: nunca podrá ser instrumento de liberación.
Se trata de una evidente profesión anarcosindicalista, y de una crítica y definitivo distanciamiento frente al bolchevismo y sus adictos. A partir de aquel Congreso, nacerá la Asociación Internacional de Trabajadores, y puede decirse que el sindicalismo revolucionario pasa a denominarse definitivamente anarcosindicalismo. La española Confederación Nacional del Trabajo no tardará en adherirse a los principios de la AIT, y será la organización más influyente y poderosa en esa organización internacional. La CNT demuestra que el sindicalismo de carácter libertario tenía un fuerte carácter revolucionario, tal y como se demostrará con la creación de la colectividades agrarias e industriales durante la Guerra Civil; se trataba de una idea muy clara de la sociedad que se deseaba para el futuro.
Para terminar, por ahora, este texto recordaremos la visión escéptica de un lúcido y pragmático anarquista como Errico Malatesta sobre el sindicalismo. Consideraba que la organización obrera, aunque era un medio idóneo para que los anarquistas ejercieran su influencia, no podía valerse por sí sola para lograr la emancipación de los trabajadores a estar sujeta también a intereses de clase: "En el seno de la clase obrera existen, como entre los burgueses, la competencia y la lucha. Los intereses económicos de tal categoría obrera están en oposición irreductible con los de otra categoría. Y se ve que económica y moralmente ciertos obreros están más cerca de la burguesía que del proletariado". Los intereses de clase solo pueden desaparecer con una sociedad sin clases y hay que preguntarse, ya en el siglo XXI, sobre formas innovadoras de lograrlo.

Fuentes:
-Abel Paz, Los internacionales en la región española. 1868-1872 (EA, Barcelona 1992).
-Heleno Saña, Sindicalismo y autogestión (G. del Toro, Madrid 1977).
-Juan Gómez Casas, Nacionalimperialismo y movimiento obrero en Europa (CNT-AIT, Madrid 1955).
-Max Nettlau, La anarquía a través de los tiempos (Júcar, Madrid 1977).
-Max Nettlau, Miguel Bakunin, la Internacional y la Alianza en España. 1868-1873 (La Piqueta, Madrid 1977).
-Miklós Molnár, El declive de la Primera Internacional (Edicusa, Madrid 1974).
-Rudolf Rocker, Anarcosindicalismo (Teoría y práctica) (Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid 2009).

viernes, 25 de abril de 2014

El anarquismo como evolución del liberalismo

Repasamos en el siguiente artículo, en base al pensamiento de algunos anarquistas españoles, importantes concepciones políticas que nos introducen a las notables diferencias entre anarquismo y liberalismo; incluso, las ideas libertarias pueden ser vistas como evolución de las liberales al sintetizar una visión socialista que no pierda jamás de vista la libertad individual, muy al contrario, la enriquece en todo lo posible.

La figura de Pi y Margall (1824-1901), debido a la gran influencia que tuvo Proudhon para su modelo federalista, se suele situar cerca del anarquismo, aunque hay que recordar que ese federalismo pimargalliano no aspiraba a destruir el poder (el Estado) sino a fragmentarlo y democratizarlo. Ricardo Mella, cuando Pi murió, reconocería la probidad de este hombre y consideró, lúcidamente, que el ideal federalista quedaría desvirtuado después de su desaparición al jugar en su contra demasiados intereses autonomistas y regionalistas. Así estamos al día de hoy. La noción de soberanía individual que sostenía Pi, según la cual "todo hombre que extiende sus manos sobre otro hombre es un tirano", si bien puede ser subscrita por la filosofía libertaria, hay que matizar que esa idea no niega la "soberanía popular", algo en lo que los anarquistas insistirán. Anselmo Lorenzo (1841-1914) sostendría que la llamada "soberanía del pueblo" era una ficción, y lo hacía en pos de afirmar lo absoluto de la soberanía del individuo. Esta idea no enfrenta al ser humano con la sociedad, y sí con la autoridad, y coloca al anarquismo como la más profunda teoría política defensora de la libertad.

Ricardo Mella (1861-1925) dejaría escrito que la libertad, en toda su extensión, debería ser el constante ideal del anarquismo: el ideal del autogobierno y el libre concierto con los demás en lo que atañe a la producción, al cambio y el consumo. En tanto no se expandiera el deseo de independencia personal y no se erradicara el afán por redimir, un sistema autoritario substituiría a otro. Nos encontramos aquí con unas ideas políticas infinitamente más profundas que el liberalismo, tan reivindicado todavía hoy en los comienzos del siglo XXI, sin demasiadas innovaciones respecto a hace un siglo, de manera simplista, hipócrita e interesada en lo económico, y por oposición en la mayor parte de los casos al socialismo de Estado. Los liberales reprocharán al anarquismo que obvie el necesario contrapeso de la ley y de la autoridad para la expansión de la libertad, pero de nuevo demuestran ignorancia respecto a la riqueza de las ideas libertarias, las cuales no se enredan en disquisiciones teóricas. Las libertades individuales fueron señaladas, ya entonces, como una farsa en una sociedad capitalista, y hoy en día, a pesar de la insistencia en ciertos derechos adquiridos, continúa la prevalencia de un determinismo económico que condiciona a la mayoría de la población. Conceptos como "derecho", diría José Prat (1867-1932), solo adquieren un significado real si se trata de una posibilidad real y efectiva; o, lo que es lo mismo, desprendiendo al término de su condición jurídica (proveniente del Estado) y permitiendo que el ser humano participe en la práctica de la riqueza material. Lorenzo, claramente influido por Bakunin, negó la escuela idealista, que afirma que solo al margen de la sociedad el ser humano es verdaderamente libre, y considerará que la libertad es una conquista social; únicamente insertado en la vida social el hombre puede humanizarse y enriquecerse al completar su libertad individual con la de los demás.

Enseguida nos topamos con lo que es una seña de identidad del anarquismo, la conciliación entre libertad individual y el socialismo o solución comunitaria. Teobaldo Nieva escribiría en 1885 que, si bien el individuo debería procurar que su autonomía fuera ilimitada, para lograrlo debería relacionarse en sociedad y equilibrar su dependencia del esfuerzo colectivo; no quiere ver Nieva una mera combinación de intereses y aspiraciones, en las que se cederían y perderían derechos, sino la reunión de todos ellos manteniendo intactas sus propiedades e integridad particulares. No fue, ni es, tarea fácil mantener intactas las aspiraciones individuales y colectivas, y podría parecer que algunes autores cayeran en la contradicción. Fermín Salvochea (1842-1907) llegó a alabar el comunismo de tal forma, que señalaría el individualismo como el mayor de los males. Naturalmente, es necesario contextualizar la afirmación de Salvochea dentro del ideal libertario (en todas sus corrientes, sin que ninguna de ellas sea menospreciada), y comprender que Salvochea demoniza ese individualismo de clase que apuesta por la competencia y el afán de lucro. Ese es el individualismo predominante en nuestra sociedad actual, con escasas aspiraciones sociales y cooperativistas, con mínima comunicación racional, y únicamente plegado a ese fantasma de la "soberania popular" o "voluntad general" que ya denunciaran los primeros anarquistas.

En el pensamiento de algunos de estos hombres se desprende cierta apelación a una supuesta, y cuestionable, "armonía natural", pero el análisis que contrapone sociedad (contrato o pacto libre) a Estado (ley coercitiva) es el verdaderamente interesante y el que ha quedado como parte sustancial de las ideas libertarias. Lorenzo considerará el pacto como representante de la libertad, pero también del bien común en el que se sacrifica parte de aquella. Si el pacto es símbolo de libertad y de cooperación, la ley representa el privilegio y la fuerza. Mella diría que no se trataba de encontrar fórmulas legislativas, sino de buscar la acción social continua, los hechos y conductas son los que mandan frente a los discursos y mítines que no vayan acompañados de aquellos. Frente a la concepción del derecho negativa que puedan tener las corrientes liberales, basada en que nada pueda atentar contra la existencia y en que el Estado quedará reducido a salvaguardar ese axioma, los anarquistas darán un sentido positivo al derecho, al que se podría llamar "natural" a priori, pero que adquiere su verdadera dimensión en una vida social que debe garantizar a cada individuo su libre desarrollo y cooperación con los demás. Federico Urales (seudónimo de Juan Montseny, 1864-1942) consideraba el anarquismo, en la línea de Bakunin, como una evolución lógica en la historia de la corriente liberal, traicionada ésta por una burguesía incapaz de repartir la riqueza. En la misma línea se expresaría Anselmo Lorenzo, el cual consideraba los ideales de la Revolución Francesa válidos, pero pervertidos posteriormente por la burguesía. Encontramos así una gran confianza en el progreso, cuyo colofón sería un socialismo anarquista, si bien no tan lineal y determinista como la visión marxista y sí con una confianza indudable en la libertad y en la acción social.

Fuentes:
-Anselmo Lorenzo, El proletariado militante (Alianza Universidad, Madrid 1974).
-Federico Urales, La evolución de la filosofía en España (Editorial Laia, Barcelona 1977).
-Grupo de estudio sobre el anarquismo, El anarquismo frente al derecho. Estudios sobre Propiedad, Familia, Estado y Justicia (Libros de Anarres, Buenos Aires 2007).
-José Álvarez Junco, La ideología política del anarquismo español (1868-1910) (Siglo Veintiuno, Madrid 1991).
-Juan Gómez Casas, Sociología del anarquismo hispánico (Ediciones Libertarias, Madrid 1988).
-Rafael Villena Espinosa, Anselmo Lorenzo (1841-1914) (Almud Ediciones, Toledo 2009).
-Ricardo Mella, Breves apuntes sobre las pasiones humanas (Tusquets Editor, Barcelona 1976).
-Ricardo Mella, Ideario (Producciones Editoriales, Barcelona1978).

domingo, 13 de abril de 2014

Ética y política

Repasamos en este artículo, de forma somera, la historia de la ética y su vinculación con la política; para el anarquismo, será primordial la unión entre ambas.

En un principio, la ética formaba parte del cuerpo de la filosofía y aparecía subordinada a la política. El hombre griego clásico sentía la pólis como incardinada en la physis (naturaleza). La función del logos, como physis propia del hombre, consiste en comunicar o participar en lo común en la pólis. Por otra parte existía el concepto de dike (juntura o justeza), que consistía en un ajustamiento natural, un reajuste ético-cósmico de lo que se ha desajustado (némesis) y un reajuste ético-jurídico de dar a cada uno su parte (justicia). La dike se reparte y se convierte en nómos; éste, vale para la physis tanto como para la pólis. La ley no era sentida como una limitación de la libertad, sino como su supuesto y su promoción. La moralidad pertenecía primero a la pólis; las virtudes del individuo reproducen, a su escala y de forma paralela, las de la sociedad. Platón no pretendió espontáneamente ese viejo equilibrio comunitario, sino una plena eticización del Estado ante la amenaza al fracaso del nómos de la pólis; fue una reacción contra el individualismo (el de Sócrates y el de los sofistas), que supuso una reducción del papel de Estado. Era la de Platón, rigurosamente, ética social, ética política; el sujeto moral es la pólis y el bien del individuo está incluido en ella, y todo ello en la physis o cosmos. Al contrario que Sócrates, Platón no confiaba en que los hombres alcanzaran por sí solos la virtud y era necesario un sistema legal y un gobierno oligárquico que sí trajera una sociedad capaz de realizar los fines morales. Sólo unos pocos hombres serían capaces de conducir al resto a la virtud, empleando para ello la persuasión, la retórica. Aristóteles templará el rigor autoritario platónico, aunque dejará bien claro que también para él la moral forma parte de la ciencia política; la vida individual solo puede cumplirse dentro de la physis y determinada por ella. Según el estagirita, el bien político es el más alto de los bienes humanos, aunque en realidad sean uno mismo; parece más lógico entonces salvaguardar el bien de la ciudad frente al del individuo. Dentro de la filosofía escolástica, Santo Tomás entendía la justicia como dependiente de la ley; cuando ha sido rectamente dictada, la justicia legal no es una parte de la virtud, sino la virtud entera. Era la de Aristóteles, así como el medievo de Santo Tomás, épocas de plena integración del individuo en el Estado.

Si la primera manifestación de una tensión entre moral social e individual se da en la antigua Grecia, entre Sócrates y Platon, se puede encontrar una segunda en el siglo XVIII, personificada esta vez en Kant y Hegel. Existen paralelismos históricos entre las dos épocas; tanto la sofística como la Ilustración son expresiones de un individualismo racionalista, reacio a la metafísica, ambas expresiones se dan en el seno de una sociedad en descomposición.
La ética kantiana es de un individualismo radical que procede de la Ilustración, pero con precedentes en un luteranismo secularizado. Se trata de la moral de la buena voluntad pura, que no se ocupa de las realizaciones exteriores, objetivas; el imperativo categórico impone el deber del individuo y la metafísica de las costumbres se ocupa del deber de la propia perfección, "nunca puede ser un deber para mí cuidar de la perfección de los otros". A pesar de estos preceptos, se pueden rastrear ecos de una ética social en Kant, que anticipa la de Hegel; su principio unitario no es la ley, sino la virtud libre de toda coacción.
Será Hegel el más firme antikantiano y deseará una vuelta a la armonía griega. Según su sistema, el espíritu subjetivo, una vez en libertad de su vinculación a la vida natural, se realiza como espíritu objetivo en tres momentos: el Derecho, la moralidad y la eticidad. En el Derecho, fundado en la utilidad, la libertad se realiza hacia fuera; la moralidad agrega a la exterioridad de la ley, la interioridad de la conciencia moral, el deber y el propósito o intención; la moralidad es constitutivamente abstracta y su momento es superado en la síntesis de la eticidad. Hegel piensa, contra Kant, que el deber no puede estar en lucha permanente con el ser, puesto que el bien se realiza en el mundo y por eso la virtud (encarnación del deber en la realidad) tiene un papel importante en su sistema. Para Hegel, la auténtica eticidad es eficaz y, por tanto, debe triunfar; su optimismo hacía conciliables la libertad y la salvación del mundo. La eticidad se realiza, a su vez, en tres momentos: familia, sociedad y Estado; este momento lo concibe como el momento supremo de la humanidad. Hegel empalma con Platón y llegamos de nuevo a una ética socialista (o para ser fieles a lo que en el siglo XIX será la irreconciliable bifurcación socialista, una ética política o estatalista).

En la época contemporánea, también se manifiesta esa tensión entre la ética personal y ética transpersonal. Jaspers y Heidegger son los autores que más han tratado temáticamente el asunto. En Jaspers, como en Hegel, la teoría del Estado se sitúa por encima del deber individual y del reino económico social; el individuo participa en la cultura y en la dignidad humana a través del Estado. Éste no es en último término más que la forma privilegiada de la “objetividad social”; el hombre tiene que trascender toda fijación, toda objetivación, incluso la de el Estado, siempre impersonal para alcanzar la subjetividad de la existencia.
La posición de Heidegger es, en cierto modo, homóloga a la de Jaspers, si bien el aspecto comunitario está más acusado frente al liberalismo de Jaspers. La existencia es aceptación del peso del pasado, es herencia, y es “destino” (ser para la muerte); es afectada por el destino histórico de la comunidad, ya que estar en el mundo es estar con otros. La existencia de la comunidad consiste en la “repetición” de las posibilidades recibidas, es la asunción de la herencia con vistas al futuro. En su obra El origen de la obra de arte, Heidegger consideró el acto de constituir el Estado como uno de los cinco modos de fundar la verdad.
Hemos visto que la historia parece un enfrentamiento entre dos proyectos éticos irreductibles: el de los individuos que pretenden ser buenos y felices, pese a la sociedad que les encierra y le coarta, y el del ideal social que aspira a cumplir su ordenada y justa perfección, pese al egoísmo y caprichos de los individuos.
Existe un modo personal de contemplar la ética frente a la injusticia imperante, se trata de una ética resistente, esforzada en no rendirse ante un cálculo de resultados ni en hacer concesiones ante “el fin justifica los medios”; es una ética que tiene claro que no es la política ni el Estado lo que puede salvar a los hombres, más bien el hombre es capaz de purificarse de una y de otro. Existe, de manera antagónica, la ética de quienes niegan el subjetivismo y el individualismo de los fines y sus creencias se apoyan en la salvación colectiva; ética de abnegación y de justicia, de sacrificio y de militancia, supuestamente antitiránica (aunque muy posiblemente albergue el germen de algún tipo de tiranía nueva), pública y testimonial. Es una ética que valora más las repercusiones comunitarias de los actos, que rechaza la regeneración de la sociedad por la modificación interna del individuo (más bien, al revés); no cree en la posibilidad actual de la ética y considera que no puede haber más moral verosímil que una opción política correcta, lo que desemboca en el cinismo y en el partidismo, en el “ellos o nosotros”.

Como resulta lógico, los dos extremos poseen deficiencias que no tienen porque suponer la afirmación del contrario. Lo que sí resulta claro es que el ideal ético es intrínsecamente social. Como dijo el clásico “no se trata de luchar por la libertad de uno, sino de vivir en una sociedad de hombres libres”, y Bakunin afirmó algo similar al reconocer su libertad en la libertad del otro. Debemos buscar con los demás una relación recíproca basada en la comunicación racional; Fernando Savater, en su pequeña pero sustanciosa obra Invitación a la ética, afirma que la política se mueve en el plano del reconocimiento del otro, administra la violencia e implanta instituciones jerarquizadas; la ética puede subvertir ese orden político y sustituirlo por el del reconocimiento en el otro y por la comunicación racional. Sería, el de la ética que podemos calificar de “revolucionaria”, un enfrentamiento con las identidades surgidas de la violencia, y con la jerarquía que se nutre de la desigualdad de poder. Desprendemos a la política de su condición de revolucionaria, como tantes veces nos lo ha demostrado la historia, y se lo atribuimos a la ética que, sin ninguna duda, podemos considerar libertaria. Una ética que, a diferencia de la política, no instrumentaliza medios perversos para sus fines, no posterga su querer, sino que se la juega aquí y ahora. No sería cuestión, por lo tanto, de tener una confianza ciega en la promesa de una sociedad futura, en una utopía venidera que exige nuevas formas de sacrificio. Se trata, como ya hicieron los libertarios del pasado, de denunciar y combatir las contradicciones e injusticias de esta democracia que se contradice con los auténticos ideales libertarios. Naturalmente, la crítica anarquista, frente a otro tipo de revolucionarios, nunca se quedo ahí, denunció los males de una planificación autocrática, de la centralización estatista y la supresión de las instancias intermedias de poder. Curiosamente, Savater habla de “ideales democráticos”, pero su enumeración no desagradará a un espíritu anarquista y se puede comprobar que equivale a la disolución del Estado: igualdad de poder, gestión comunitaria, organización de abajo arriba, elegibilidad de los cargos, transparencia administrativa... La transparencia y profundización ética de la democracia tiene diversos campos de lucha; una importante es el trabajo, al cual no se le puede considerar desde una óptica meramente productiva, es importante contribuir al desmantelamiento del actual sistema económico y ofrecer nuevas e imaginativas vías laborales. Es un firme propósito ético sustituir institucionalmente la sociedad de la imposición por una sociedad de la invitación o de la propuesta; crear una comunidad de iguales que redescubra la diversidad de propuestas alternativas, frente a esta desigualdad y hostilidad actual. La superioridad de la autogestión sobre cualquier fórmula coactiva ordenadora se manifiesta en que permite la consciencia en sus socios de por qué las cosas deben ser hechas de determinado modo, para que las formas de creación social sean aceptadas paso a paso y desde dentro. Con la autogestión las cosas no tienen porque ser más efectivas o más rápidas, pero se posibilita la aceptación de la gente al conocer el porqué del funcionamiento, se descubre la racionalidad e incluso lo pactado que subyace a todo orden.

Para lograr un comunidad de iguales, sustentada en el diálogo racional, podemos analizar por enésima vez uno de de los imperativos categóricos que enunció Kant, el relativo a la universalización de las leyes morales conciliando la autonomía individual. Probablemente, el filósofo alemán no halló respuesta a tan compleja propuesta, ya que no parece bastar su invitación a obrar de tal manera que quisiéramos que la máxima de nuestra conducta se convierta en ley universal. Kropotkin analizó la obra de Kant y se preguntó ya por quién debía ser reconocida la solución kantiana: ¿por la razón de un solo hombre o por el conjunto de la sociedad? El optimista anarquista ruso señaló que lo que le impidió descubrir respuestas más nítidas a Kant fue el no ser consciente que en la razón humana existía un componente relativo a la justicia, es decir, a la igualdad de derechos perfectamente universalizable como el imperativo categórico kantiano; si la aspiración a la felicidad es un principio regulador moral, ello se complementa con sentimientos de sociabilidad, de simpatía y de ayuda mutua. Recientemente, Habermas ha reformulado la fórmula de Kant de tal forma que invita a que nuestras propuestas morales las sometamos a consideración de los demás, es decir al diálogo racional. Si embargo, la propuesta de Habermas (en las que se basa, a priori, la democracia, la de dar voz a todos y cada uno de los miembros de una comunidad) se muestra insuficiente si tenemos en cuenta las restricciones en cuanto a la comunicación y el uso del lenguaje que se dan en las estructuras de dominación de nuestras sociedades. Javier Muguerza rechaza por este motivo la solución de una ética discursiva o comunicativa (una suerte de realización de la razón, que resulta utópica) y aboga por un racionalismo autocrítico que, en lugar de buscar el consenso colectivo, se apoya en el disenso, lo que supone una auténtica crítica racional a las instituciones vigentes. Si el consenso se refiere a la universalidad de un principio moral, el disenso se apoya en la autonomía individual, en la conciencia disidente y su capacidad de decir no. Para Mugüerza, la ética es un círculo en expansión de tal modo que todo disenso puede ser aceptado si contribuye a la ampliación de dicho círculo y no a su reducción. Mugüerza considera también que el hombre se ha desnaturalizado, ha perdido su sociabilidad en cuanto a miembro de una pólis (la postura clásica griega); si pueden existir neoaristotélicos que defiendan la postura de una especie de ética comunitaria, es rechazable por lo que supondría de pérdida de independencia y libertad individuales. Obsérvese que Kropotkin, aun sustentando su moral en el apoyo mutuo e instintos sociables del ser humano, difícilmente puede ser encuadrable fácilmente en una línea de ética sociológica o comunitaria, si ésta se apoya en la tradición o en el sacrificio de la autonomía individual. Fue, el del príncipe ruso, un estudio que sirvió de punto de partida para lo que constituye la moral anarquista.

Fuentes:
-Fernando Savater, Invitación a la ética (Anagrama, Barcelona 1995)
-Javier Muguerza, Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo (Fondo de Cultura Económica, México D.F. 1995).
-José Ferrater, Diccionario de Filosofía (Alianza, Madrid 1980).
-José Luis Aranguren, Ética (Alianza Editorial, Madrid 2006).

Enlaces relacionados: 
-"La moral en el pensamiento anarquista"
-"Manifiesto humanista" 
-"Coherencia y medios adecuados"

domingo, 6 de abril de 2014

Mi apoyo, y agradecimiento, a los compañeros de El Libertario de Venezuela


Frente a los ataques que están sufriendo los compañeros de El Libertario de Venezuela, toda mi solidaridad. Una mezcla de ignorancia y perversidad parece haber llevado a calificarles de manipuladores y de "anarquistas de derecha" (sic), algo que para quien conozca su trayectoria desde hace dos décadas es simplemente un despropósito y solo puede indignarnos.

Desgraciadamente, forma parte de una dialéctica perversa según la cual los que critiquen a ciertos gobiernos "izquierdistas" son necesariamente derechistas o están a sueldo de las fuerzas conservadoras. Al margen de las críticas a la llamada revolución bolivariana de Venezuela, el discurso de los compañeros de El Libertario es netamente anarquista, de poderosa crítica al Estado y al capital; puede comprobarlo cualquiera que eche un vistazo a los textos de la publicación. Además de este discurso antiautoritario, se está teniendo en cuenta a colectivos y organizaciones no gubernamentales, algo necesario para no reducir la realidad a una caricatura, tal y como está haciendo el gobierno venezolano y sus medios afines (esa es la auténtica manipulación); ya he señalado también el silencio de ciertos medios en España. Por supuesto, el análisis antiautoritario y radical es finalmente necesario, pero es una obligación la denuncia de la represión estatal, exacerbada en las últimas semanas ante protestas de carácter multitudinario y transversal. ¿Tiene que avergonzarse un anarquista de coincidir en sus críticas con ONG como Provea o Amnistía Internacional?; más bien diría que a la fuerza coincidiremos en parte de ese análisis, entendiendo que es una obligación la denuncia anarquista de toda vulneración de los derechos humanos, para radicalizarlo en aras del cambio social. Resulta muy peculiar que se acuse a ciertas organizaciones de burguesas o manipuladoras cuando están acusando la represión de los gobiernos; es acusar al dedo que señala en lugar de comprobar si es cierto lo que muestra y trabajar para erradicarlo.

Los ataques a El Libertario parecen producirse desde varios puntos de partida: obviamente, desde aquellos afines al gobierno venezolano, incluidos de forma sorpresiva algunos que se consideran libertarios, y también desde cierto "purismo" seudoanarquista; este último es un amante de las habituales acusaciones de "burgueses", "liberales" o "reformistas", y decir que me parece un falso anarquismo el que se refugia en la pureza de las ideas, ya que el trabajo está en la lucha con los oprimidos y los explotados. A mi parecer, se trata de parte del camino libertario, perfecta coherencia entre los medios y los fines, aunque se vaya de la mano con quienes no se consideran anarquistas; no entiendo esas papanatas acusaciones, repetidas hasta el rebuzno, cuando las reformas que queremos y por las que trabajamos lo son de verdad cuando suponen cambios radicales.
Respecto a los defensores de la llamada revolución bolivariana, como anarquista, y a pesar de que no sea el camino que considero correcto, me gustaría decir lo contrario de ciertas prácticas "socialistas" de Estado. Es decir, preferiría que detrás del mito de la revolución cubana o de la bolivariana de Venezuela, o de tantos otros regímenes estatales ya periclitados, hubiera verdaderas conquistas sociales que pudiéramos defender para finalmente caminar hacia un socialismo autogestionario con los medios de producción en manos de los trabajadores (no ha habido ningún asomo de tal cosa en ningún socialismo de Estado, los conquistadores del poder se han perpetuado en él). No solo parece que no ha habido cambios sociales significativos, más allá de ciertas políticas magnificadas hasta la extenuación por sus partidarios (logros que también se han dado en otros regímenes de diferente condición), sino que el aplastamiento de las libertades, la represión y el fracaso económico es la lectura final en estas "revoluciones". Una vez más, sin que tengamos que vanagloriarnos de ello ni recrearnos en nuestra visión, el análisis anarquista ha sido acertado.

Los compañeros de El Libertario han denunciado esta falsedad en la Venezuela de los últimos años, una revolución gestada en la demagogia, el populismo, la burocracia y el nacionalismo, mientras la clase trabajadora ha seguido explotada por otros actores en diferente contexto.

Toda mi solidaridad con los integrantes de El Libertario y solo puedo estar agradecido por su labor, por aportarme una visión amplia, independiente y antiautoritaria de lo que está pasando en Venezuela.

Enlaces relacionados:
"Solidaridad con El Libertario: siempre al lado de los explotados y los sometidos" (Octavio Alberola).
"El mito de la izquierda se cae de Maduro", de La Oveja Negra (Argentina).
"Respuesta a los amantes del Estado: se multiplican los rebuznos anarco-maduristas" (respuesta de El Libertario a los ataques).

Último número de El Libertario.

jueves, 3 de abril de 2014

Albert Camus. Su Relación con los anarquistas y su crítica libertaria de la violencia


La Editorial Eleuterio, del Grupo José Domingo Rojas, ha editado un magnífico libro: Albert Camus. Su Relación con los anarquistas y su crítica libertaria de la violencia. Su autor es Lou Marin, que lleva desde 1980 escribiendo en la publicación anarquista Graswurzelrevolution, editada en Alemania, fundada en 1972 tras el movimiento estudiantil que defendía "una sociedad sin violencia ni dominación"; en la actualidad, afincado en Marsella, desempeña labores como periodista, escritor, traductor y editor.

La colección Construyente de la editorial se inaugura con esta obra sobre Camus, un autor que, tal y como se dice en las palabras preliminares del libro, "nunca ha dejado de hablarnos"; una gran cantidad de anarquistas vieron en él a un compañero. Años después de su muerte, se escribió en el periódico Solidaridad Obrera: "Camus nos enseñó a no tender los puños a la cadena; el amor a la libertad; la repulsa a todas las tiranías; no matar nunca, aunque lo mande el César; desechar el odio; ser humildes entre los humildes; abrir surcos de redención y disipar tinieblas. Y a pesar de su agonía intelectual supo decir con optimismo: 'El día de mañana es nuestro'". Como vieron tantos otros autores como Camus, el siglo XX fue el abandono de los valores de la libertad en el movimiento revolucionario, la conversión del socialismo libertario en "socialismo cesáreo y militar". Por eso, a principios del siglo XXI es tan necesario la visión de Camus; la libertad es el camino para llegar a la libertad. Marin recoge en esta obra un conjunto de investigaciones sobre la relación de Camus con los anarquistas y analiza en ellos su sensibilidad libertaria, especialmente en los 15 últimos años de su vida.

El primer ensayo del libro, con el título "El Camus desconocido. Albert Camus y el impacto de sus contribuciones periodísticas a la prensa pacifista, anarquista y sindicalista"; se trata de una referencia al libro Camus et les libertaires (Editons Egregore, Marseille 2008), extensa obra del propio Marin en la que recopila diversos artículos de Camus en la prensa anarquista o en relación al movimiento libertario. Desgraciadamente, la actitud de Camus de condena del totalitarismo comunista le llevó a ser tildado de "ideólogo de Occidente"; nada más lejos de la realidad y Marin nos lo demuestra reivindicando al casi olvidado Camus libertario. Su pensamiento y su praxis, así como sus contactos y amistades, así nos lo hacen ver. Camus colaboró activamente con la prensa anarquista y también defendió a los libertarios en los tribunales (página 23). Otro ejemplo: el periódico anarquista Témoins, con el que Camus había colaborado activamente, tras su muerte en 1960 publica abundante material recordando los contactos libertarios del autor (página 29). Camus critica, tanto el capitalismo, como el autoritarismo comunista; se niega a formar parte de esa falaz dialéctica adoptando un punto de vista libertario y una militancia activa, lo cual demuestra que algunas acusaciones de falta de compromiso por parte de la izquierda autoritaria son absolutamente infundadas. Justicia y libertad van siempre unidas en la emancipación definitiva: "Los oprimidos no solamente quieren que se les libere del hambre, sino también de sus amos…" (página 33). El conocido "no" de Camus, de su "hombre rebelde" es inequívocamente un no anarquista a la opresión; Marin nos hace ver que se trata también de un no a la violencia en cualquiera de sus formas (página 39).

"El genio libertario. La solidaridad de Albert Camus con los libertarios españoles en el exilio" es el segundo ensayo del libro, esta vez inédito. Tras la derrota en la Guerra Civil, multitud de republicanos se refugiaron en Francia, gran parte de ellos anarquistas; Camus, de origen español por parte de madre, denunció el trato que se les dio, con la reclusión en campos de concentración; también, el restablecimiento de relaciones diplomáticas de De Gaulle con Franco en el periódico Combat desde el otoño de 1944. Jamás dejó de estar implicado en la liberación de España, y consideraba que la Segunda Guerra Mundial no podía estar acabada hasta que se produjese (página 44). La colaboración de Camus con medios ácratas en el exilio fue permanente; en un prefacio para una obra colectiva de 1946, L'Espagne libre, escribió que España fue "el único país en que la anarquía logró constituirse como un partido potente y organizado" (página 48). Fue siempre un defensor de los perseguidos de cualquier régimen totalitario, fuera el franquista o el soviético, sabiendo que los anarquistas habían sido los grandes derrotados; tal y como se muestra en el libro, a través de las palabras de los que le conocieron, Camus fue de esa clase rara de hombres que no buscan publicidad ni vanagloria en sus constantes gestos de solidaridad, más bien al contrario. Los anarquistas españoles en el exilio supieron reconocer los actos solidarios de Camus, así como su convergencia en ideas políticas; así se observa en las publicaciones Solidaridad Obrera y Cénit (pagína 57).

El tercer ensayo, denominado "La recepción de la obra de Albert Camus por parte de los anarquistas en los países anglófobos y germanófobos", se publicó originalmente en "Rencontres Méditerranéennes Albert Camus", un encuentro académico realizado entre el 10 y el 11 de octubre de 2008 en la localidad francesa de Lourmarin. Marin considera, y así nos lo hace ver, que la acogida ácrata de la obra de Camus en esos países nórdicos fue más crítica y fría que en España y Francia, aunque Herbert Read hizo una crítica favorable de El hombre rebelde en 1952 (página 64) y tuviera en general una visión muy buena de Camus. En las últimas décadas, ha habido más visiones favorables de Camus  y uno de los rehabilitadores de sus posiciones en la guerra de Argelia será Colin Ward en los años 90 (página 67) en la publicación Freedom. En el mundo germano, a pesar de esa fría acogida inicial, también han existido autores que han reivindicado a Camus en las últimas décadas.
"Camus y su crítica libertaria de la violencia" es el último ensayo de Lou Marin presente en el libro, que ve la luz por primera vez en castellano después de haber conocido una versión francesa a cargo de Indigène éditions en 2010. En este artículo, se ahonda en la crítica de la violencia que realizó Camus, desgraciadamente desaparecido cuando aún era joven; se trata de una crítica con una doble dimensión, tanto al capitalismo, sustentado en el poder de la burguesía, como a la desviación revolucionaria que supuso el estatismo, algo que el propio Camus veía como una traición a la revolución por no respetar los valores de la revuelta (página 101). Esta crítica con doble intención la realizó, por supuesto, profundizando en las ideas libertarias y dialogando con el movimiento anarquista. El libro se complementa con diverso material gráfico y con un anexo con escritos de y sobre Albert Camus.
Si deseas contactar con el grupo editorial, puedes hacerlo al correo: eleuterio@grupogomezrojas.org

Enlaces relacionados:
"Recordando a Albert Camus"